5

Valle de Fergana

Un viento cortante del norte empujaba a las nubes dándoles el aspecto de colas de yeguas que atravesaban el cielo antes de que la aparición de una gran nube gris de tormenta y un trueno precedieran la fuerte lluvia helada que le castigó el rostro. El corto verano había llegado a su fin, era hora de volver a llevar los rebaños a los campos de invierno de la estepa.

Las ovejas estaban dispersas por todo el valle. Jutelún las observó desde la silla de su yegua tordilla. Había millares de ellas caminando como gansos, con patas y colas gruesas por los buenos pastos de los prados altos.

Tekuday se le acercó por detrás. Habían conversado poco tras el regreso de Jutelún de Karakoram, pero ese silencio hablaba de su enemistad. Sin duda, Tekuday sentía que la tarea de escoltar a los embajadores bárbaros tendrían que habérsela asignado a él, pero como ya había pasado, se regocijaba por el fracaso de su hermana.

—Confío en que estos pobres valles no te resulten demasiado aburridos después de la elegancia de la corte de Karakoram. —Al ver que ella no contestaba, continuó diciendo—: Aunque es una pena que no hayas podido entregar a los bárbaros al kan de kanes. Como nuestro padre te ordenó que hicieras. —Ella apretó la mandíbula y permaneció en silencio—. Aunque dicen que fue para bien y que el bárbaro no fue secuestrado demasiado pronto.

—¿Quién lo dice? —susurró ella.

Él sonrió.

—Mi hermana, la semental, después de todo es una yegua.

Se burlaba de ella. Jutelún se volvió. «No le daré esa satisfacción», pensó.

—Dicen que te montó tres veces.

Ella se giró sobre la silla y, de repente, tenía el cuchillo en la mano. Él le sonrió y levantó la barbilla para dejar expuesta la carne suave de su garganta. Un ademán inútil, igual que su desafío. Ambos sabían que ella no le haría nada.

Ella sintió que la sangre le latía en las venas de las sienes.

—¿Quién dijo eso de mí? —susurró.

Los ojos de él brillaron pero no dijo nada.

Jutelún envainó el cuchillo, comprendiendo lo tonta que había sido.

—Es mentira —aseguró.

Clavó los talones en el flanco de su yegua y se alejó al galope. Pero en sus oídos resonaba la risa triunfante de su hermano que le devolvía el eco de los muros del valle.

Desierto de Takla Harán

Guillermo desmontó y se arrojó al suelo de rodillas. La arena quemaba.

—¡Por favor, Señor… Querido Jesús, protégeme! ¡Sálvame!

La saliva le corría por la barbilla. Gritó y tiró puñados de arena al aire, apenas consciente de lo que hacía. El terror había tomado posesión de su cuerpo y de su mente.

Entonces oyó el ruido de cascos y supo que Dios acababa de responderle. Gritó su agradecimiento al cielo caluroso, se levantó y, dando traspiés, subió a una duna en dirección a la caravana que volvía. Al llegar a la suave cima de la duna, gritó el nombre de Josseran y cayó rodando por la arena.

Sólo vacío.

Sin embargo, todavía oía el ruido de cascos más allá de la duna siguiente. Bajó por la arena suelta rodando y cayendo y después, gateando, subió a la duna siguiente, con los músculos acalambrados. El corazón le golpeaba las costillas y tenía la sensación de que explotaría.

—¡No! ¡Por favor! Señor Misericordioso, escucha a tu siervo en su hora… ¡Espérame, Josseran! ¡Todas mis alabanzas para ti… mi redentor! ¡Soy Guillermo! ¡Espera!

Subió a la cima, esperando ver la caravana debajo de él, pero no había más que vacío. Miró a su alrededor, confuso. En aquel momento, salvo por el susurro del viento, el desierto estaba silencioso. Demasiado tarde recordó lo que Josseran le había dicho sobre las tolvaneras y supo que los demonios de aquel maldito desierto le habían tendido una trampa.

Silencio. Serpientes de arena susurraban en la cima de la duna. Volvió corriendo a ciegas, la arena suelta le quitaba la fuerza de las piernas, y finalmente se desplomó balbuceando, extenuado. Cuando recuperó la cordura comprendió que tenía que encontrar el camello.

Allí estaba la cantimplora. Se puso en pie sollozando por los calambres y el dolor de sus músculos.

Avanzó en círculos dando traspiés, con los ojos casi cerrados para protegerse del blanco reflejo del desierto. Buscó sus huellas, pero el viento ya las había cubierto y comprendió que estaba completamente perdido. Permaneció en el centro de aquel desierto enorme y vacío, miró fijamente el cielo y gritó.

Siempre había esperado encontrar una sensación de paz, quizá casi de alegría, en el momento de su muerte. Pero en cambio sólo tenía un miedo frío y terrible, y comenzó a llorar. Cuando el sol se alzó en lo alto del Takla Makan, se enroscó dentro de su ropa y sollozó como un niño, pronunciando una y otra vez el nombre de Cristo, pero su Dios no acudía.

Uno a uno fueron llegando los grifos, rodeando aquella cosa pequeña en aquella vasta y terrible soledad.

La ruta de la seda
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