17
Aquella noche durmieron en la yurta de un pastor cosaco. A pesar de ser primavera, las noches eran muy frías y Josseran y Guillermo se acurrucaron uno junto al otro bajo un montón de pieles, mientras los tártaros sencillamente se tendían sobre las alfombras y dormían con sus abrigos de fieltro puestos.
Era como si el frío no les afectara. Tenían mangas largas que podían cubrirles bien los dedos de las manos en lugar de guantes, pero casi nunca las usaban para eso. Durante el día ni siquiera se ponían las capuchas.
Eran las personas más fáciles de contentar que había conocido, porque a pesar de ser los conquistadores de medio mundo seguían siendo nómadas. Llevaban sobre la montura todo lo que necesitaban para sobrevivir: un aparejo de pesca, dos cantimploras de cuero (una para el agua y otra para el kumis), un casco de piel, un abrigo de piel de oveja y una lima para afilar flechas. Dos de los jinetes de Jutelún también llevaban una pequeña tienda de seda y un pellejo de animal para que sirviera como alfombra en caso de que ellos tuvieran que fabricar su propio refugio donde pasar la noche.
Y así subieron por las praderas color esmeralda de los valles, por el sendero que zigzagueaba entre los torrentes de éstos y las colinas, eligiendo su camino entre rocas y desmoronamientos. De vez en cuando debían cruzar una cascada que caía por la ladera gris azulada de la montaña.
La primavera había convertido los ríos en torrentes del color de la sangre y los tártaros usaban sus alforjas hechas de estómagos de vaca como flotadores para poder cruzarlos. Algunas veces se veían obligados a cruzar muchas veces el mismo río que se retorcía a lo largo de los valles. En los altos valles, las gencianas, las amapolas y las aguileñas habían empezado a abrirse camino entre la nieve que se derretía y se veían manchas de color en los altos peñascos donde las primaveras silvestres echaban raíces en las fisuras de las rocas.
—No te complazcas, bárbaro —dijo Jutelún—. Tenemos por delante un largo viaje antes de llegar a Karakoram y muy pronto volverá el invierno.
Josseran le indicó los lugares helados que los rodeaban, parches de hielo, de rocas y de líquenes, la nieve esparcida por el viento.
—¿No llamas invierno a esto?
—Nunca podrás imaginar lo que es el invierno en el Techo del Mundo. Tenemos que esforzarnos todos los días si queremos llegar a Karakoram con tiempo para que regreses antes del invierno. La nieve cae como puños sobre estos pasos, y cuando los cierra, nada consigue crecer.
El anciano puso la mano derecha en el hombro izquierdo y murmuró:
—Rahamesh.
La mujer de la casa enlazó ambas manos frente a su cuerpo y se inclinó. Igual que su marido, lucía una túnica marrón acolchada sobre los pantalones holgados y las botas de cuero. Rodeaba su cabeza una banda de seda cuyo extremo le caía sobre el hombro.
El marido era el manap, el jefe del pequeño pueblo que habían encontrado en aquel valle perdido. Los hizo pasar a su casa. Allí no había muebles, las sillas no eran más que montículos de tierra cubiertos con bonitas alfombras azules y rojas. Había más alfombras de fieltro en el suelo y en las paredes. Dentro de la casa, lejos de los helados vientos de la montaña, el ambiente era cálido.
Entraron dos muchachas con recipientes de leche agria y grandes trozos de pan. Los tártaros arrancaron pedazos de pan, los mojaron en la leche agria y comenzaron a comer. Jutelún indicó a Josseran y a Guillermo que debían hacer lo mismo.
Guillermo sólo comió un poco del pan y permaneció sentado junto al fuego, tiritando. Era un espectáculo poco atractivo. Tenía la nariz roja de frío y mojada, como la de un perro. Cuando llegó el plato principal, todavía humeante, el manap, tal vez movido por la lástima que sentía por el fraile, puso en su cuenco un trozo grande de cordero hervido sobre el que dejó caer una bola de masa del tamaño de una naranja.
Le hizo señas de que comiera.
El resto de los tártaros no había esperado una invitación. Todos llevaban cuencos de madera metidos dentro del del, sacaron los cuchillos y comenzaron a tirar de la carne. Josseran hizo lo mismo. Guillermo fue el único que no participó del festín, sino que permaneció malhumorado y triste, mirando las brasas.
—Tu hombre santo debería comer porque si no lo hace ofenderá al manap —dijo Jutelún.
«¿Cómo puedo explicarle lo que es cuaresma y cómo es este sacerdote insufrible?», pensó Josseran. Cortó con los dientes un trozo de carne de cordero, mientras se preguntaba cómo podría Guillermo aguantar sin comer. Sentía una no deseada admiración por su templanza.
—Éste es un tiempo sagrado para nosotros —dijo Josseran—. Como el Ramadán. A él sólo se le permite comer pan y un poco de agua.
Jutelún negó con la cabeza.
—No me importa si muere, pero no es justo que nosotros debamos hacer este largo viaje por las montañas sólo para enterrarlo al otro lado del valle.
—Nada de lo que diga le hará cambiar de actitud. No me escucha.
Ella observó a Josseran por encima del borde de su cuenco mientras bebía un poco de leche tibia de cabra.
—Nosotros veneramos a nuestros hombres santos. Sin embargo, tú lo tratas con desprecio.
—He jurado protegerlo. No es necesario que le tenga simpatía.
—Eso es evidente.
Guillermo levantó la vista de su triste contemplación del fuego.
—¿Qué le estás diciendo a esa bruja?
—Tiene curiosidad por saber por qué no comes.
—No deberías hablar con ella. Pones en peligro tu alma.
—Si es una bruja como dices, todavía tiene nuestras vidas a su cuidado. Sería tonto no hablar con ella, ¿no te parece?
—Nuestras vidas están al cuidado del Señor.
—Dudo que Él conozca el camino a través de estas montañas —murmuró Josseran, pero Guillermo no lo oyó.
Jutelún observó la conversación con la cabeza inclinada hacia un lado, casi como si comprendiera el latín que hablaban.
—¿Tú eres de su religión?
Josseran tocó la cruz de madera que colgaba de su cuello.
—Yo confío en Jesucristo.
—¿Y también confías en él? —preguntó Jutelún, señalando a Guillermo.
Josseran no le contestó.
—En Karakoram hay seguidores de Jesús —anunció ella.
Él la miró sobresaltado. De manera que era cierto. Rubroek, los rumores que se filtraron acerca de la esposa de Hulagu, Dokuz Jatún. Trató de ocultar su excitación.
—¿Conocen a Jesucristo en la corte del gran kan?
—El kan de kanes conoce todas las religiones. Es lo que lo convierte en un señor tan grande. Sólo los bárbaros están enterados de la existencia de un solo Dios.
Josseran pasó por alto esta alusión ofensiva.
—¿Hay mucha gente que conoce a Nuestro Señor? —insistió.
—Cuando llegues al Centro del Mundo lo comprobarás por ti mismo.
Josseran se preguntó hasta qué punto podía creer a aquella princesa salvaje. ¿Estaba simplemente burlándose de él o había algo de realidad en lo que afirmaba? Si realmente hubiera cristianos en la corte del gran kan, éste quizá demostraría que era el preste Juan.
—Mi padre dice que tu hombre santo no hace magia —dijo Jutelún—. Entonces ¿para qué sirve como hombre santo?
—Nuestros hombres santos son el instrumento de Dios en la Tierra —dijo Josseran negando con la cabeza—. Nos confesamos con ellos. Les decimos nuestros pecados y ellos nos traen el perdón de Dios.
—¿Y eso es todo lo que tu hombre santo puede hacer?
—También habla en nombre de Dios. Pero no puede hacer milagros. Sólo Dios puede hacerlos.
Eso pareció sorprender a Jutelún.
—¿Este Dios tuyo hace milagros para ti cuando lo deseas?
Josseran pensó en su hijo que murió de fiebre en la choza de su sirviente, en el pequeño cuerpo cubierto de sudor, los ojos inflamados con aquella curiosa luz de tormenta que tantas veces había visto en los ojos de los moribundos. Recordó lo que había rezado por la noche en la capilla, pidiendo un milagro, y cómo a la mañana siguiente, al regresar a la choza, encontró a su hijo muerto y frío. Negó con la cabeza.
—No corresponde a los hombres comprender la mente de Dios.
Creyó que ella sonreiría, burlándose de él, pero en cambio lo miró con seriedad y negó con la cabeza.
—Es sencillo comprender la mente de los dioses. Permanecen junto a los vencedores.
Era de una lógica irrefutable y un argumento que él no deseaba contradecir. De manera que dijo:
—¿Por qué te eligieron a ti para guiarnos a través de estas montañas?
El repentino cambio de tema pareció desconcertarla, que era lo que él pretendía.
—Mi padre lo ordenó.
—¿Y por qué no eligió a Tekuday?
—¿No confías en mí porque soy mujer? —preguntó. Cuando vaciló antes de responder, Jutelún añadió—: Yo no quería guiarte. Me lo ordenaron. ¿Por qué voy a desear la compañía de unos bárbaros?
Josseran se dio cuenta de que la había hecho enfurecer. Le dio la espalda para conversar con sus compañeros; conversaciones escabrosas, poco agradables comparaciones entre Guillermo y su caballo.
Después de que hubieron retirado la comida, el manap cogió una flauta hecha con el hueso hueco del ala de un águila. Comenzó a tocar. Otro de los hombres se le unió tocando un instrumento en forma de laúd, cuya caja sonora estaba tallada con madera de palisandro con incrustaciones de marfil. Jutelún aplaudió, rió y cantó con los demás mientras la luz del fuego ocultaba su perfil en las sombras.
Mientras la miraba, Josseran se preguntó, y no por primera vez, cómo sería acostarse con una tártara. No dudaba que ella no sería dócil ni suave como las mujeres de Génova y de Venecia. Hasta se preguntó cómo compararla con la mujer de sus visiones, la fragante Virgen de sus ideales.
También se preguntó por qué se atormentaba con aquellos pensamientos.
Aquella noche, Guillermo y Josseran durmieron con los tártaros envueltos en pieles en la yurta del manap, con la cabeza orientada hacia la pared y los pies hacia el fuego. Saber que Jutelún dormía a poca distancia de donde él se encontraba torturó el descanso de Josseran y, a pesar de lo fatigado que estaba, le resultó difícil conciliar el sueño. Su conciencia y sus pasiones comenzaron a luchar en su interior. Discutió consigo mismo para salvar su honor.
«Pero mi honor está manchado de sangre y de lujuria —pensó—. En realidad, ya no me queda honor. Ahora quiero formar pareja con una tártara salvaje. Por la regla de los templarios he jurado obediencia y castidad y se me ha confiado una misión sagrada que tal vez pueda salvar Tierra Santa de los sarracenos. Y, sin embargo, en lo único que puedo pensar es en acostarme con Jutelún.
»Estás casi más allá de toda posibilidad de salvación, Josseran Sarrazini. Cuando dejemos atrás estas montañas, temo que también habré dejado atrás a Dios».