17

Días, semanas interminables, la monotonía del viaje sólo rota por cambios ocasionales en la superficie del desierto y por los caprichos del tiempo. Mientras viajaban, algunas veces vivían las cuatro estaciones en un solo día. Una mañana se presentaba cálida y azul pero al mediodía el cielo estaba cargado de nubes y un vendaval convertía el horizonte en una niebla amarilla impenetrable. La tormenta duraba una hora. Por la tarde, el cielo estaba claro y una vez más, el desierto se había convertido en un horno.

A la mañana siguiente despertaban con hielo en las barbas.

Las piedras gebi planas cedían el espacio a la arena que fluía como la rompiente de un gran mar, y las dunas cambiaban de forma movidas por el viento mientras ellos las miraban. Porque las dunas se extendían hasta donde ellos alcanzaban a ver, como las olas de un océano. Algunas se alzaban hasta la altura de los muros de Antioquía, algunas hasta los convertían en enanos, pensó Josseran. Se encontraban solos en el desierto solitario, chamuscados por el sol, resecos por el viento. Ya no había arbustos, ni lagartijas ni aves. El camino que tenían por delante sólo estaba marcado por ocasionales montones de argol y por los huesos de animales muertos tiempo atrás y blanqueados por un sol implacable.

Pasaron dos semanas en aquel desierto que Un Solo Ojo llamaba el Depósito del Viento. Aullaba alrededor de ellos día tras día, como los quejidos del mismo demonio y el paisaje cambiaba constantemente. Por la noche, cuando acampaban, Un Solo Ojo ataba una flecha a un palo largo y la clavaba en la arena para indicar la dirección que debían seguir a la mañana siguiente. Se amontonaban bajo las frías estrellas, oyendo los susurros constantes de la arena y por la mañana, cuando despertaban, el terreno que los rodeaba había cambiado por completo y si no fuera por la estrategia del camellero, estarían irremediablemente perdidos. En una ocasión se toparon con las ruinas de una gran ciudad. Josseran caminaba junto al camello, Un Solo Ojo delante de él, en cabeza de la columna, Jutelún detrás.

Habían llegado a la cima de una gran duna cuando de repente el camellero se detuvo. Debajo de ellos yacían los restos de un bosque de álamos del Éufrates cuyos dedos retorcidos se levantaban del suelo como los dedos de un cadáver a medio enterrar. Detrás de aquel bosque petrificado, sobresalían de la arena los tejados de una ciudad antigua. En algunos lugares, Josseran alcanzaba a distinguir el perfil de calles y caminos, en otros sólo había montículos informes y montones de escombros.

Varios buitres negros sobrevolaban el lugar.

—¿Qué es este lugar? —preguntó Josseran.

—No conozco su nombre —contestó Un Solo Ojo bajando la voz hasta convertirla en un susurro, como si estuviera sobre una tumba recién abierta—. Tal vez sea la Ciudad Dorada de la leyenda.

—¿Qué es la Ciudad Dorada?

—Se cuenta la historia, cristiano, de un gran rey que construyó su capital aquí, en el Depósito del Viento. La ciudad era fabulosamente rica para este lugar que todavía no era desértico. Había un gran oasis, aún mayor que el de Gaochang o el de Aqsu. Las historias de las riquezas que poseía aquel gran señor llegaron al norte y una tribu llegó de la estepa para atacarlo. Después de haber sitiado la ciudad, el jefe de la tribu envió un mensajero al rey, asegurando que si le daba diez cofres de oro los dejaría en paz. Pero el viejo rey se negó. Todos los días el jefe enviaba al mensajero hasta el muro con su ofrecimiento, pero el rey lo hacía retirarse con palabras desafiantes. Sin embargo, después de un largo sitio, la ciudad cayó y al rey lo hicieron prisionero y lo llevaron ante el jefe de la tribu. Éste le volvió a hacer el mismo ofrecimiento, diez cofres de oro y permitiría que el rey salvara su vida, se apartaría de la ciudad y dejarían en paz a sus habitantes. Pero el rey siguió negándose. Verás, el rey amaba el tesoro más que a su propia vida.

—¿Y qué le pasó?

—El jefe de la tribu le dijo que si tanto amaba su oro, debía llevárselo consigo más allá de la muerte. De manera que lo hizo ejecutar vertiendo oro fundido en sus ojos y en sus orejas.

Josseran se estremeció.

—¿Y la ciudad?

—El jefe de la tribu envió a sus hombres a buscar el tesoro. Registraron la ciudad pero no encontraron el oro que creían escondido allí. De manera que antes de volver al norte, envenenaron todos los pozos. Sin agua fresca la gente murió, las cosechas se secaron, la ciudad se desmoronó y fue olvidada. Pero la leyenda afirma que el oro sigue estando allí, en alguna parte, oculto en la arena. Los uigures dicen que algún día la arena volverá a alejarse y que algún afortunado será favorecido por Dios y lo encontrará.

—Parece la historia que un trovador contaría alrededor de una hoguera.

—Tal vez tengas razón —contestó Un Solo Ojo, encogiéndose de hombros.

Josseran observó el viento que levantaba arena de las dunas y la enviaba susurrando a través de las destruidas paredes de adobe. Recordó lo que le había dicho aquella noche Jutelún en el lago en forma de media luna: «Los días pasan, el viento sopla, los hombres mueren, los imperios caen». Nunca sabrían lo que había sido en una época aquella ciudad ni cómo llegó a la ruina. El desierto carente de remordimientos volvía a tragársela.

Alrededor de ellos, las dunas se alejaban ondulantes para penetrar en el corazón muerto del Takla Makan.

El viento volvía a gemir y la arena los golpeaba en la cara. En las altas dunas, Josseran volvió a oír el extraño canto de la arena, como el galope de los caballos de un ejército invisible.

—¡Los espíritus de la arena! —exclamó Un Solo Ojo por encima del ruido del viento.

—Los fantasmas de la Ciudad Dorada —murmuró Jutelún.

Josseran negó con la cabeza.

—Junto al lago me dijiste que no eran más que el viento y la arena. Ella le sonrió.

—Cuando estoy en la estepa, lejos del desierto, creo que es sólo el ruido del viento. —Pareció estremecerse—. Pero cuando estoy aquí fuera, nunca estoy demasiado segura.

Aquella noche la visitó en sueños el espíritu del Eterno Cielo Azul.

Soñó que estaba encerrada dentro de los muros de un gran palacio verde y desde su ventana alcanzaba a ver la hierba de la estepa agitada por el viento. Parecía la arena del lago en forma de media luna. Corrió en busca del caballo, pero no había puertas y la ventana tenía rejas de hierro.

Subió algunos escalones zigzagueantes que llevaban a la torre y extendió la mano hacia las praderas, tan cercanas y a la vez tan distantes. ¡Si sólo pudiera volar! Despertó llamando a su padre, aterrorizada.

Después del sueño permaneció despierta el resto de la noche, incapaz de dormir. Sus pensamientos se volvieron inevitablemente hacia el cristiano y el sacerdote que tenía tan mal olor, y se preguntó qué le resultaría tan fascinante en aquellos libros que ellos llamaban salterios y en las historias que contaba Joss-ran acerca de palacios, iglesias y fortalezas. Y se preguntó: «¿Por qué le habré enseñado el Valle de los Mil Budas?».

¿Qué esperaba encontrar?

«Tal vez yo quiera una respuesta a esta inquietud, a esta constante sensación de duda. Para mí hay preguntas que no tienen respuesta, interrogantes que me llevan a preguntarme si realmente seremos los elegidos del Eterno Cielo Azul. Sospecho que hay otros que tienen cosas que enseñarnos, que no somos los únicos que poseemos los secretos de este mundo.

»Como hijos e hijas de la estepa somos libres, el Cielo Azul es nuestro. Como conquistadores del mundo hemos matado y destruido, y tomamos cualquier cosa que necesitamos. El mundo es nuestro y nosotros somos sus amos. Sin embargo, si lo matamos todo y lo destruimos todo, también nosotros moriremos.

»La conquista nos dio un propósito. Pero ahora que somos los amos, me pregunto si otros hijos e hijas de Gengis Kan, como yo, miran la vasta estepa y presienten el enorme vacío que tenemos dentro de nuestros espíritus».

¿Sentirían lo mismo su hermano y su padre? Tal vez hasta al kan de kanes, en su enorme yurta en Karakoram, le asaltaran esas mismas dudas. ¿Habría algún mensajero al que todos esperaban encontrar? ¿Sería ése el motivo por el que su padre había abrazado las costumbres de los mahometanos mientras otros miraban hacia los sacerdotes de túnica azafrán de los tangutos o hacia los sacerdotes nestorianos de ropas oscuras?

Se volvió a preguntar si existiría alguna respuesta que diera paz y consuelo a su espíritu cuando volviera a las solitarias estepas, y se preguntó si aquella respuesta no la tendría el cristiano.

La ruta de la seda
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