7

Como guerrero y como caballero, Josseran se había entrenado durante toda su vida en artes marciales, en combates cuerpo a cuerpo y en equitación. En cuanto su hombro cicatrizó, superó el aburrimiento que le producía la inactividad de los largos meses de verano con un régimen que se impuso para mantener lo mejor posible su habilidad.

Todas las tardes llevaba a su caballo al maidan que había al pie del fuerte y practicaba solo, con la espada y la lanza. Un descubrimiento que hizo en el bazar local le resultó de una ayuda inconmensurable. Supo que los comerciantes almacenaban los melones colgándolos de postes de bambú, de manera que permanecían sabrosos durante casi todo el invierno. Así que todos los días compraba algunas de esas frutas en el bazar, las llevaba al huerto que había al otro lado del maidan y las colgaba sobre largos postes. Luego galopaba a toda velocidad entre las moreras y trataba de partir con limpieza un melón con la espada sin reducir el ritmo del avance del caballo. Acababa de desmontar su semental negro y lo estaba limpiando con la hoja de madera que usaban los tártaros. Era el caballo que Jutelún le había entregado la noche de su huida del campamento de Qaidu. Lo cuidaba bien a pesar de no tenerle ningún cariño especial, porque la bestia era irritable y traicionera. En su interior había bautizado al semental con el nombre de Guillermo. Oyó el ruido de cascos y levantó la mirada. Sartaq atravesaba el maidan a caballo, con el curioso estilo de los tártaros. Al llegar al huerto detuvo el caballo y avanzó con lentitud entre los esqueletos de los árboles. Cuando vio los restos de la fruta mutilada en el polvo, miró a Josseran y sonrió.

—Si los cristianos vais alguna vez a la guerra contra los melones, deberán tener mucho cuidado.

—Me imagino que los melones son tu cabeza —contestó Josseran—. Me ayuda a apuntar.

Sartaq volvió a sonreír.

—Tengo buenas noticias —dijo—. Tu chamán ha demostrado su poder.

Josseran hizo un esfuerzo por ocultar su sorpresa. Guillermo le había hecho creer que la princesa estaba al borde de la muerte.

—¿Miao-yen está mejor?

—Este Weir-mo —dijo Sartaq, usando la pronunciación tártara para decir Guillermo—, a pesar de ser tan extraño, tiene una magia poderosa.

«Una magia poderosa». Josseran estaba convencido de que la princesa se curaría o moriría según la voluntad de Dios, a pesar de las oraciones del buen fraile, pero dijo:

—Nunca he dudado de la eficacia de sus poderes.

Sartaq no podía ocultar la alegría y el alivio. Por fin veía la posibilidad de que terminara el largo viaje.

—En cuanto se derrita la nieve, atravesaremos el Techo del Mundo rumbo a la corte de Alghu en Bujara. Desde allí, él os enviará a vuestras tierras del oeste.

Las tierras del oeste.

Hacía más de un año que había salido de Acre. Se preguntó qué habría pasado allí durante su ausencia. Sus anfitriones no le decían nada, tal vez porque nada sabían. Para ellos, Ultramar era otro mundo, bien podría ser la luna. ¿Hulagu habría hecho un tratado con el consejo de barones después de todo, y sin los esfuerzos de Josseran? ¿O habría continuado su marcha arrasándolo todo a su paso? Cuando él y Guillermo llegaran a Acre, ¿encontrarían sólo restos humeantes?

Josseran no tenía ganas de volver. Tendría que afrontar las acusaciones del fraile y las del concilio. El hecho de que hubiera salvado en dos oportunidades su vida no contaría en absoluto para aquel clérigo malvado. Si surgía la necesidad, tal vez la orden lo defendería de la Inquisición, pero a un precio. Sin duda lo obligarían a volver a pronunciar su voto, tal vez a permanecer en Ultramar otros cinco años. Se maldijo por haber hablado con tanta libertad y por haberse enemistado con el fraile.

—Veo que la perspectiva de salir de Kashgar te deja mudo de alegría, así que te dejaré con tus melones —dijo Sartaq. Luego, como si se le acabara de ocurrir, añadió—: Si llegas a encontrarte desbordado por tus adversarios, pide auxilio y te mandaré un escuadrón de mi caballería para que te ayude.

Rió y volvió al fuerte.

El buen humor del tártaro no mejoró el de Josseran. Miró las montañas distantes de un blanco glacial bajo el sol, y pensó en Jutelún.

«Quiero que ardas por mí para siempre».

Había pensado que todavía era posible volver a través de las montañas hasta el campamento de Qaidu. ¿Era eso lo que realmente quería? En realidad, ¿habría cumplido con su promesa de convertirse en un paria por amor a una salvaje? Pero todo eso era una fantasía y una locura. Si volviera al valle de Fergana, Qaidu lo haría ejecutar y esta vez no tendría escapatoria.

«Quiero que ardas por mí para siempre».

Jutelún tenía razón. Ardería por ella en cuerpo y alma, para siempre. Durante el resto de su vida llevaría consigo el recuerdo del abrazo sedoso de su cuerpo y del olor a humo de su pelo, que evocaban la salvaje libertad que él había olvidado en el mundo en que vivía, en la oscura y sofocante presencia del Cristo de Guillermo.

Se había acostado con muchas mujeres, primero con Catherine, luego, demasiadas veces, con las prostitutas de Génova, Trípoli y Acre, antes de entrar en la orden del Temple. Estaba seguro de que con Jutelún lo que buscaba no era sólo el placer de su cuerpo.

«Sin embargo, el amor es un asunto del alma —pensó—, y sólo podemos expresar nuestro amor con el cuerpo, de manera que ¿qué esperanza nos queda? Dios no es más que un sueño. Dios es el viento, algo que sentimos pero que no podemos ver, tratamos de asir el espíritu pero nos quedamos con las manos vacías. Sólo podemos conocer a Dios con el alma y sólo podemos amar con nuestros cuerpos y así reptamos aquí en la tierra, como un gusano sacado de la tierra y dejado al sol para que muera. Sentimos el viento, extendemos la mano para asir a Dios, sufrimos en nuestra carne, atrapados con nuestras cadenas entre el cielo y la tierra».

A menos que Guillermo y todos los que son como él estén equivocados y el único pecado que exista sea no amar.

Lo único que quería en aquel momento era coger la mano de Jutelún y montar su caballo por las planicies salvajes. Jutelún era su libertad. Y había desaparecido.

Miao-yen estaba tendida en la cama, con sus vestiduras de brocado rojo, los pies calzados en pequeñas zapatillas de seda. Estaba estirada como un cadáver. En realidad, Guillermo alcanzaba a oler sudor y putrefacción bajo el denso perfume que sus sirvientas le habían puesto en el cuerpo. La pálida luz que entraba por la ventana lograba que su piel pareciera pálida, casi traslúcida.

Permaneció largo rato a su lado, observándola, sin confiar en sí mismo para hacer algún movimiento. Por fin extendió una mano temblorosa para tocarle la frente. Era imposible. La fiebre había desaparecido, tenía la piel fresca.

Se metió un nudillo en la boca para no llorar en voz alta. «¿Qué he hecho?».

Ella se movió y por un instante él temió que despertara. Se levantó de un salto y se alejó de la cama hasta sentir la espalda contra la fría pared de piedra.

«¿Qué he hecho?».

Oyó el grito de un sacerdote mahometano sobre los tejados de la ciudad, el canto infernal resonando en las montañas distantes y azules, que pareció llenar la habitación, ensordeciéndolo.

Nunca creyó llegar a ver un milagro. La Biblia, la palabra de su fe estaba grabada en él como otro mundo fantástico que afirmaba, y a la vez temía. Su alejamiento del mundo en que habitaba era lo que le daba fuerzas. Sin embargo, allí había un milagro, hecho por su mano. Dios había puesto sus manos sobre aquella princesa pagana para sacarlo de su error y, sí, para castigarlo.

¿Qué otro motivo podía tener Dios para salvar a aquella mujer?

Cayó de rodillas y de nuevo comenzó a rezar, tanto por su alma como por la de la muchacha. Y así rezó por su propia salvación con el mismo fervor con que su alma deseaba la muerte de Miao-yen, porque sólo con su muerte podía estar seguro de que su terrible pecado no se descubriría.

La ruta de la seda
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