12
Josseran se levantó temprano y se deslizó en silencio fuera de la cama. Las tres mujeres dormían abrazadas. Miró fijamente el espectáculo, asustado por tal depravación. «Buscaré la absolución del hermano Guillermo —pensó—. Iré a verle esta mañana y le rogaré a Dios que me perdone. Sin embargo, comparado con mis otros pecados, éste casi carece de importancia. No he confesado pecados mucho peores. Ese hombre se me acercó abiertamente y me ofreció sus mujeres, considerándolo un mérito. Además, ¿por qué debo ser absuelto por haber aceptado algo que me fue libremente ofrecido? Y, si fue pecado, entonces no tiene excusa. Yo no estaba preso por la pasión. Sabía lo que hacía. Merezco el fuego del infierno, merezco el castigo eterno que el demonio me reserva».
El sol acababa de salir, prestando una luz difusa al cielo del este. Josseran se acercó a la ventana. La cúpula de azulejos verdes de la mezquita se alzaba sobre los tejados blancos y planos de la ciudad, perforando el tejado de niebla húmeda. Hombres con gorros de encaje blanco se movían en silencio como espectros por las calles. Una mujer velada se escabulló detrás de una puerta de madera tachonada de clavos.
Un mundo inferior, que le resultaba tan extraño como si hubiera atravesado la corteza de la tierra. Allí, más allá de todas las leyes cristianas, estaba rodeado de misterios, a la deriva con sus propias inseguridades. Separado de la regla y de los sofocantes dictados de su Iglesia, se veía con más claridad que en toda su vida. Había vislumbrado los oscuros aposentos de su alma y sabía entonces que la bestia que allí residía era el mismo demonio.
Se acababa de saciar con aquellas mujeres por unos pocos dirhams de oro. No tenía importancia que aquella gente lo hiciera de forma jubilosa, como una bendición. El fraile sin duda lo llamaría pecado y, en el fondo de su corazón, temía que tuviera razón. Pero no pecó una vez sino dos, porque en la oscuridad, mientras yacía con aquellas mujeres, no pensaba en ellas sino en Jutelún y era su nombre el que le gritó a las estrellas cuando obtuvo el máximo placer.
El aire seco había secado la ropa con rapidez. Se vistió y atravesó caminando la ciudad que despertaba en dirección al palacio del darughachi, donde Un Solo Ojo ya había ensillado y cargado los camellos. Al verlo acercarse, le hizo un gesto obsceno con el dedo de una mano y el pulgar y el índice de la otra. Rió con alegría entre el polvo.
Guillermo estaba junto a los rediles, con las manos entrelazadas ante sí, como un penitente.
—Oiré tu confesión cuando lo desees.
—¡Maldito seas, sacerdote!
—Habría creído que la maldición era un asunto que querías evitar.
Josseran suspiró.
—Iré a verte cuando se ponga el sol. Entonces me confesarás.
—¡Bendito sea Dios! Empezaba a temer que no sentías vergüenza ante Dios.
—Hay muchas cosas de las que me avergüenzo.
—¿Por eso has hecho tu penitencia en Tierra Santa? —Cuando Josseran no contestó, alzó la mano derecha—. Confiésame todo esta noche para que pueda librarte de tus pecados con esta mano.
Josseran negó con la cabeza.
—Me acusaré de lo que sucedió anoche, pero eso es todo lo que lograrás sacarme.
—¿Deseas sufrir el tormento del demonio en las llamas? —le susurró Guillermo.
Josseran asintió con la cabeza.
—Tal vez —dijo—. Tal vez eso sea exactamente lo que deseo.
Jutelún no le dijo nada mientras ensillaban los camellos, hasta evitaba que las miradas de ambos se encontraran. Una hora después del amanecer se pusieron en marcha en caravana, atravesando campos cubiertos de neblina, rumbo al gris monótono del desierto.
Esperó su oportunidad hasta que se detuvieron en los extremos del oasis para aprovisionarse de agua en el último de los pozos.
Tenía arena en la ropa, en las pequeñas arrugas de los ojos, en la barba. El desierto era rápido reclamando su terreno. Ella estaba agazapada junto a una de las zanjas fangosas, volviendo a llenar su botella de cuero.
—¿Estamos lejos de nuestro destino? —le preguntó Josseran.
—¿Y si no lo estuviéramos? ¿Desearías que volviéramos enseguida a Gaochang?
Algo en su tono le complació. Allí había más que un deje de celos.
—Gaochang me pareció un oasis de delicias.
—Hacia donde nos encaminamos —replicó ella con aspereza— sólo hay desierto.
Se levantó y lo empujó para pasar, casi una afrenta deliberada. Josseran se quedó mirándola. «¿Por qué me atormento con ella? —se preguntó—. Soy un imbécil que siempre está deseando lo exótico, las visiones quiméricas que todo razonamiento debería convencerme de que son inalcanzables».
Después de todo, una vez los hombres suspiraron por Jerusalén y había que ver lo que había pasado allí.