6
La velocidad con que cae la noche en el desierto le sorprendió. Era como ser arrojado a un calabozo sin ventanas cuya puerta se cerrara de golpe. La brusquedad de la puesta de sol y la llegada repentina de la noche eran una experiencia tan violenta que los lastimaba.
Mientras el sol caía a veces alcanzaban a ver un solitario caravasar a lo lejos, deprimentes paredes amarillas como las dunas, con un patio que se guarecía bajo las ramas de algunos árboles nudosos. Cuando estaban a salvo detrás de las paredes, se tumbaban entre fardos y cuerdas de fibra, mientras el agua de las teteras hervía sobre los fuegos y ellos daban gracias por estar guarecidos del viento del desierto.
Pero había otras noches en las que acampaban en el desierto abierto y se amontonaban junto al débil fuego en el que ardía bosta de camellos secada por el sol. Los tártaros la llamaban argol. Las noches del desierto eran tremendamente frías y en aquella arena estéril el argol era la única fuente que tenían para alimentar el fuego. Siempre había en abundancia puesto que la ruta que seguían estaba marcada por una serie de piedras puestas cada cuarto de legua y ése era el camino que debían seguir todas las caravanas. Un Solo Ojo reunía cestas de bosta de camellos durante la marcha del día, y cuando se detenían para acampar, los tártaros se alejaban para recolectar más mientras se encendían las hogueras.
Después, acurrucados junto a ellas para poder entrar en calor, comían las delgadas tajadas de requesón de leche de yegua que se había convertido en el alimento básico del grupo, antes de preparar las camas en el suelo duro y caer en un sueño profundo, enroscados bajo pieles de ovejas y permitiendo que los piojos comenzaran su festín.
Una noche, Josseran permaneció junto al fuego hasta mucho después de que los tártaros se hubieron enroscado en el suelo, dentro de sus dels. Jutelún también se retrasó; Josseran se preguntó si habría empezado a anhelar su compañía tanto como él anhelaba la suya.
Guillermo permaneció despierto hasta que por fin la fatiga lo venció y se dejó caer de lado en la arena dura, todavía dentro de la zona de la luz de la hoguera. A partir de aquel momento sólo quedaban ellos dos, observando cómo morían las brasas. Josseran temblaba bajo su ropa, mientras oía los ronquidos de los tártaros y los murmullos de Un Solo Ojo, que en algún lugar de la oscuridad increpaba a los demonios que le atormentaban en sueños. Los camellos resoplaban y gruñían.
—Háblame de ti, cristiano —dijo Jutelún con suavidad.
—¿Qué deseas saber?
—Háblame de ese lugar, Ultramar. ¿Fue allí donde naciste?
—Nací cerca de un lugar llamado Tolosa, en el Languedoc, que es una provincia de un país llamado Francia. Hace más de cinco años que no veo mi país. Salí de allí rumbo a Ultramar y un lugar llamado Acre, que es una gran ciudad y una fortaleza junto al mar.
—¿Cómo se vive dentro de una fortaleza? ¿A veces no sientes que estás prisionero?
—He vivido toda mi vida en castillos, dentro de muros de piedra. Estoy acostumbrado. Lo que me atemorizan son estos grandes espacios.
—Yo no podría vivir detrás de una pared —comentó ella—. Una persona civilizada debe tener la hierba bajo sus pies y un caballo ensillado para cabalgar.
¿Le estaría tendiendo un cebo o estaría sólo haciendo un esfuerzo por comprender?
—Sin un techo sobre mi cabeza me siento desnudo —dijo él. Miró al cielo. Era como un trozo de terciopelo negro cubierto de diamantes. Josseran tuvo la sensación de que podía extender los brazos y acercar las estrellas a él con sus dedos—. Una vez, cuando era niño, recuerdo que traté de contar las estrellas. Una noche salí de casa, me acosté en el campo y empecé a contar.
—¿Cuántas estrellas hay?
—No lo sé. Me quedé dormido. Mi padre me encontró bajo un gran roble, casi congelado, y tuvo que llevarme en brazos a casa. Recuerdo haber despertado sobre una piel, junto a un gran fuego de leños. Nunca había sentido tanto frío hasta que llegamos al Techo del Mundo.
Recordaba los brazos de su padre a su alrededor, calentándolo, el olor de su padre y la manera en que su barba le hacía cosquillas en las mejillas. Debería ser un recuerdo agradable. Pero estaba viciado por la amargura, como tantos de sus recuerdos. «Tal vez debería haberme dejado allí, al pie de aquel roble —pensó—. Habría sido mejor para él».
—Mi padre me llevó en brazos a casa muchas veces —dijo Jutelún—. Siempre me escapaba por la noche. Quería volar, poder tocar las estrellas con la punta de los dedos. —Extendió una mano—. A veces imaginaba que podía. —Retiró la mano y se rodeó las rodillas con los brazos—. En cristiano, ¿tenéis nombres para las estrellas?
—Aquélla es la Estrella Polar —contestó él, señalando el norte—, pero sobre todo tenemos nombres para los grupos de estrellas. —Señaló a Ursa por encima de su cabeza—. Por ejemplo, a ésa la llamamos la Osa Mayor. Si la miras el tiempo suficiente puedes imaginar el perfil de un oso.
—Entonces tenéis una imaginación maravillosa —dijo ella, y él rió—. Para nosotros son los Siete Gigantes. ¿Ves aquella estrella? Ése es el Clavo Dorado. Es donde los dioses atan sus caballos.
—Es maravillosamente poético —respondió él—, pero hay un solo Dios que nos creó, que hizo todas las cosas, de manera que no puede ser.
—¿Cómo sabes que hay un solo Dios? ¿Has hablado con Dios para saberlo? ¿Has estado en el Cielo Azul para comprobarlo por ti mismo?
—Es… una cuestión de fe.
—Fe —repitió ella—. Yo tengo fe en que mi caballo me llevará hasta el fin del viaje. Con respecto al resto, debo saberlo por mí misma.
Josseran no tenía ganas de discutir con ella. Le permitiría obtener su pequeña victoria. Permanecieron un rato en silencio.
—¿Tienes hijos, cristiano? —le preguntó ella de repente.
—Una vez. Tuve un hijo.
—¿Y qué le pasó?
—Murió.
—¿Y qué es de tu esposa?
Josseran vaciló. ¿Cuánto le contaría a aquella mujer acerca de su pasado? Y si se lo contara, ¿hasta qué punto comprendería ella sus tormentos, cuando ni siquiera comprendía lo que era ser cristiano?
—La madre de mi hijo está muy lejos, en Francia —contestó.
—¿La amas?
—Amé su cuerpo.
—¿Cuánto hace que no la ves?
—Hace muchos años. Me atrevo a decir que ella debe de haber olvidado hasta mi aspecto físico.
—¿Y por qué no vuelves con ella?
—Porque, en realidad, no es mi esposa. Pertenece a otro hombre. Es un pecado que pesa sobre mi conciencia. —Jutelún asintió con la cabeza, como si hubiera comprendido. Tenía las mejillas envueltas en la bufanda para contrarrestar el frío y él sólo alcanzaba a verle los ojos, el pequeño brillo del fuego que se reflejaba en ellos—. Te hablaré con franqueza —continuó—. Nunca he pensado en ninguna mujer más que como una especie de almohada, algo suave sobre lo que es posible acostarse por la noche. ¿Hablo con demasiada libertad para ti?
—Mi propio padre tiene muchas esposas que conserva por el placer de su cuerpo. Pero sólo tiene una esposa favorita, y ahora que es viejo y su sangre ya no es tan ardiente, pasa muchos días con ella. Un tártaro comprende la diferencia de naturaleza que hay entre un hombre y una mujer.
—Está mal tener más de una esposa.
—¿Por qué?
—El hombre debe controlar sus bajos deseos. Son una afrenta a Dios.
—¿Es eso lo que a tu chamán le gustaría que creyeras?
—Es posible que no le tenga demasiado cariño, pero creo que comprende la mente de Dios mejor que yo.
—¿Cómo puede un hombre comprender la mente de los dioses? Las leyes se hacen para proteger el clan. El resto es incierto. Si realmente pudiéramos comprender lo que los dioses desean, ¿para qué nos harían falta los chamanes?
—No comprendo esta conversación sobre dioses y chamanes. Hay un solo Dios. Su ley es inmutable. Los hombres deben cumplirla.
—De niños nos enseñaron que no debemos obedecer ninguna ley aparte de la de Gengis, nuestro gran kan, porque eso es lo que hace fuerte nuestro imperio. Pero en cuanto a los dioses, escuchamos a los espíritus del Cielo Azul por intermedio de nuestros chamanes.
—¿Gengis os enseñó que estaba bien que un hombre tuviera tantas esposas como deseara?
—Una mujer no es sólo un lugar cálido para tus deseos, cristiano. También es una boca hambrienta y posee una matriz con la que da a luz niños. No es el apetito de un hombre lo que limita su deseo de tener mujeres, sino su fortuna. Las leyes que Gengis nos dio con respecto a hombres y mujeres nos enseñan que un hombre no debe tomar la mujer de otro hombre para su placer. Eso es sin duda un crimen. Pero lo es porque pone en peligro la paz del clan, no porque ofenda al Espíritu del Cielo Azul.
Josseran estaba sorprendido y avergonzado de estar conversando con tanta franqueza con una mujer acerca de tales asuntos. Sin embargo, allí fuera, bajo la fría bóveda de estrellas y en medio de la soledad del desierto, se sentía curiosamente liberado de las restricciones de su sociedad y de la tiranía de su Dios. Pero, sin duda, Dios era el Dios de todos los hombres y no sólo el Dios de los francos, ¿verdad? ¿No era una mera ilusión que un hombre pudiera viajar más allá de sus dominios?
En realidad, ¿alguna vez podría verse libre de las culpas y manchas que había en su alma?
La intimidad que compartía con aquella criatura exótica lo hizo desearla como jamás había deseado a ninguna mujer. Era extraño porque no sabía cómo era el aspecto de su cuerpo debajo de los largos abrigos y pantalones que usaba. ¡Ah! En sus noches febriles la había imaginado muchas veces, pero lo único que en realidad había alcanzado a ver de su cuerpo eran sus manos delgadas y su rostro bronceado parecido al de un halcón.
Y que Dios tuviera misericordia de su alma miserable por pensar así.
—Dime —le preguntó ella—, las confesiones, esas cosas que hacéis con vuestros chamanes. ¿Qué les decís?
—Les contamos nuestros pecados.
—Tus pecados.
—Pecados de la carne.
—Entonces ¿lo único que debéis decirles son las cosas que hacéis con mujeres?
—No sólo eso. Nuestras falsedades, nuestra violencia con otros. Y también nuestros pensamientos impuros.
—¿Vuestros pensamientos?
—Si somos envidiosos. Si somos demasiado orgullosos.
—Les hablas entonces de todas esas cosas que te convierten en un hombre y no en un dios. —Parecía intrigada—. ¿Y con eso logras no volver a pecar? ¿Te sientes mejor cuando te confiesas?
—Si quieres que te diga la verdad, vivo con miedo de ser condenado por toda la eternidad.
—Tienes un dios que te hace débil y que luego te castiga por tus debilidades. ¿No te parece extraño?
Josseran no supo cómo contestarle. Una vez más acababa de faltar a su fe. Ni siquiera sabía defender su religión discutiendo con una tártara. En cambio dijo:
—¿Dices que viste a un viejo cabalgando conmigo en las montañas?
El fuego se había apagado. Él ya no alcanzaba a verle la cara.
—Tú no crees en nuestra religión, así que ¿por qué me haces preguntas acerca de eso?
—Es verdad que no creo; sin embargo, siento curiosidad.
—Lo creas o no, él está allí. Sientas o no curiosidad, está allí.
—Creo que sé quién es ese jinete.
—Yo te digo lo que veo. No deseo que me lo expliques. No es necesario.
—Era mi padre.
—No me parece extraño, cristiano. Nuestros antepasados están siempre con nosotros. Debemos honrarlos para que no nos traigan mala suerte.
—¿Eso crees? ¿Crees que el fantasma de mi padre me seguiría hasta aquí para protegerme?
—Por supuesto. Si no fuera así, ¿por qué lo vi allí, cabalgando detrás de ti?
—Como mi maldición.
—Si te maldice, ¿por qué no te hizo caer al vacío cuando fuiste a salvar a tu chamán?
Josseran no le contestó, no sabía qué decir. Tuvo una necesidad repentina y desesperada de abrazarla. Sentía que su corazón le martilleaba las costillas y sentía un calor húmedo en su vientre y en su entrepierna.
—Nunca había conocido una mujer como tú —murmuró.
Ella se levantó, y por un instante de locura, se imaginó que la retendría y la besaría en los labios. Abrigó la esperanza de que ella tal vez no estuviera fuera de su alcance, de que quizá pudieran acostarse juntos bajo aquel gran manto de estrellas mientras sus compañeros dormían a escasa distancia. Pero lo único que Jutelún dijo fue:
—Estoy cansada. Me voy a dormir.
Después de que ella se deslizó hacia la oscuridad, él se acurrucó en el suelo, confuso, extenuado, sin poder descansar. Su mente y su corazón eran un torbellino, una alquimia desesperada de culpa y deseo mezclados con miedo.
Apoyó la cabeza en las manos.
—Perdóname —le susurró entre los dedos a su padre muerto hacía tanto tiempo.
La luna se levantó sobre el desierto, sola y lejana.