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Guillermo estaba de un humor terrible. La noticia de que el emperador quería que instruyera a su hija en la fe cristiana lo había tranquilizado durante algunas horas. Su complacencia sólo duró hasta que se enteró de que había artesanos cristianos en la ciudad, llevados hasta allí como prisioneros de Hungría y Georgia muchos años atrás, y que Mar Salah les había negado los sacramentos.
Por ellos mismos se enteró de que no se les dio la comunión hasta que consintieron ser rebautizados en la Iglesia nestoriana y repudiaron la autoridad de Roma. Y aun así, Mar Salah sólo llevaba a cabo la liturgia si le pagaban.
Volvió al palacio con su sorprendente noticia, fuera de sí de furia. En un primer momento esperó que su descubrimiento de una iglesia cristiana en Shang-tu le resultara de ayuda en su tarea de convertir a los tártaros. Pero nada de lo que había oído de los nestorianos allí, en Catay, sugería que pudieran ser más que otro obstáculo.
Por lo visto, Mar Salah se había atrevido a quebrar aún más la ley de Dios tomando tres esposas, a la manera tártara, y manchaba su alma consumiendo todas las noches grandes cantidades de kumis negro.
—¡Ese hombre es una mancha para la reputación de los clérigos de todas partes! —le gritó Guillermo a Josseran.
«Tal vez eso dependa de la cantidad de clérigos que conozcas», pensó Josseran sombríamente, pero no dijo nada.
—¡Ha traicionado su religión! ¡Ha traicionado a Dios! Y ahora habla en contra de mí. ¡El emisario del Papa!
—Sin duda te ve como una amenaza a su posición.
—Como sacerdote, pensar en uno mismo antes que en Dios, es inconcebible. Somos todos sirvientes de Cristo.
—Sin embargo, nos conviene ser políticos. Tengo la impresión de que este Mar Salah tiene cierta influencia en la corte. Si deseamos llegar a un tratado con los tártaros, tenemos que ser circunspectos.
—Estamos aquí para enseñarles el verdadero camino de la salvación, no para hacer tratados con ellos. Hablas de los tártaros como si fueran nuestros iguales, cuando son toscos, incultos, hablan a gritos y huelen mal.
—Han dicho lo mismo de ti —murmuró Josseran.
—No me importa la opinión que tengan sobre mí. Lo único que me importa es la verdad. Por eso quiero que me acompañes y que encaremos a Mar Salah y le recordemos sus deberes ante Dios.
Josseran le dirigió una mirada de enfado. No aceptaría órdenes de aquel sacerdote arrogante. Pero no podía negarle sus servicios como traductor.
—Como quieras —dijo por fin.