5

Josseran miró el lago y observó el color del agua, que iba del violeta al negro. En el extremo opuesto del valle, la oscura silueta de las montañas se recortaba sobre un cielo con reflejos dorados.

Se estremeció dentro de sus pieles. Desde que habían comenzado a ascender de las planicies de Samarkanda, había adquirido la costumbre de usar una prenda de piel y pantalones de fieltro metidos dentro de sus gruesas botas, al estilo de los tártaros. Sus compañeros de viaje estaban ensillando los caballos. Él abandonó la contemplación del lago y se reunió con ellos. Dio palmadas en el hocico de Kismet murmurando palabras de aliento. Ya era sólo la sombra de un caballo, en sus flancos se alcanzaba a ver el perfil de sus costillas.

Se volvió hacia Baitu.

—¿Tenemos que cruzar esas montañas? —preguntó.

—Tienes que cruzar muchas más montañas y muchos más desiertos antes de llegar al Centro del Mundo.

Baitu parecía obtener una perversa alegría al ver la inquietud de los embajadores. Él parecía inmune a todo sufrimiento. Josseran llegó a la conclusión de que sus nalgas debían de ser tan duras como el cuero curtido.

—Tu chamán —dijo Baitu, empleando la palabra tártara para denominar al hombre santo— no sobrevivirá al viaje.

Deus le volt —susurró Josseran en francés. «Dios lo quiere».

Baitu sonrió.

—Te gustaría ver correr su sangre.

—Es demasiado mezquino para sangrar.

Baitu miró por encima del hombro.

—Es hora de partir. ¿Dónde está?

—¿No está sobre su caballo?

Guillermo no estaba sobre el caballo ni dentro de la tienda. Registraron el campamento pero no encontraron ni rastro de él.

Josseran lo halló junto al río. Se había bajado la mitad superior del manto y en la mano tenía una rama que había arrancado de un álamo. Tenía la espalda blanca y cruzada por marcas rojas. Josseran lo observó desde la silla de Kismet mientras el fraile continuaba azotándose con la rama en el hombro, sin haber notado su presencia.

Su cuerpo estaba blanco como un cadáver y muy flaco. Casi no había carne en él, era como si se avergonzara de su propio cuerpo. Bajo los cardenales, Josseran alcanzó a distinguir viejas cicatrices, lo cual no le sorprendió porque había oído que los frailes dominicos tenían la inclinación de mortificar su propia carne. Mientras se flagelaba, cantaba al ritmo de los golpes, aunque Josseran no alcanzaba a distinguir las palabras.

—Creía que los rigores de nuestro viaje eran suficiente castigo, incluso para un hombre de Dios —dijo.

Guillermo se volvió, sobresaltado. Temblaba de frío y tenía las manos y los dedos casi azules. Parecía consternado por haber sido descubierto.

—Es la carne la que nos lleva a pecar. Es justo que la carne sufra por ello.

—¿Y qué pecados has cometido en el día de hoy? El sol acaba de salir.

Guillermo arrojó la rama y se cubrió con el manto. Se esforzaba por evitar que su mirada se cruzara con la de Josseran.

—El cuerpo es nuestro enemigo.

—¿Nuestro enemigo? Aunque así fuera, creo que nuestros cuerpos ya sufren bastante por el pequeño placer que reciben llevándonos de un lado a otro.

Guillermo terminó de vestirse. Hasta entonces había rechazado las botas de fieltro de los tártaros y sus pies calzados con sandalias estaban casi negros de frío.

«Pero él cree que no es bastante dolor», pensó Josseran.

—¿El camino que recorrerás hoy no te resulta tormento suficiente? —preguntó.

El fraile hizo un considerable esfuerzo para subir a la orilla. No le contestó directamente. En lugar de ello, preguntó:

—¿Dicen cuánto tiempo tardaremos en llegar?

—Creo que piensan hacernos atravesar la mitad del mundo para encontrarnos con su rey. Cuando volvamos a Tierra Santa nuestras barbas estarán grises y hasta los sarracenos serán demasiado viejos para montar sus caballos y perseguirnos.

El viento frío hacía tiritar a Guillermo y la sangre manchaba la parte trasera de su manto. Ante él, Josseran experimentó temor religioso y repulsión por partes iguales. El fraile ya había soportado mucho más de lo que se podía esperar en un sacerdote. Sin embargo, había algo casi carnal en su pasión por el dolor.

—¿No temes a lo que hay detrás de las montañas, templario? —decía Guillermo.

—Temo a Dios y temo su juicio. Aparte de eso no le temo a nada en esta tierra y no le temo a ningún hombre.

—No hablo de hombres. Algunos dicen que en la tierra de Catay hay criaturas con cabeza de perro que ladran y hablan al mismo tiempo. Otros afirman que hay hormigas del tamaño de una vaca. Se entierran en busca de oro y destrozan con sus pinzas a cualquiera que pase por encima de ellas.

—Si creyera esas historias no habría aceptado hacer este viaje. No he conocido a ningún hombre que haya estado en Catay y que haya visto cosas así con sus propios ojos.

—Pero ¿cómo podemos saber lo que nos espera más allá de esas montañas?

—¿Crees que no teníamos que haber venido?

—Fue el deseo de Dios.

Josseran se encogió de hombros y negó con la cabeza. No creía que fuese el deseo de Dios sino más bien el capricho de los reyes.

—En Samarkanda me dijiste que muy pronto nos mandarían a Acre. Tengo que confesar que últimamente creo que nunca volveremos.

—Entonces vuela directamente a los brazos del Señor —contestó Guillermo mientras comenzaba a caminar hacia el campamento.

—Bueno, espero que el Señor tenga una hoguera donde calentarme —murmuró Josseran—, porque nunca he tenido tanto frío en mi vida.

La ruta de la seda
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