16

El lago formaba una perfecta media luna entre las dunas, una superficie de agua plana y negra, encerrada por juncias y cañas. La luna en cuarto creciente se cernía sobre las ruinas de un templo que había en la orilla. El templo era atendido por devotos del caravasar y Josseran notó el leve brillo anaranjado de una lámpara de aceite, el olor a incienso que se quemaba en potes cerca del altar.

Jutelún estaba en el borde del lago, el viento hacía ondear el extremo de la bufanda de seda que le protegía la cara.

—¿Oyes eso? —le susurró a Josseran.

Él inclinó la cabeza para escuchar.

Por fin lo oyó, el ruido de jinetes distantes, los cascos de los caballos que golpeaban la arena. Una tropa se encaminaba hacia ellos. Instintivamente llevó la mano a la empuñadura de la espada.

—No te alarmes, cristiano. Es sólo la Arena que Canta.

Él frunció el entrecejo, sin comprender.

—¡Nos rodean por todos lados! —gritó.

—No hay nada allá fuera. Sólo fantasmas. Los espíritus del desierto.

Envainó la espada y volvió a escuchar. Jutelún tenía razón. El ruido había desaparecido.

—¿La Arena que Canta? —repitió.

—A menudo se la oye en el desierto. Algunos aseguran que es sólo el ruido del viento que sopla a través de la arena. Pero los uigures creen que allí fuera, en alguna parte, hay ciudades que fueron enterradas hace tiempo por el avance del desierto. Dicen que los ruidos que se oyen son los espíritus de los muertos que lloran debajo de las dunas.

Él se estremeció y tocó la cruz de madera que le colgaba del cuello. No era más que una superstición de los paganos. Y, sin embargo…

—Los espíritus se sienten solos —dijo Jutelún—, y buscan más espíritus que se unan a ellos.

—¿Que se unan a ellos?

—Viven a costa de las caravanas que atraviesan el desierto. Un viajero se queda rezagado, oye el ruido de los cascos y corre por las dunas en dirección a ellos para tratar de no perderse. Pero cuanto más se apresura, más lejos está el ruido que, con engaños, lo lleva a lo más profundo del desierto. Cuando el viajero comprende que el ruido no eran más que los espíritus de la arena, está completamente perdido y el desierto lo reclama.

El viento movió la superficie del agua, distorsionando el reflejo de las dunas y de la luna.

Josseran lo volvió a oír. Esta vez el ruido de los cascos estaba tan cerca que supuso que un ejército necesariamente debía aparecer en lo alto de la duna más cercana. Pero luego el ruido desapareció de súbito con el viento.

Josseran se santiguó.

—He visto y he oído tales cosas durante este viaje que, cuando vuelva, los míos no me creerán.

—Todavía te esperan muchas maravillas, cristiano.

—¿Todavía debemos viajar un trecho muy largo?

—Antes de que la luna esté llena, verás el rostro del kan de kanes.

—¿Sólo?

Cuando Jutelún contestó, había un tono de sorpresa en su voz.

—¿El viaje no te parece lo bastante largo? ¿Las montañas no fueron suficientemente altas ni el desierto suficientemente ancho?

Él no contestó.

—En Kumul cambiaremos los camellos por caballos y cabalgaremos hacia el norte, rumbo a Karakoram. Le rendiréis homenaje al gran kan y luego volveréis al oeste.

—No estoy aquí para rendir homenaje a tu kan.

Creyó verla sonreír, pero en la oscuridad no pudo estar seguro. Volvió la Arena que Canta con un sonido muy parecido al de voces agudas, como las del coro de una iglesia, como la llamada de la sirena para que se aventuraran a la oscuridad. Él comprendió que los hombres podían sentirse atraídos y seguir sus cantos.

—Entonces ¿no estás ansioso por volver con los tuyos? —preguntó ella.

—No sé lo que me espera cuando vuelva a Ultramar. Mi servicio a mi maestro ha llegado a su fin y ahora no sé si deseo volver al Languedoc. Es una decisión que no quiero tomar. Por eso no tengo ganas de que termine este viaje.

—Todos los viajes llegan a su fin. —Miró a través de la noche y del agua—. Sólo el viento y las aguas no cambian nunca. —Su voz tenía un tono soñador—. Dicen que el viento trae hacia aquí arena todos los días; sin embargo, el lago nunca se llena y nunca cambia de forma. Los uigures creen que el lago fue puesto aquí por los dioses para recordarles lo breve que es nuestro tiempo en este mundo, lo efímeros que somos sobre la tierra. Tú sueñas con vencer a los sarracenos, en Karakoram otros hombres sueñan con ser kan de kanes, pero los días siguen transcurriendo, el viento sopla, los hombres mueren, los imperios se desploman. Y el lago sigue aquí, como siempre ha estado, igual que el desierto, las estepas, las montañas. El viento sopla sobre la superficie y la arena se aleja susurrando. Y todos los hombres son olvidados.

—Entonces los tontos somos nosotros si no aprovechamos cada momento que se nos concede.

La observó junto al borde del lago, recortándose sobre la luna. «¿Cuántos años tienes? —se preguntó—. ¿Dieciocho, veinte? Tienes el descaro de una prostituta de Marsella, el desdén de una monja, la mente de un filósofo. Nunca he conocido una mujer como tú. Me gustaría domarte como si fueras uno de tus pequeños caballos tártaros. Eres igualmente dura y tienes un temperamento parecido. Y supongo que te haría igualmente feliz morder a tu jinete como llevarlo sobre tu lomo, igual que ellos. Me pregunto cómo será tu cuerpo, qué pasiones estarás reservando para tu marido. Me pregunto si podría perderme en ti, me pregunto si podrías convertirte para mí en todas las mujeres, el lugar donde mis propias pasiones pudieran encontrar su descanso».

—¿Por qué me miras fijamente? —preguntó ella de repente.

—Estaba pensando en lo hermosa que eres.

En realidad, no alcanzaba a verle el rostro en la oscuridad, pero había conservado su belleza en la mente, la cara ovalada con sus exóticos ojos almendrados, los mechones de pelo que el viento aflojaba, el rostro de una princesa real fundido en bronce por el artista. «Dios me verá arder en el infierno por amar a una pagana».

—Hermosa —repitió ella con tono de desprecio—. ¿Y eso de qué me sirve?

—¿Mi señora?

—¿Me estás cortejando?

—¡Ojalá pudiera!

Los ojos de Jutelún brillaron llenos de veneno.

—¿Dónde deja la belleza a una mujer? Ella abandona su libertad por la yurta y la crianza de los niños. Un semental sencillamente monta a su yegua y queda satisfecho. Todavía es libre. La yegua es la cautiva de sus potros. No comprendo por qué la belleza puede ser un don para mí.

—Si una mujer no va a ser madre, ¿por qué le dio Dios la leche?

Jutelún permaneció muy cerca de él. Por un instante de locura él creyó que aquella criatura exótica estaba a punto de besarlo.

—¡Si tuviera mi látigo! —susurró ella en cambio.

—¿Qué harías con él? ¿Azotarme? ¿O me pondrías a prueba como marido?

—Caerías a tierra después de tres golpes —contestó ella y giró sobre sus talones. Se alejó airada hacia el caravasar que en aquel momento estaba fuera de la vista, entre las dunas, y lo dejó con el canto de sirena de la arena.

La ruta de la seda
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