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Otoño del año de Nuestro Señor de 1260
El desierto ya había quedado atrás, la gran travesía había llegado a su fin. En Kashgar se detuvieron en el fuerte dirigido por soldados leales a Qubilay, y cambiaron los camellos por veloces caballos tártaros. Cabalgaron hacia los pasos del oeste, hasta los límites del territorio del emperador.
Por encima de ellos, las primeras nevadas blanqueaban las faldas del Techo del Mundo.
Siguieron por un valle profundo que se dirigía a las montañas, pasando junto a arroyos cuya agua corría con rapidez y a enormes rocas que las aguas del deshielo lavaban en primavera; y a través de grandes acantilados rojos que desaparecían entre las nubes. Emergieron del valle en una meseta y se detuvieron a descansar junto a un gran lago salado.
Josseran cambiaba de posición sobre la silla del semental tártaro. La verde pícea, los abetos y el azul acerado de las montañas estaban entre las sombras que proyectaban las grandes nubes blancas. La brisa le salpicaba la cara con gotas cristalinas y el arco iris se dibujaba sobre el valle. Ovejas de gruesas colas caminaban como gansos por los prados, gordas gracias a la abundancia del verano.
Se sintió humilde ante el panorama que se extendía ante él. «Es como estar en presencia de Dios —pensó—. Somos sólo una mota en este vasto paisaje, diminutos y, sin embargo, durante breves instantes podemos moldear el mundo a nuestro antojo. He subido al Techo del Mundo, he atravesado desiertos terribles, armado con muy poco más que mi voluntad de supervivencia. Y he sobrevivido.
»Aun cuando es más fácil rendirse, nuestro espíritu lucha por la vida, lucha con esta interminable ansia de amor y eternidad, por algún grial sin nombre en el que depositamos nuestras esperanzas. Y seguimos viviendo, contra todas las probabilidades.
»¿Y cuál es mi grial? En realidad, si Dios me diera una esperanza, sé que pediría a Jutelún».
La neblina de la lluvia atravesaba a toda velocidad el lago, perseguida por un rayo de sol. En pocos instantes había bañado el valle hasta dejarlo limpio bajo la amarilla luz del sol. De momento, el otoño había vuelto a los pasos altos, pero muy pronto el sol sería un desconocido.
Tendrían que apresurarse antes de que el hielo se cerrara en el Techo del Mundo y quedaran atrapados. Pero una vez que hubieran atravesado aquellas montañas, se encontrarían a pocos meses de cabalgada de Alepo y de una segura vuelta al hogar.
—Hogar —murmuró.
¿Qué le esperaba a su vuelta a Acre? Lo que comenzó como una misión secreta en busca de una tregua se convirtió en una odisea que desafiaba toda su filosofía. Tal vez fuese la cercanía del invierno en aquel lugar salvaje, pero de repente sintió que sus años se desvanecían. Tenía más de treinta años y ya le quedaba poco tiempo. Tal vez quince años si volvía a Provenza, menos si pensaba en permanecer en Ultramar con sus enfermedades, sus criminales y sus interminables escaramuzas y guerras.
El destino de un hombre era seguro, porque le debía una muerte a Dios, pero llegaba un momento en la vida en que tenía que elegir el significado de aquella vida. Josseran se preguntó si sería capaz de reconocer ese momento cuando llegara.