12
Su guardián era sólo un muchacho. Se sentó en la entrada de la yurta, sujetando la espada oxidada con ambas manos. Observó a Josseran con una mirada de torva malevolencia, tratando de parecer mayor, más valiente y belicoso de lo que realmente era. Josseran simuló dormir, mientas lo observaba con los ojos entreabiertos y esperaba su oportunidad. Como si eso fuera posible. Tenía un dolor terrible en los músculos del cuello, de los brazos y de los hombros causado por el peso del cepo que le impedía descansar.
En algún momento de aquella larga noche oyó la respiración profunda del muchacho y vio que tenía la cabeza caída sobre el pecho. Era su oportunidad.
Trató de levantarse hasta quedar agachado, pero el peso del cepo le había encalambrado los músculos de los muslos y tenía las piernas insensibles. La herida del hombro también se había endurecido y cuando trató de moverlo fue como si alguien le hubiera introducido un hierro al rojo vivo en la articulación. Transcurrieron largos minutos antes de que pudiera estirar las piernas y cuando éstas recuperaron la circulación tuvo la sensación de que se le clavaban agujas calientes en la carne. Lo soportó en silencio y por fin el dolor cesó. Flexionó los músculos de las piernas en la oscuridad, volviéndolas a poner a prueba. Una vez más, intentó levantarse pero perdió el equilibrio y cayó contra el marco de bambú de la yurta. Creyó que el ruido despertaría al centinela, pero el muchacho siguió durmiendo y ni siquiera se movió.
En el segundo intento, Josseran se puso en pie con dificultad.
Permaneció largo rato inmóvil hasta que la sangre dejó de palpitarle en los oídos y recuperó el equilibrio por completo. Entonces adelantó una pierna y comenzó el largo viaje a través de la yurta.
El muchacho se despertó en el último momento. Abrió los ojos, miró hacia arriba y vio a Josseran, con su joven rostro enmarcado por la luz de la luna y pálido de sorpresa. Al mismo tiempo Josseran se dejó caer de rodillas obligando al cepo a formar un arco para que el borde de la gran tabla de madera golpeara al muchacho en la sien. Se oyó un terrible crujido y el joven centinela cayó al suelo. Sus piernas se estremecieron varias veces y luego se quedó inmóvil.
A pesar de su desesperación, Josseran abrigó la esperanza de no haberlo matado.
Hizo una mueca ante otra oleada de dolor. El esfuerzo de mecer el cepo le había vuelto a causar un espasmo en los músculos del cuello. Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para volver a ponerse en pie. Empujó la cortina de fieltro de la yurta en la oscuridad. Hacía un frío terrible y el suelo estaba duro y cubierto de escarcha. Sólo se cubría con una túnica de seda y unos pantalones de fieltro, que no eran suficientes para mantenerlo vivo hasta la mañana en la estepa helada. Pero no había nada que pudiera hacer al respecto mientras tuviera el cepo sobre los hombros. Tenía que elegir entre morir congelado o morir de la forma que Qaidu había decretado para él. Ninguna de las dos perspectivas le resultaba demasiado atractiva. «Por lo menos —se dijo—, moriré a mi manera».
Corrió a ciegas en la noche, entre las yurtas silenciosas. A los pocos minutos el viento helado le había dejado insensibles los dedos y apenas podía respirar en aquel frío tan intenso. Pronto eran tan grandes sus temblores que tropezó y cayó, y el peso del collar de madera le hirió el cuello y la espalda al chocar contra el suelo. ¡Habría sido tan fácil rendirse, reunirse con la tierra helada y permitir que llegara la muerte! No supo lo que lo impulsó a levantarse de nuevo.
Mientras corría se preguntó qué instinto lo llevaba todavía a tener esperanzas de supervivencia. ¿Por qué aferrarse así a la vida? ¿Era una cuestión de valor o sólo de temor? En un tiempo los hombres lo habían llamado valiente, pero él pensaba que era temerario; con una espada en la mano tuvo la arrogancia de creer que nunca lo superarían. Era como un hombre perdido a punto de ahogarse en un mar enorme, pero todavía a la espera de encontrar algo que flotara, a pesar de saber que no tenía salvación posible.
Ya había dejado atrás el campamento. Le intrigó aquel único guardia que pusieron a la entrada de la yurta y en aquel momento comprendió el motivo. ¿Adónde huiría? Había cambiado la ejecución tártara por una lenta muerte por congelamiento allí, en aquella oscuridad. Con aquella sencilla túnica de seda no alcanzaría a vivir ni una hora. Ya sentía como un fuego en los pulmones a causa del viento gélido. Lo rodeaban la estepa negra, los kilómetros de desierto, las montañas amenazadoras. Tal vez los cascos de los caballos de Qaidu habrían sido un final más misericordioso.
Cayó de rodillas, temblando de frío; en el cuello y en los hombros sentía un dolor indecible. Oyó los caballos tártaros en la oscuridad que golpeaban el suelo con los cascos. Habían notado en el viento un olor desconocido. Eran una posibilidad de huida para él, pero no podía montarlos con aquel demoníaco artefacto en los hombros.
Qaidu lo tenía tan seguro como si se encontrara en un calabozo de Acre.
Se desplomó sobre el barro congelado, con demasiado frío y demasiado extenuado para continuar.
Sintió la vibración debajo de él, oyó el ruido de cascos de caballos en el suelo duro. De alguna manera logró volver a ponerse de rodillas y vio que una sombra se alzaba en la orilla del río. Una espada brilló a la luz de la luna, un casco en forma de cúpula se destacó en la oscuridad. Logró distinguir la figura de un jinete tártaro, el vapor de una respiración en el viento, el olor de un caballo.
El centinela cabalgó directamente hacia él, no se detuvo para dar la alarma. Sofrenó el caballo a su lado, alzó la espada por encima del hombro. Josseran esperó el golpe misericordioso que le rompería el cráneo y lo sumergiría en la oscuridad.