17

El verano volvió a Bujara, los almendros volvieron a florecer. Los ladrillos color miel del gran minarete de Kalyan se alzaban contra un cielo azul intenso. Bajo los toldos del bazar, las alfombras recién teñidas, secándose al sol, lanzaban llamaradas de carmesí, amarillo y azules reales. Uvas, higos y melocotones casi tiraban los puestos con su peso y había melones en abundancia. Por las cunetas corría el dulce zumo de los melones y los adoquines del bazar estaban cubiertos de pieles.

Pero en el palacio del kan Alghu habían crecido otras semillas que se tenían que cosechar, pero que fueron recibidas con menos placer que las de los huertos y los jardines del valle.

El polvo flotaba en los rayos del sol que entraban por la bóveda. En el gran salón reinaba el silencio, mil gargantas contenían el aliento aterrorizadas por la furia del kan. El prisionero, con las muñecas atadas a la espalda con tiras de cuero, fue arrojado de cara al suelo de losas; no había nadie entre aquella multitud que no hubiera preferido abrirse las venas con tal de no estar en el lugar de aquel despojo humano, desgraciado, azotado, y que se retorcía como un insecto nocturno a los pies del kan. Era evidente que no lo habían azotado durante horas, sino durante días. Le quedaban pocos dientes en la boca y tenía los ojos casi cerrados.

Guillermo sintió que se le revolvían las entrañas. Al principio no reconoció al prisionero pero con un lento y terrible horror comprendió que conocía a aquella criatura y sospechó que también sabía por qué lo habían dejado en aquel estado.

—¿Qué pasa? —le preguntó al hombre que estaba a su lado.

Su acompañante era un mahometano, un escriba persa que hablaba latín y también el idioma de los tártaros. Le había sido asignado por la corte de Alghu pocas semanas antes, a su llegada a Bujara.

—La princesa Miao-yen está embarazada —contestó el hombre—. Le han quitado la virginidad antes de llegar. Acusan a ese oficial.

Guillermo observaba presa de una terrible fascinación. Sartaq fue obligado por los guardias a ponerse en pie y se tambaleaba con la barba cubierta de sangre seca, la piel del color de la tiza. No lo demostraba, pero Guillermo imaginó que podía oler el miedo que sentía.

Alghu dijo algo en su idioma pagano y Sartaq le contestó con una voz que no era más que un graznido.

—Niega haber sido él —susurró el persa al oído de Guillermo—. De nada le servirá. Todo el mundo sabe que es culpable.

—¿Y qué le harán? —preguntó Guillermo, aunque parte de su ser no quería saberlo.

—Sea lo que sea, no será agradable —contestó el persa.

Alghu volvió a hablar y luego dio una orden a sus guardias. Guillermo los observó arrastrar a Sartaq fuera del salón. En aquel momento el tártaro gritaba, el valor le fallaba en vista de la muerte que Alghu acababa de decretarle.

—¿Qué le harán? —volvió a preguntar Guillermo.

—Será mejor que no lo sepas, bárbaro. Será mejor que no lo sepas.

«No —pensó Guillermo—. No, no puedo permitir que esto pase».

—Dile a Alghu que fui yo —dijo—. Él es inocente. Yo soy el culpable. Yo.

Pero sólo imaginó que pronunciaba esas palabras. Por fin quería confesar su culpa pero no podía hacerlo porque el terror lo paralizaba y no podía hablar, ni pensar. Ni siquiera podía rezar.

Soñó que caía. Debajo de él estaba la cúpula de la mezquita de Shah Zinda, las ardientes planicies de Kara Kum. Movía con frenesí los brazos y las piernas en el aire hacia el cielo azul que giraba. Entonces el polvo corrió a su encuentro y se oyó un ruido terrible, como el de un melón partido por una espada, y su cráneo se abrió como un huevo y se desparramó sobre el polvo.

Y después soñó que estaba en la plaza polvorienta, mirando fijamente el cadáver, pero no era su cuerpo el que estaba al pie de la Torre de la Muerte, era el cuerpo de Sartaq, y no era un sueño.

Sartaq ya era prácticamente un cadáver cuando lo arrojaron desde el minarete, porque antes lo habían desollado allí, en la Torre de la Muerte, arrancándole la piel a tiras con cuchillos afilados y luego separándola de la carne con pinzas. Sus gritos resonaron a través de toda la ciudad, como una llamada a la oración, una oración por los que estaban muriendo. Mahometanos e infieles juntos. Guillermo estaba junto a la carne torturada y destrozada, junto a los que habían presenciado la ejecución aquella tarde, y murmuraba una y otra vez: «El pecado fue mío».

Pero nadie lo comprendía. Guillermo supo que había escapado de su terrible castigo y que en aquel momento volvía a ser condenado por su silencio.

La ruta de la seda
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