11

Jutelún se quitó las botas y los pantalones de grueso fieltro. Se desabrochó el abrigo y permitió que cayera al suelo.

Él contuvo el aliento. De repente tenía la boca seca, tan reseca como cuando atravesaba el desierto. «Si ésta ha de ser mi última noche en la tierra —pensó—, es posible que arda por ella para siempre». El deseo era un dolor físico y profundo que hasta ahogaba los tormentos del cepo, el dolor terrible de su hombro y la triunfante carcajada del demonio.

La prenda de seda que Jutelún usaba debajo del del le llegaba hasta la cintura. Lo mismo que las mujeres uigures, no tenía vello en ninguna parte del cuerpo, ni siquiera en sus lugares más íntimos. Su piel parecía de bronce y tenía los músculos tensos como la cuerda de un arco, el resultado de una vida pasada sobre los estribos de un caballo. Tenía cicatrices blancas y frescas en la pierna derecha. Josseran recordó que había caído bajo la manada de lobos el día de la caza y pensó que aquello era el resultado de lo ocurrido.

Se arrodilló y se puso a horcajadas sobre las piernas de Josseran. Él lanzó un gemido de frustración. A causa del cepo no podía tocarla, ni siquiera podía besarla. Permaneció sentada así durante largo rato, las rodillas a cada lado de él, la mirada fija en la suya, como si estuviera pensando.

Levantó la túnica de seda de Josseran, desgarrada y llena de manchas de sangre. Él sintió que le acariciaba. Jutelún estaba concentrada, con el entrecejo fruncido como si quisiera grabar en su memoria hasta el más pequeño detalle de su cuerpo. Después inclinó la cabeza y le besó el pecho, pequeños besos suaves que continuaron y continuaron. Por fin lo miró, tenía la cara a escasos centímetros de la suya.

—¿Por esto arriesgaste tu vida? —preguntó.

—En este momento eres lo único que me importa.

—Te desilusionarás. Cuando haya terminado, te preguntarás por qué has arriesgado tanto. La unión de un semental y una yegua es tan común como el viento y la lluvia.

—Sabes que es más que eso.

Ella le bajó los pantalones de fieltro hasta la altura de las caderas sin tocarle. Pero él sentía que lo miraba y el poder de su mirada era más fuerte que el contacto corporal, y la caricia de sus ojos más deliciosa que mil huríes.

—Mi semental —murmuró.

Finalmente se mojó los dedos, con lentitud, uno por uno, y lo acarició con suavidad. Josseran jadeó.

—Me quedaría aquí —murmuró—, en estas estepas. Ya no tengo por qué volver.

—No puedes. Eres un extranjero y un bárbaro.

—Soy un hombre.

—Entre nosotros, los tártaros, no escasean los hombres.

Levantó con suavidad su túnica de seda y él sintió que el cuerpo de ella, cálido y suave, se apretaba contra el suyo. Jutelún tuvo que inclinar la cabeza a causa del cepo de madera y la puso sobre su pecho. Su pelo era como la seda.

Josseran creyó que se le romperían los hombros por el esfuerzo que hacía por levantar el cepo para ella. ¡Tanto dolor, un placer tan salvaje! El deseo de poseerla era más que una necesidad física, no sólo estaba hambriento por el consuelo de su cuerpo tibio, sino que anhelaba su espíritu salvaje, suspiraba por entrar en aquel mundo oscuro del que ella provenía. ¡Al diablo con la absolución del fraile! Nunca le había importado demasiado la penitencia que le había impuesto.

—¿Recuerdas las pinturas de las cuevas del desierto? —murmuró ella.

—Las recuerdo.

—Incluso si tuviéramos mil noches y ensayáramos las diferentes posturas, como Shiva y su esposa, finalmente te cansarías de mí y querrías volver a tu tierra.

—Te equivocas Jutelún. Cuando seas vieja y desdentada, todavía te recordaré como eres ahora.

—Son sólo palabras.

—Cuando dije que correría esa carrera para ganarte, no fueron sólo palabras. No traté de huir con el caballo que me disteis. Salté del acantilado al agua y no sabía si moriría o sobreviviría. Tenías mi palabra de que arriesgaría mi vida por ti y la mantuve.

Lo abrazó con las piernas: al sentir el vientre y la ingle apretados contra su cuerpo, Josseran gimió de placer y de frustración. Jutelún le besó el hombro y dejó en su piel la humedad de sus labios. Él no alcanzaba a verle la cara. Las circunstancias de aquel acto de amor estaban ocultas para él por el ruido de su suave respiración, los golpes del viento en el exterior de la yurta, las sombras que arrojaba el fuego y la corona de su cabellera.

Con los puños cerrados sobre el cepo, Josseran cerró los ojos contra las desesperadas alarmas y las distintas urgencias de su cuerpo. Tenía el cuello y los hombros deshechos de dolor, el cuerpo presa de un deseo irresistible. ¡Era tan desesperada la necesidad de abrazarla, de ser él quien la poseyera!

—¿Cómo es con las cristianas?

—Nunca ha sido así. Jamás.

—Si me lo dices, tengo que creerte. En cuanto a mí, yo nunca he hecho esto.

Se echó atrás, puso las manos en las alfombras alzando el cuerpo y arqueando el torso. Finalmente se dejó caer sobre él y Josseran sintió que su sedosa humedad lo acariciaba. Trató de unirse a ella, pero el peso del cepo se lo impedía.

—¿Fue por este momento conmigo por lo que arriesgaste tanto? —preguntó ella en susurros.

—No fue sólo por este momento. Quería pasar todos los momentos contigo hasta el fin de mi vida.

A Jutelún le temblaron los labios. Se acercó casi imperceptiblemente a él y lo envolvió en su calidez. Ella lanzó un grito de dolor.

—¡Dios y todos los santos…! —susurró él.

Cuando permitió que la penetrara por completo, lo envolvió con sus brazos. Él podía sentir su aliento en el cuello, la indescriptible suavidad de sus pechos contra el suyo. Jutelún permaneció así, casi sin moverse, durante lo que pareció una eternidad.

—¡Por favor! —susurró él.

Con mucha suavidad, muy lentamente, ella comenzó a ponerse de rodillas y él esperó que volviera a dejarse caer sobre él. Arqueó el cuerpo, incendiado por una urgencia terrible. Pero ella se alejó sin advertencia previa y la unión de ambos terminó antes de haber comenzado.

—¿Qué haces? —jadeó.

Era como si alguien le hubiera arrancado las entrañas dejándolo frío y vacío.

Le vio el rostro a la luz del fuego, los labios entreabiertos, la mirada perdida en unos ojos llenos de locura, de dolor, de deseo. Ella negó con la cabeza.

—¡Jutelún!

Respiraba con rapidez. Levantó una mano y se apartó el pelo de la cara. Negó con la cabeza.

—No.

—¡Por favor!

—No puedo recibir tu semilla. ¿Deseas que lleve en mi interior a tu hijo cuando hayas muerto?

—¡Ahora no puedes pararte!

—Debo hacerlo.

Josseran notó que se volvía a vestir. Tuvo ganas de sollozar de frustración. Ella se puso en pie con lentitud. Por sus muslos corría sangre.

—Como verás, puedo sangrar un poco por ti, como tú sangraste por mí.

No pudo contestar. Lo único que quería era morir, tal y como Qaidu le había prometido. El cepo o la mujer. ¿Cuál de ellos era el más exquisito tormento?

—Si yo no puedo tenerte —susurró ella—, tampoco tú puedes tenerme a mí. —Se inclinó sobre él y lo besó con suavidad en los labios—. Quiero que ardas por mí para siempre.

Se vistió con rapidez y se marchó. En su lugar quedó la oscuridad, la desesperación de la última noche de Josseran en la tierra, la dolorosa desesperanza de una vida sin un final, una mano vacía que se extendía hacia el cielo.

La ruta de la seda
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