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El pabellón había sido edificado sobre un lago artificial. Se lo conocía como el Palacio de la Luna Reflejada y estaba construido de tal manera que la vista del amanecer sobre la montaña se pudiera disfrutar en su totalidad. Aquella noche, una luna creciente lanzaba un reflejo trémulo sobre las colinas, creando escaleras de plata que atravesaban los lagos y los estanques, destacando las siluetas de puestos de bambú y de pagodas en relieve sobre el cielo de la noche.
Sin embargo, nada de eso le gustaba.
Miao-yen estaba sentada ante la ventana y tenía sus cosméticos y joyas delante de ella en una caja de madera lacada en rojo. Sobre su cómoda había un espejo de bronce pulido. Lo cogió y observó el reflejo de su rostro bajo el brillo de las lámparas que ardían en las linternas de seda pintada que colgaban del techo.
El rostro que le devolvió la mirada era el de una princesa china, peinada como una china, con el rostro empolvado y pintado como el de las chinas, viviendo en obediencia a la raza sometida por su padre.
Pero en su corazón era tártara, una de las mongolas azules de Gengis Kan, y suspiraba por cabalgar. Miró fijamente el lago, el reflejo de la luna en el agua. Sintió un estremecimiento en la columna vertebral, la clarividencia indefinible de un futuro más oscuro. Con repentino enfado, llevó el brazo hacia atrás y arrojó el espejo lejos de sí. Instantes después, lo oyó caer en el lago.
Y la noche quedó de nuevo en silencio, con excepción del canto de los grillos.