2

Atravesaron el desierto del Gobi al galope, cabalgando a una peligrosa velocidad sobre barrancos secos. Igual que todos los tártaros, parecía que no conocieran otra manera de cabalgar. Josseran se resignó a la velocidad y al sufrimiento que la acompañaba. Extenuado por meses de viaje y herido en la cabeza, esta vez ni siquiera intentó erguirse sobre los estribos como hacían ellos, sino que aceptó los golpes y los saltos y permaneció hundido en la silla, legua tras legua.

Se enteró de que sus acompañantes pertenecían a la caballería de la guardia imperial del propio Qubilay. Sartaq era el único nombre que conocía, a otros dos que parecían ser sus lugartenientes los bautizó como Hombre Furioso y Hombre Borracho. Hombre Furioso siempre había tenido el entrecejo fruncido y escupía en el suelo cada vez que Josseran se le acercaba; Hombre Borracho era demasiado afecto al kumis negro y se pasaba las noches dando tumbos alrededor de la hoguera del campamento o del patio de algún caravasar, cantando y bebiendo. Ninguno de los otros tártaros parecía ofendido o molesto por su comportamiento.

Josseran notó que, como soldados, estaban mejor equipados que los de Qaidu. Además del arco y tres aljabas de madera llenas de flechas, cada hombre llevaba una maza de hierro o un hacha de batalla en la cintura y tenía una daga atada al brazo izquierdo. Sus armaduras de hierro estaban sujetas con hilos de seda.

Debajo de la armadura también usaban una prenda de seda como protección adicional. Sartaq explicó que ante el impacto de una flecha, la seda no se rasgaba y en cambio se liaba a la punta de la flecha y penetraba dentro de la herida rodeándola con fuerza. Entonces era más sencillo sacar la flecha sin dañar demasiado la carne del herido.

Igual que las tropas de Qaidu, aquellos hombres eran arrogantes con sus conquistas y sus habilidades. Hablaban con desprecio de Ariq Böke y de quienes lo apoyaban y predecían con confianza la muerte de todos ellos. Josseran se dio cuenta de que el mensajero que llegó aquella noche a Kashgar, debía de ser un enviado de Qaidu para advertir a Jutelún de la existencia de aquel conflicto. No eran bandidos los que la habían llevado a ella y a sus hombres a usar sus armaduras durante el último tramo del viaje, era Qubilay.

En tal caso, los temores de Qaidu estaban bien fundados. Aquella división de los tártaros también planteaba un dilema para él y para Guillermo; si llegaban a un acuerdo con uno de los grandes kanes, ¿de qué les serviría sin la conformidad del otro? Y si ganaban el favor de aquel Qubilay, ¿cómo volverían a Acre, con Qaidu y sus seguidores situados en la ruta de la seda y obstruyéndoles el camino?

Un fuerte se alzaba en la planicie gris, los gabletes de jade verde de las torres de la pagoda brillaban sobre los picos nevados de las montañas Qilian.

—La Puerta de Jade —anunció Sartaq. Banderas triangulares verdes y blancas ondeaban en las paredes. Hacia el norte se alzaba una serie de sierras negras que los tártaros llamaban la Crin del Caballo.

Cerca de allí divisaron las ruinas de un muro que Hombre Borracho les explicó que los chinos habían construido entre la tierra de ellos y la gran superficie de las estepas, como una protección contra los antepasados de Gengis Kan.

—Podéis juzgar por vosotros mismos para lo que les sirvió —añadió, riendo.

A lo lejos vieron parches de campos verdes y bosques de álamos. Sartaq les informó de que a partir de allí la planicie se convertía en un corredor que pasaba entre la cadena de montañas de Qilian Shan y las negras sierras de la Crin del Caballo. Era el lugar donde convergían los caminos de la ruta de la seda, la arteria que conducía al corazón de Catay.

—¡Bienvenidos al Imperio del Centro! —dijo Sartaq sentado muy erguido en la silla—. Hemos dejado atrás el desierto. Despedíos del Takla Makan. —Y escupió en la arena.

Josseran le tradujo a Guillermo lo que acababa de oír.

—Entonces, por la gracia de Dios, hemos sobrevivido —dijo el fraile. Josseran asintió con la cabeza—. ¿Por qué tan sombrío, templario? ¿Sigues pensando en la bruja?

«¿Pensando? —se dijo Josseran—. Pienso constantemente en ella. No podré descansar hasta que sepa que está viva. Sin embargo, ¿cómo conseguiré averiguar cuál ha sido su destino? Todas las noches lucho contra el impulso de deslizarme por el campamento en la oscuridad y clavar mi daga en las entrañas de ese Sartaq».

—Ella no nos hizo ningún daño —contestó Josseran, haciendo esfuerzos para que su voz no delatara la furia que sentía.

—Sólo deseabas acostarte con ella. No ha sido la intención de estos bárbaros, pero han salvado tu alma de más pecados.

—Tú le concedes mucha importancia a estas necesidades carnales, a nuestra urgencia de unir nuestro cuerpo con otro, ¿no es así, sacerdote? —replicó el templario. Las delgadas paredes que contenían su furia habían caído ante la alegría del fraile.

—Copular es pecaminoso a menos que haya sido bendecido por el sacramento del matrimonio y se haga para procrear. Yo conozco tu corazón, templario, y apesta como un prostíbulo.

—¿No es mejor derramar nuestra semilla que derramar sangre?

—La Biblia no aprueba ninguna de las dos cosas.

—¿No? Yo he matado sarracenos a lo largo de todo Ultramar y, sin embargo, tus clérigos me dicen que soy santo en la medida en que refrene mi ternura y no haga lo que mi cuerpo me exige. ¿Es tan pecaminoso acostarse con una mujer que lo consiente? ¿Y es tan sagrado hundir mi espada en el cuerpo de otro hombre?

—¿Es necesario que continuamente discutas tu comportamiento pecaminoso? Te he oído pronunciar esas palabras muchas veces. ¿Añadirás el pecado del orgullo al pecado de la fornicación?

«Date por vencido», pensó Josseran. El fraile, igual que todos los clérigos, decía que el amor de la mujer era un pecado. Sin embargo, muchas veces en la vida había visto que la lujuria conducía a los hombres a incontables desastres, como el suyo propio. Tal vez, después de todo, los sacerdotes tuvieran razón.

Sin embargo, persistía una voz en su interior, el amor de la mujer es algo dulce que suaviza a los hombres. Cuando ha terminado, cuando ha amainado la tormenta y hemos derramado nuestra semilla, no hay cuerpos que quemar, sólo el olor a sudor y no el hedor de la sangre. ¿Cómo va a ser malo el amor si consigue que el hombre deje de matar por un tiempo?

—Debes pedirle a Dios que te perdone —dijo Guillermo.

—A los que no perdono es a los sacerdotes. Os odio a todos. Porque sois vosotros los que me lleváis a odiarme.

Cuando por fin Guillermo volvió a hablar, su voz era gélida.

—Cuando volvamos a Ultramar, te haré comparecer ante la Inquisición.

—Haz lo que debas hacer.

Los tártaros los miraban discutir sin comprender lo que decían y con expresiones que iban de la curiosidad a la sorpresa. Josseran abandonó la discusión y Guillermo fijó su atención en la ciudad que se alzaba bajo el fuerte. Los templos de color de duna y las torres de los idólatras se alzaban sobre la pequeña ciudad plana y monótona.

—Tenemos mucho trabajo por delante —dijo Guillermo—. Con tu ayuda, le llevaré a esa gente la palabra de Dios. Te prevengo que debes ayudarme a hacerlo. Tal vez entonces te irá mejor cuando volvamos a Acre.

—¡Ojalá hubiera muerto con ella!

—¿En pecado, como lo estás ahora?

—¡El único motivo por el que no deseo ir al infierno es porque en el fondo de mi corazón sé que estará lleno de sacerdotes! —gritó Josseran, y espoleó su caballo tras Sartaq y sus captores tártaros.

La ruta de la seda
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