13
Todavía estaba oscuro cuando el mingan, un regimiento tártaro de mil hombres, salió del campamento. Josseran despertó durante la noche y oyó el repiqueteo de centenares de cascos cuando la tropa se fue cabalgando por la estepa.
A primera hora de la mañana siguiente, Tekuday fue en su busca.
—Tenéis que acompañarme —dijo—. La caza ha comenzado.
De nuevo hacía un frío terrible. Josseran se puso el del y las botas. Guillermo salió de la yurta tras él. Hacía tiempo que había sucumbido a las costumbres tártaras y había dejado sus sandalias para usar botas y un grueso abrigo de fieltro sobre sus negras vestiduras monacales.
Ensillaron los caballos y siguieron a Tekuday hasta la colina que se encontraba cerca del campamento. Qaidu los esperaba, rodeado de sus guardias personales. Se cubría con una gran pelliza de armiño que usaba sobre una coraza de cuero salpicada de plata. Su caballo lucía arreos de color carmín e incrustaciones de jade en la silla de madera.
—Os honramos —le dijo Qaidu a Josseran al verlo acercarse—. Ningún bárbaro ha visto esto jamás.
Josseran no sabía si la gran partida de caza que presenciaría aquel día sería parte de los rituales del invierno o si había sido organizada exclusivamente para que él la viera.
Imaginó que aquella tarde volverían con algunos jabalíes, tal vez antílopes. No tenía la menor idea de la carnicería que iba a presenciar.
Cabalgaron con rapidez durante varias horas, al estilo tártaro, sin descansar. Kismet, en mejores condiciones después de haber descansado en el campamento de Qaidu y más gorda por la comida que encontraba en la llanura, se mantenía a la par de los demás. Josseran se sintió aliviado al volver a verla en tan buenas condiciones, porque había temido perderla.
Llegaron a la cima de una sierra baja y esperaron. Les rodeaban los picos blancos azulados de las montañas, como si fueran el borde de un gigantesco cuenco.
A lo lejos, Josseran alcanzaba a distinguir una línea oscura de jinetes tártaros que atravesaba el valle. Recordó el ruido de cascos que había oído por la noche y pensó que aquéllos debían de ser los jinetes que habían abandonado el campamento a aquella hora. La línea se rompió y ambos flancos galoparon hacia delante por la estepa en dos arcos separados.
Una columna de nieve en polvo se levantó de la llanura y entre los extremos de la tropa, que se acercaba formando una especie de media luna, corría una manada de antílopes, más de un centenar de ellos. Josseran alcanzaba a oír sus extraños balidos a través de la planicie helada. Iban en desbandada; algunos de ellos saltaban por encima de los demás, como peces en un mar picado. Guillermo jadeó y señaló hacia la derecha, y Josseran vio una jauría de lobos que aullaban mientras corrían. Dos onzas, aullando presas del pánico, extenuadas por la caza, caminaban por el hielo a un lado de los antílopes que huían. Una manada de cabras se precipitaba por la planicie, acorraladas por los jinetes y sin posibilidad de escapar.
—¡En nombre de Dios! —exclamó Josseran.
Él cazaba venados y jabalíes en los bosques del Languedoc, pero nunca había presenciado una caza a tan gran escala como aquélla, y que se desarrollara con tanta organización y precisión. En Francia se usaban ojeadores y perros de caza para perseguir a la presa. Cuando estaba a la vista, era el caballero o el señor quien debía cazarla y darle muerte. Pero comparado con lo que en aquel momento veían, aquel deporte era un juego de niños.
Por lo visto, para sus expediciones de caza, los tártaros empleaban su ejército íntegro, que entraba en acción al mismo tiempo.
Los extremos de la fila de tártaros ya casi se habían cerrado, rodeando a los animales que en aquel momento se amontonaban en la pradera.
—Así es como entrenamos a nuestros soldados —explicó Tekuday.
Tenía que gritar para hacerse oír por encima del ruido que provenía de los cascos en el suelo helado. Los jinetes no hacían ningún ruido, giraban en un silencio total y coordinaban sus movimientos mediante los mensajeros que se acercaban a caballo a los jefes, los estandartes que ondeaban y a veces empleando las flechas que pasaban silbando.
—¿Veis? Mi padre decidió cuál sería el campo de caza antes de que salieran los cazadores y ahora están todos reunidos allí. Nada se matará hasta que el kan dé la señal. Si una simple liebre se pierde por falta de atención, ese hombre será puesto en el cepo y se le darán cien golpes con una caña.
De niño le habían enseñado a Josseran que una batalla consistía en una serie de combates individuales. Cuando se sumó a las filas de los templarios le enseñaron a cargar y a girar al unísono con el resto de la caballería, obedeciendo una orden. Esa disciplina de hierro era lo que distinguía a los templarios y a los hospitalarios de todos los demás en cuanto a fuerza de combate en Tierra Santa. Pero eso no era nada comparado con lo que veía en aquel momento. Quedó asombrado ante la revolución que tenía lugar ante él. Comprendió que con aquellas partidas de caza, los tártaros aprendían a explorar, a ocultarse, a comunicarse y a tener coordinación. Cuando se luchaba contra aquella gente, no sólo se luchaba contra un tártaro, sino que se luchaba al mismo tiempo contra toda la horda.
Sus armas y armaduras ligeras contrastaban con las que él usaba en la batalla, con la pesada cota de malla, la ancha espada y la maza. Individualmente, aquellos jinetes salvajes no serían enemigos dignos de un caballero franco, pero luchando y moviéndose como una unidad, como hacían en aquel momento, arrasarían con todo lo que tuvieran por delante.
Si él no volvía a Ultramar con una tregua, alcanzaba a imaginar que toda Tierra Santa sería devorada por la furia de aquellos demonios.
Qaidu asintió con la cabeza, mirando al guerrero que lo atendía. El hombre sacó una flecha de su aljaba. La flecha no terminaba en punta sino en una bola redonda de hierro, llena de pequeños agujeros. El hombre disparó la flecha al aire y ésta silbó y cantó en su caída hacia los guerreros de la planicie.
Era la señal para que comenzara la matanza.
Una de las figuras de aquel enorme círculo de jinetes saltó de la silla. A pesar de que Josseran no le alcanzaba a ver el rostro desde aquel lugar de la sierra, sabía que se trataba de Jutelún, porque reconocía su bufanda morada. Miró a su alrededor. Qaidu le dirigió una sonrisa socarrona y él supo que su idea era acertada.
—Mi hija —dijo Qaidu—. He dado órdenes. Nadie debe matar hasta que ella haya disparado la primera flecha.
Jutelún había dejado las armas en su caballo, hasta las aljabas. Atravesó la planicie armada sólo con el arco.
—Se le permite una flecha —explicó Tekuday—. Debe matar de un solo disparo.
Josseran jadeó. Había millares de animales en la planicie, con los ojos muy abiertos por el pánico. Jutelún se movía entre ellos, al parecer sin miedo, mientras apretaba su arco ligero.
Una jauría de lobos se había separado del resto de los animales y en aquel momento giraba hacia ella, ladrando y aullando. Ella sujetó el arco en la mano derecha y esperó.
—¡La matarán! —murmuró Josseran.
Miró a su alrededor. A sus espaldas el padre de Jutelún y su hermano observaban, impávidos. Josseran volvió su atención al drama que tenía lugar en la planicie. Los lobos comenzaban a encerrarla. Josseran sintió una inesperada oleada de miedo. «¿Por qué me va a importar lo que le pase a una salvaje tártara? —se preguntó—. ¿A mí en qué me afecta?».
Pero dentro de su cabeza resonaba una especie de trueno.
Ella siguió esperando y permitió que los lobos se le acercaran más, sin dejar de sujetar el arco a su lado.
Aquella mujer no tenía nervios…
Por fin, con un movimiento ágil, alzó el arco hasta el hombro y apuntó. «Ya es demasiado tarde —pensó Josseran—. La jauría la atacará antes de que tenga tiempo de disparar la flecha». De alguna manera Kismet notó su ansiedad y tiró de las riendas.
No la vio disparar la flecha, pero de repente un lobo cayó y rodó por el suelo duro y helado, con la flecha clavada en el cuello. Al momento se oyó un canto de flechas disparadas por los jinetes que rodeaban a Jutelún y una docena de lobos más cayó en un enredo de patas y pieles ensangrentadas. Pero no bastó para salvarla. Jutelún cayó ante el ataque de las demás bestias. Entonces los tártaros cargaron, alejando a los lobos de su compañera y disparando una flecha tras otra contra la jauría.
Josseran miró a Qaidu.
Nada. Ninguna expresión.
Contuvo el aliento y esperó. Jutelún estaba boca abajo sobre el hielo.
Por fin hubo un movimiento y se levantó lentamente. Un tártaro sujetaba las riendas de su caballo y ella fue cojeando hasta donde estaba. Era imposible saber si estaba malherida.
Qaidu sonrió.
—¡Ah, qué varón habría sido! ¡Pero será una espléndida madre de kanes!
La matanza continuó durante otra hora. Por fin dispararon hacia el cielo otra flecha sin punta, la señal del kan de que la caza debía terminar. El anillo de hierro de la caballería se rompió y permitieron que los restantes animales escaparan hacia el norte.
Los soldados comenzaron a reunir el botín.
—Bueno —murmuró Guillermo junto a su hombro—. Al menos esta noche no comeremos oveja.
—¿Alguna vez has visto algo parecido?
—Salvajes cazando.
Josseran negó con la cabeza. El fraile no había captado el significado de lo que acababan de ver. A fin de cuentas no era un militar.
Vio que Jutelún subía la sierra para saludar a su padre. Había sangre en la manga de su abrigo y en sus pantalones, pero nada en su manera de comportarse y montar indicaba que estuviera herida. A medida que se acercaba, Josseran sintió que lo observaba con aquellos ojos negros situados en un rostro tostado por el sol.
Era extraño que ella le afectara tanto. Nunca creyó que llegaría el día en que encontraría hermosa a una tártara. Ella le sonrió al pasar, tal vez adivinaba sus pensamientos. Josseran sufría por ella, se preguntaba qué daño le habrían hecho los lobos, dos heridas ocultas por el grueso fieltro de su ropa.
—¡Padre! —le gritó a Qaidu.
—¿Cómo están tus heridas, hija?
—Son sólo rasguños. —Se balanceó un poco sobre la silla, pero se recobró.
—Una caza satisfactoria.
—Gracias, padre.
—Felicita a tu mingan. Diles que me gustó.
Jutelún volvió a sonreír y enseguida se alejó para reunirse con los soldados en el lugar de la matanza.
Josseran se volvió hacia Tekuday. No pudo leer la expresión de su rostro.
—¿Estará bien? —preguntó.
—Es tártara —gruño él, como si eso fuera explicación suficiente, y no volvió a hablar durante el largo trayecto hacia el campamento.
Pero después Josseran vio otro aspecto de aquellos temidos tártaros.
La tormenta se había acercado por el norte, oscuras nubes como yunques se cernían sobre el valle y tapaban las montañas. Los truenos resonaban a lo largo de los altos pasos de las montañas, los rayos ocupaban la estepa y la luz verdosa de la tormenta de repente se convirtió en un espectáculo iluminado de caballos de ojos desorbitados y camellos corriendo en desbandada.
Antes de la tormenta, a Guillermo y a Josseran los habían invitado a la yurta de Tekuday a beber kumis y celebrar la caza. El primer trueno detuvo sus corazones y estremeció la tierra. Gerel corrió hacia un rincón, enterrándose bajo un montón de pieles, mientras las mujeres y los hijos de Tekuday gritaban y se refugiaban en un rincón, los menores amparándose bajo las faldas de sus madres.
Tekuday se levantó de un salto, con los ojos tan desorbitados como los de un caballo que huye de un incendio. Un chorro de saliva colgaba de su barbilla. Cogió a Guillermo por los hombros y lo arrojó al otro lado de la yurta, luego lo echó a puntapiés de su vivienda.
Se volvió hacia Josseran.
—¡Fuera! ¡Fuera!
Josseran lo miró, perplejo.
—¡Habéis hecho caer la furia de los dioses sobre todos nosotros! —le gritó Tekuday.
—No es más que una tormenta —gritó Josseran por encima del fragor de la lluvia—. Pasará.
Pero Tekuday se negaba a escuchar.
—¡Fuera!
Josseran no se resistió cuando Tekuday lo arrastró hacia la entrada de la yurta y lo empujó hacia el barro azotado por la lluvia.
Guillermo estaba allí con el pelo empapado, observando las nubes negras con una expresión de terror iluminada por la tormenta.
—¿Qué les pasa?
Josseran negó con la cabeza. Cogió a Guillermo del brazo y lo arrastró para que se alejara de allí. Volvieron a su yurta bajando la cabeza para defenderse del viento.
Más tarde se acurrucaron junto al pequeño fuego, todavía empapados y con el vapor alzándose de sus ropas. La tormenta se fue alejando hacia el sur. «¿Cómo se explica la falta de sensatez de esta gente?», se preguntó Josseran. Azote de medio mundo, conquistadores de Bagdad, Moscú, Kiev y Bujara, y allí estaban, ocultándose bajo el fieltro, asustados de la tormenta, como niños.
Eran gente extraña, no cabía duda.