8

Fuera los recibieron los mugidos del ganado, la inquietud de los caballos y los gritos de la tribu. La abertura de la yurta enmarcaba los colores de la puesta de sol sobre un cielo desvaído. En las sombras, figuras cubiertas de pieles llevaban ovejas hervidas o carne de caballo a sus yurtas para la cena.

Josseran miró el fuego. Ardía débilmente y la llama chamuscaba por encima la carne, sin cocer el interior. Se llevaron a la boca la carne de oveja cruda y sanguinolenta.

—Mira el fuego —dijo Guillermo—. Apenas arde. Una marca del demonio.

Josseran escupió un trozo de cartílago a las brasas.

—Si hay algo que el demonio es capaz de hacer bien, es lograr que arda un fuego.

—Entonces, ¿cómo explicas esta magia?

—Baitu dice que se debe a la altura. Le quita fuerza a las llamas.

Guillermo soltó un gruñido de incredulidad.

Los habían acogido en la yurta de Tekuday, el hijo mayor de Qaidu. Las yurtas no se parecían a ninguna otra morada que él hubiera visto. Eran tiendas circulares, en forma de cúpula, con una armazón desmontable en forma de reja, de bambú o de madera de sauce. La armazón estaba cubierta con capas de fieltro pesado y toda la estructura estaba sujeta a la tierra con cuerdas hechas de crin de caballo. Eran perfectas para una vida nómada, porque se podían desarmar con facilidad en muy poco tiempo para transportarlas sobre el lomo de dos o tres camellos cuando los tártaros se mudaban de los prados que habitaban en verano a las tierras bajas del invierno. Las yurtas mayores, como las del kan y sus familiares, se podían llevar enteras en un carro.

En todas las yurtas, el interior se estructuraba de la misma forma: en el centro había una parte hundida para el fuego, por lo general cubierta de cacerolas ennegrecidas por el humo, y en el centro de la cúpula había un agujero para permitir que escapara el humo del fuego y que entrara un poco de aire fresco. La parte trasera de cada yurta se reservaba para dormitorios. Arcones de alegres colores para guardar ropa y alfombras enrolladas que hacía la función de camas se amontonaban alrededor de las paredes, junto con monturas, arneses y grandes vasijas de barro donde conservaban el agua. La tierra del suelo por lo general estaba cubierta de alfombras. Baitu le dijo a Josseran que las arañas y los escorpiones jamás ponían sus patas en una alfombra de fieltro, de manera que éstas cumplían un doble propósito: mantener cálida y seca la yurta y evitar que se introdujeran insectos. La entrada, que siempre daba al sur, tenía una cortina de fieltro pesado, por lo general pintada de alegres colores con cuadros de pájaros o animales.

A cada lado de la entrada colgaban dos figuras de fieltro, una con las ubres de una vaca y la otra con las tetas de una yegua. La vaca estaba colgada a la izquierda, hacia el este, porque ése era el lado de las mujeres en la yurta. La yegua estaba colgada en el lado de los hombres, al oeste, porque no se permitía que las mujeres ordeñaran a las yeguas; ése era trabajo de hombres. Era de la leche de yegua de donde obtenían el tan apreciado kumis, el elemento básico de la dieta tártara. A Josseran le sorprendía la cantidad de leche de yegua que aquellos tártaros eran capaces de beber de una sola sentada. A veces tenía la sensación de que sobrevivían gracias a eso. Destilado, lo llamaban kumis negro, el licor con que obligaron al buen fraile a quebrantar su sobriedad, posiblemente por primera vez en su vida.

Tekuday, como dueño del ordu, se sentaba en una especie de sofá junto al fuego. Sobre su cabeza colgaba un ídolo hecho de fieltro que los tártaros llamaban «el Hermano del Maestro». Los tártaros denominaban ongot a esos ídolos de fieltro y Josseran notó que había varios en cada yurta. El más importante de éstos era Natigay, la diosa de la tierra, cuya imagen se encontraba en todas las yurtas y recibía oraciones diarias pidiendo buen tiempo y animales gordos.

Sólo a Qaidu, como kan, le estaba permitido tener la sagrada imagen de Gengis Kan.

Josseran observó comer a los tártaros. Todos cogían una parte de la grasa de la carne para frotarla contra la boca de la pequeña imagen de Natigay que tenían en su santuario. Luego arrancaban grandes trozos de la carne de cordero hervido y los sostenían cerca de la cara con una mano, mientras cortaban bocados de carne con un cuchillo que sostenían en la otra. Lo hacían con habilidad y las hojas de los cuchillos resplandecían a la luz de las llamas. Josseran trató de imitarlos, mientras Guillermo miraba con desprecio.

—Míralos —murmuró Guillermo—. Tal vez sea cierto lo que se dice de estas criaturas. No son hombres. El Hades se abrió y estos engendros surgieron del mismo infierno.

—Son hombres, igual que nosotros.

—Son salvajes. Mira su manera de comer. Hasta la mujer. Es un demonio, una bruja.

Josseran no contestó. Se había enterado de que se llamaba Jutelún y de que era hija de Qaidu, el kan de la tribu. Varias veces trató de encontrar su mirada, pero hasta aquel momento ella lo había tratado con desdén.

—Si, como dices, el gran kan de esta gente ha muerto —continuó diciendo Guillermo—, el nuevo rey tal vez esté más dispuesto a tratar con nosotros.

—O tal vez sea un déspota tan grande como ese Gengis Kan del que tanto hablan.

—Quizá. Sin embargo, en alguna parte de este lugar está el preste Juan. Si pudiéramos enviarle un mensaje, todavía lograríamos salvarnos de estos demonios.

«¡El preste Juan! —pensó Josseran—. ¿Por qué se aferran los hombres con tanta desesperación a sus supersticiones?».

—¿No lo crees? —preguntó Guillermo.

—Creo que si realmente existió, ya debe de estar con Dios.

—Sus descendientes siguen vivos.

—Los sarracenos comercian con Oriente, algunos afirman haber llegado a lugares tan lejanos como Catay y nunca han oído hablar de un rey con ese nombre.

—¿Y tú crees lo que dicen los sarracenos?

—Más que en la palabra de un hombre que nunca ha estado más allá de Venecia.

Guillermo le dirigió una mirada del más puro odio.

—Entonces, ¿no crees en la palabra del Papa?

Josseran evitó caer en la trampa.

—Si esa leyenda es cierta, ¿dónde está ese preste Juan?

—Los tártaros pueden haberlo forzado a retirarse hacia el sur.

—Si huye de los tártaros como todos los demás, ¿de qué nos sirve?

—Está en algún lugar de este camino. Debemos prestar atención hasta tener noticias de él. Es nuestra salvación.

Josseran se irritó, como le sucedía siempre que conversaba con el fraile, y volvió a fijar su atención en la comida. Jutelún, sentada ante él, al otro lado del fuego, observó los esfuerzos que hacía para comer como los tártaros y comentó:

—Tal vez te convendría comer según tus costumbres. Tienes una nariz tan grande que corres el peligro de rebanarte la punta.

Josseran la miró fijamente.

—Entre mi gente, no se considera que tenga una nariz grande.

Jutelún transmitió esa información a sus compañeros, quienes rieron.

—Dicen que entonces tu gente debe de ser una raza de elefantes.

Josseran contuvo con dificultad la rabia. Continuó usando el cuchillo como los tártaros. Durante los muchos años que había pasado en Ultramar había aprendido que era más sabio imitar las costumbres locales que continuar con los viejos hábitos.

Varios hombres habían terminado de comer y bebían un cuenco tras otro de kumis negro. Gerel, el hermano de Tekuday, ya estaba borracho y acostado boca arriba, roncando. Algunos de sus compañeros cantaban mientras otros tocaban el rabel de una sola cuerda.

Josseran volvió a observar subrepticiamente a Jutelún a la luz del fuego. No era hermosa de la manera en que podía serlo una mujer franca. Tenía el rostro ovalado, con los pómulos altos de los tártaros, y reluciente como el bronce de una estatua. Sus movimientos le recordaban los de un gato, sinuosos y graciosos. Le parecía a la vez exótica e inalcanzable. Pero lo que lo atrapaba eran sus ojos, como lo habían hecho desde un principio; eran negros, insondables, irresistibles.

Era absurdo contemplar la posibilidad de una unión como ésa.

Sin embargo, él sabía que aquella noche pensaría en ella y no podría dormir mucho.

—Nunca había visto pelo de ese color —le dijo ella de repente.

En Acre, Josseran llevaba el pelo muy corto, como lo exigía la regla de la orden, pero desde que empezaron a viajar no hubo barberos para cortárselo y en aquel momento tenía conciencia de lo largo que lo llevaba. Se lo apartó de la cara con los dedos.

—Es del color del fuego —dijo ella.

—Se llama castaño —contestó él. Por un instante las miradas de ambos se encontraron.

—De manera que has venido a hacer las paces con nosotros —dijo ella tras un momento.

—Una alianza —la corrigió Josseran—. Tenemos un enemigo común.

Jutelún rió.

—Los tártaros no tenemos enemigos. Sólo territorios que todavía no hemos conquistado.

Lo estaba aguijoneando. Él no contestó.

—Nuestro imperio se extiende desde donde sale el sol en el este hasta donde se pone en el oeste —aseguró ella—. Jamás se nos puede vencer en una batalla. Naturalmente que deseas hacer las paces con nosotros. —Él siguió sin contestarle y ella pareció frustrada por la pasividad de Josseran—. Tendrías que haberle traído tributos a mi padre —añadió.

—No esperábamos tener el honor de encontrarnos con tu padre. De todos modos, traemos palabras de amistad.

—Creo que mi padre preferiría recibir oro —dijo ella mientras los demás volvían a reír.

Josseran notó lo deferentes que eran los hombres con ella. En Francia jamás se permitiría que una mujer hablara con tanta libertad, a menos que se tratara de una prostituta. Y, decididamente, ninguna mujer sería tratada con tanto respeto, a menos que fuese la esposa de un noble. Era evidente que las costumbres tártaras con respecto a las mujeres eran muy distintas de las suyas.

—¿Quién es tu amigo? —le preguntó ella.

—No es mi amigo. Es un hombre santo. He recibido órdenes de escoltarlo hasta Karakoram.

—Tiene el color de un cadáver. ¿Sabe lo feo que es?

—¿Quieres que se lo diga?

—¿Qué está diciendo esa mujer? —preguntó Guillermo, consciente de repente de la atención de la asamblea. Tenía un trozo duro de cordero hervido en la mano y tiraba de la carne dura con los dientes.

—Te encuentra agradable a la vista y desea que te lo haga saber.

La respuesta de Guillermo fue sorprendente. Fue como si ella acabara de pegarle un bofetón.

—Recuérdale que es mujer y que no le conviene dirigirse a un fraile de esa manera. ¿Es una especie de prostituta?

—Creo que es una princesa.

—No se comporta como ninguna de las princesas que he conocido.

—Tal vez porque sus costumbres son distintas de las nuestras.

Cuando Josseran se volvió hacia Jutelún, la expresión burlona había desaparecido del rostro de ella. Miraba al sacerdote con una expresión salvaje y extraña. Los tártaros que la rodeaban guardaban silencio.

—Dile que debe regresar —pidió ella.

—¿Qué?

—Debe regresar. Si cruza el Techo del Mundo, nunca volverá a tener paz en el alma.

—No puede regresar. Tiene que cumplir con su deber. Igual que yo.

Hubo un peligroso silencio. Los tártaros, tanto hombres como mujeres, observaban a Jutelún. El tañedor de rabel acababa de dejar su instrumento, y hasta los borrachos habían dejado de cantar. Jutelún seguía mirando fijamente a Guillermo, en realidad no a él, sino de alguna manera a través de él.

Guillermo miró los rostros que lo rodeaban.

—¿Qué sucede? —susurró.

—No lo sé —contestó Josseran.

—¿Por qué me miran así? ¿He hecho algo que les moleste?

Jutelún volvió a hablar, esta vez con suavidad.

—Dile a tu hombre santo que si no quiere regresar, tendrá que aprender a sufrir.

—El sufrimiento es algo con lo que él disfruta —contestó Josseran.

Más superstición. Josseran imaginaba la respuesta de Guillermo ante esa advertencia.

—Ni siquiera ha empezado a comprender lo que es el sufrimiento —dijo Jutelún, y de repente la mirada desapareció de sus ojos y volvió de nuevo su atención a la carne de cordero que estaba comiendo.

El momento había pasado. Las conversaciones y las risas retornaron. Los bebedores atacaron el kumis negro con renovado vigor. Pero Josseran se había estremecido. Sintió que un frío le recorría la columna vertebral y fue como si el mismo diablo hubiera pisado su tumba.

La ruta de la seda
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