7

—Dime, bárbaro, ¿quién es tu kan?

«Otro que me llama bárbaro», pensó Josseran.

—Mi rey se llama Luis.

—¿Él te ordenó venir hasta aquí?

—No, mi señor. En Ultramar entregué mi fidelidad al gran maestre de los caballeros templarios, que puso nuestra orden a los pies del Papa, que es la cabeza de la Iglesia cristiana.

Al emperador le debió de parecer un arreglo fantástico y confuso.

—¿Dónde está ese Ultramar del que hablas?

—Lejos de aquí, en el oeste, mi señor. La capital es un lugar llamado Acre, cerca de Alepo, ciudad que tiene sitiada el kan Hulagu.

—El sitio ha terminado. Hace ya varios meses que me enteré de que Hulagu es ahora el señor de Alepo y de otra ciudad llamada Damasco.

Josseran miró los ojos dorados del emperador y se preguntó qué más sabría. ¿Los tártaros también habrían sitiado algunos de los castillos de Ultramar? ¿Habrían terminado ya con todos los sarracenos? Si Qubilay conocía las respuestas a esas preguntas no parecía dispuesto a comunicarlas.

—¿De dónde vienes, bárbaro?

—Soy franco, señor. Vengo de un lugar llamado Tolosa.

—¿Y allí hay buenos prados? ¿Criáis muchos caballos?

—Hay muchas colinas y valles. Las tierras son muy distintas a éstas.

—Dicen que los caballos que trajiste contigo eran grandes y lentos y que ni siquiera sobrevivieron al viaje a través del Techo del Mundo.

—Mi yegua me había servido bien en muchas campañas.

—Sin embargo, murió durante el viaje.

—No tenía medios para alimentarla.

—¿Vuestros caballos no buscan su propia manutención?

—No, gran señor. Eso no está en su naturaleza. No están acostumbrados a montañas y desiertos.

Y así continuó la conversación. Qubilay hizo interminables preguntas del mismo tipo. ¿Los reyes francos vivían en palacios tan hermosos como el suyo? ¿Cuál era el castigo que se imponía a quien robaba un caballo? ¿Cuál era el castigo por poner un cuchillo en el fuego, un acto que Josseran ya sabía que era considerado infame entre los tártaros? Qubilay parecía querer saber todo lo posible acerca de la cristiandad, pero todavía no parecía dispuesto a permitir que Josseran hiciera ninguna pregunta.

Por fin Qubilay fijó su atención en asuntos de religión.

—Mar Salah pertenece a la religión luminosa a la que vosotros declaráis pertenecer. Dice que su Dios se llama Jesús. También tiene ése a quien llama Padre. Y a ese Espíritu Santo. ¿Vosotros tenéis esos mismos dioses?

—No hay más que un solo Dios. Cristo fue su hijo en la tierra.

—¿Sólo un Dios? Entonces me parece que a pesar de todas vuestras proclamas no le dais demasiada importancia a la religión.

—Por el contrario. Guerreamos por nuestra religión. Por eso hicimos una peregrinación armada hasta Ultramar. Allí hay una ciudad llamada Jerusalén, donde murió el Hijo de Dios. Los hombres acudieron de todos los puntos de la cristiandad para protegerla.

El emperador lo miró durante largo rato.

—¿Y por eso deseáis una alianza con nosotros contra los sarracenos? Para que podáis poseer ese lugar llamado Jerusalén.

—Sin duda.

Josseran esperó con el corazón palpitante. Por fin iban a hablar acerca del asunto por el que había viajado durante seis largos meses.

La expresión de Qubilay era indescifrable.

—Tendré en cuenta lo que me propones —dijo por fin—. Residiréis aquí, en Shang-tu, y gozaréis de la hospitalidad de mi corte mientras discuto la posibilidad de ese tratado con mis ministros. Mientras tanto, vuestra religión me inspira curiosidad y quiero saber en qué sentido es distinta del Jesús que ya tenemos. Me gustaría saber más de ese Papa del que habláis.

—Mi compañero de viaje, que es sacerdote y que ha sido enviado por el Papa, estaría deseoso y encantado de instruiros.

—Me gustaría, pero hay muchos asuntos de Estado que ya ocupan mi tiempo. Sin embargo, si os place, hay alguien que tal vez esté interesada en lo que tenéis que decir.

Josseran esperó mientras el emperador lo observaba con sus ojos castaños engañosamente suaves e intensos. «¿Qué habrá detrás de su expresión? —se preguntó—. ¿Algo más que política?».

—¿Puede hacer magia? —preguntó el emperador de repente.

—Magia —repitió Josseran, mirándolo con perplejidad.

—Sí. Ese chamán que te acompaña. ¿Puede hacer magia?

No había una expresión de desafío en los ojos del emperador. Más bien Josseran creyó adivinar algo parecido a la esperanza.

—Me temo que no, señor.

—Mar Salah afirma que Jesús era capaz de resucitar a los muertos y de convertir el agua en vino. ¿Ese Papa y sus sacerdotes pueden hacer lo mismo?

—Nuestro Salvador podía hacerlo, sí —contestó Josseran—. Pero Guillermo no es más que un hombre.

Qubilay, Señor del Cielo pareció desilusionado ante aquella respuesta. Asintió lentamente con la cabeza.

—¿De qué vale la religión sin magia? —preguntó.

Seis meses antes, Josseran ni siquiera habría entendido la pregunta. Pero en aquel momento, Josseran Sarrazini, caballero templario, pecador, sintió cierta simpatía por la pregunta y por la difícil situación del emperador.

Cuando Josseran volvió al palacio, había guardias apostados ante la puerta de Guillermo. Según Sartaq tenían órdenes de mantener en su cámara al «bárbaro loco» hasta que hubieran terminado sus desvaríos.

Josseran espiró hondo y abrió la puerta con suavidad.

Guillermo estaba junto a la ventana, el rostro contraído y pálido de enfado. Durante largo rato ninguno de los dos habló.

—¿Cuál fue el significado de tu comportamiento? —preguntó finalmente el fraile.

—El problema lo creaste tú —contestó Josseran—. Nos pusiste en peligro y pusiste en peligro nuestra misión.

—¡Yo soy el emisario del Papa! ¡Tú eres mi escolta, no mi señor!

—El Papa sin duda te eligió por tu celo, no por tu diplomacia. Supongo que también te eligió porque quería alejarte de Roma para tener un poco de paz y descansar de tus críticas constantes.

La cara de Guillermo se puso blanca.

—Yo sé por qué te enviaron aquí. Tu Tomás Berard comete el error de creer que su poder es mayor que el del Santo Padre. Tú no eres un espía. Estás aquí para hacer un tratado secreto con los tártaros. Si el Papa se enterara de tu traición, retiraría la protección que concede a la orden ¡y todos vosotros seríais destruidos!

Josseran lo miró fijamente.

—Me aseguraré de que el Gran Tártaro escuche todo lo que le tengas que decir —dijo, no haciendo caso de la amenaza—. Pero tendrás que confiar en mí. Me temo que desconoces el arte de la diplomacia.

—¿Confiar en ti? ¡Antes confiaría en una serpiente!

Josseran pensó tranquilizarlo.

—Te sugeriría que no te apresuraras a fijar la opinión que tienes de mí, hermano Guillermo. Tengo algunas noticias para ti. Te gustará saber que el emperador desea que instruyas a su hija en la fe cristiana.

Guillermo se dejó caer pesadamente en la cama.

—¡Su hija!

—Ése es su deseo. Así que, aparte de lo que creas de mí o de mis métodos, creo que hoy ambos hemos hecho algún progreso.

—¡Dios sea loado!

Guillermo cayó de rodillas y murmuró una corta oración de bendición. Cuando se levantó parecía algo más consolado.

—Muy bien, templario —dijo—. Por ahora confiaré en tu plan. No podemos conocer los misterios de Dios. Tal vez hasta alguien como tú pueda llegar a ser su instrumento.

—Gracias —dijo Josseran con una sonrisa, y salió de la cámara hirviendo de indignación.

¡Clérigos!

La ruta de la seda
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