16
Hombre Furioso oyó un grito a sus espaldas y se volvió en la silla. ¡El embajador bárbaro! ¿Qué estaba haciendo allí? Debería estar en un lugar seguro, lejos de la batalla, al otro lado del valle.
—¡Ayúdame! —gritó Josseran, tambaleándose en la silla y apretándose el pecho.
—¡Aléjate de aquí! —gritó Hombre Furioso—. ¿Te has vuelto loco?
Pero sofrenó el caballo. Vaciló. A sólo veinte pasos de distancia, la caída magudai yacía inmóvil sobre la hierba. Su yegua intentaba volver a levantarse, pero finalmente se rindió al dolor y apoyó la cabeza en la hierba, extenuada. Satisfecho porque no perdería a su presa, Hombre Furioso hizo girar al caballo y trotó por la cuesta. El bárbaro volvió a gritar y se agarró de la crin del caballo para no caer.
—¿Qué haces aquí? —le gritó Hombre Furioso.
—Ayúdame…
—¿Dónde te han herido? —Cogió el abrigo de Josseran obligándolo a erguirse sobre la silla.
Josseran le pegó un puñetazo en la cara con el puño derecho.
Hombre Furioso cayó pesadamente de espaldas y quedó allí tendido, sorprendido y semiconsciente, mientras le manaba sangre de la nariz.
—Recuerda, sorpresa y simulación —dijo Josseran—. Tus mejores armas.
Golpeó con fuerza el anca del caballo de Hombre Furioso y el animal se alejó cuesta abajo. Luego azuzó al semental y se acercó a Jutelún.
La yegua de ésta sufría los estertores de la muerte. Tenía una flecha clavada en la cruz y otra en el vientre y aún otra más en el anca. La sangre corría a lo largo de sus flancos. Por fin se quedó inmóvil, con los ojos abiertos. Jadeó varias veces y dejó de respirar.
Jutelún estaba tendida a pocos pasos de distancia de la yegua. Se cogió el tobillo y se sentó lentamente. «Bueno —pensó—. Éste es el día de mi muerte».
Oyó el repiqueteo de cascos y vio a otro de los hombres de la caballería de Sartaq que subía la cuesta hacia ella. Por su aspecto, uno de los irregulares de Alghu, con pieles marrones y botas de fieltro. Encontró la espada en la hierba y luchó por levantarse, sin hacer caso del intenso dolor de la pierna. No permitiría que la apresara para atormentarla a su gusto.
El hombre sofrenó el caballo a pocos pasos de distancia. Jutelún reconoció los ojos redondos y la barba dorada. Joss-ran.
Se inclinó sobre la silla y le tendió una mano.
—¡Rápido! —la urgió.
La puso sobre la silla, a su lado.
Galoparon a través del oscuro bosque de píceas y pinos a lo largo de la falda de la montaña. Cuando estuvieron a salvo, Josseran fue presa del júbilo que siempre llega después de una batalla y lanzó un grito que era una mezcla de alivio y triunfo. Oyó el eco del grito que les devolvían las escarpadas paredes de un barranco que apenas se alcanzaba a ver a través del bosque que tenían a su izquierda. Desde alguna parte oyó el correr del agua de un torrente.
Ella se volvió en su silla y él le sonrió. Pero Jutelún no replicó a su sonrisa; tenía el rostro muy pálido y por debajo de la bufanda le corría sangre.
—¿Estás herida?
—Sólo en el tobillo —contestó ella—. No tenías que haber vuelto a buscarme.
—Fue una apuesta. Y gané. Ganamos. ¿Verdad?
Ella no le contestó.
Salieron de entre los árboles a un sol frío y a una cresta roja y escarpada, sin árboles ni hierba. Comenzaron a avanzar con más lentitud. El angosto sendero se convirtió en un saliente que rodeaba el borde de un barranco. De repente, Josseran sintió que un temor frío se instalaba en su interior. La primavera y el deshielo habían producido una avalancha y delante de ellos el camino estaba bloqueado por una montaña de rocas y de nieve.
El semental de Josseran buscó un camino a través del pedregal. Demasiado inclinado. Sus cascos patinaron sobre la roca cubierta de escarcha y líquenes, los trozos de pizarra suelta caían ruidosamente por el barranco. Tenían a un lado un despeñadero que ascendía casi verticalmente y al otro un barranco.
—Déjame aquí —pidió ella—. Si te quedas, lo único que conseguirás será poner tu vida en peligro.
—Sabes lo que harán si te cogen con vida.
—No permitiré que me cojan con vida. —Por encima del despeñadero se movían nubes plomizas, al pie de donde se encontraban oyeron el ruido de una corriente de agua negra, un río que había aumentado su caudal por el deshielo de la primavera. Josseran hizo girar al caballo, con la idea de volver y encontrar otro camino alrededor de la montaña, pero entonces oyó gritos detrás de la línea de árboles. Los soldados de Sartaq los habían encontrado.
Vio el brillo opaco de las puntas de las lanzas, y luego, uno a uno, fueron emergiendo del bosque; de los flancos de sus caballos salía vapor: hielo, barro y sangre manchaban sus botas y sus abrigos. Eran una veintena, casi todos pertenecientes al kesig de Qubilay, sus compañeros de viaje desde Kashgar. Entre ellos reconoció a Sartaq.
—Vuelve, Joss-ran —susurró Jutelún.
—No te dejaré.
—Vuelve. No es a ti a quien quieren. Déjame aquí.
Sartaq y su caballería estaban a menos de cien pasos de distancia. Uno de ellos se había llevado el arco al hombro, pero al verlo, Sartaq alzó una mano y, a regañadientes, el tártaro retiró la flecha del arco.
—Hay una vía de escape —dijo Josseran.
Llevó al semental al paso hasta el borde del acantilado y miró el río torrencial.
—Te has vuelto loco —exclamó Jutelún, leyéndole el pensamiento.
—Una vez ya di un salto parecido.
—Ese acantilado no era tan alto. Esta vez morirás.
—Tal vez muera o tal vez viva. Pero si vivo te tendré. Y si muero no tendrá importancia, porque no me espera nada en Acre. —Le rodeó la cintura con los brazos para sujetarla—. Dime que te casarás conmigo y que viviremos juntos el resto de nuestros días.
—No habrá más días.
—Entonces dilo. Como regalo de despedida.
—Ellos no te quieren a ti —repitió Jutelún—. Vuelve con ellos. ¡No es necesario que mueras!
—Todos los hombres tienen que morir. Se trata de algo de lo que no tenemos escapatoria. Pero pocos tienen la ocasión de elegir el momento. —A decir verdad, siempre había temido a la muerte en sus distintas formas, había sido testigo demasiado frecuente de depredaciones, la había olido demasiadas veces en los campos de batalla de Ultramar. Su temor a la muerte fue el motivo que lo llevó a luchar con tanta ferocidad contra los sarracenos. Pero en aquel momento ya no la temía, porque viviría imponiendo sus condiciones o no viviría—. ¡Dilo! Di que te casarás conmigo.
Ella luchó por apartarse de él.
—¡No hay ninguna necesidad de que mueras!
—Lo haré de todos modos.
Ella forcejeó mientras Josseran hacía girar al caballo y hacía frente a Sartaq y sus tártaros. Sartaq sonrió, seguro de haber ganado.
Josseran vio, sólo por un instante, la impresión de su rostro cuando de nuevo hizo girar al semental hacia el precipicio. De repente, Sartaq comprendió lo que Josseran pensaba hacer y lanzó un grito de sorpresa y de furia. Entonces Josseran comenzó a galopar hacia el barranco y cayeron, cayeron y cayeron hacia el brutal juicio del río.
Ella siempre había soñado con poder volar.
Sintió la fuerza del viento contra sus mejillas y, lo mismo que en sus sueños, el cielo estaba encima y debajo de ella. Y gritó las palabras:
—Me gustaría mucho vivir contigo, ser la madre de tus hijos y tu mujer, si eso es lo que quieres.
Pero, casi en el acto, la corriente del río ahogó su voz.
Ella siempre había soñado con poder volar.