8

Miao-yen se sentó en la enorme cama de madera. El polvo blanco de su maquillaje le daba una palidez mortal. Le habían puesto un vestido de brocado carmesí con una faja negra, y en su pelo había alfileres de oro y marfil. Desde que estaba curada, sus sirvientas la rodeaban constantemente, como gallinas.

Observó la ciudad, un laberinto de callejones y tejados planos de barro, sólo roto por la media cúpula de una mezquita o por los aleros de un templo. Daba la impresión de que el cielo estaba muy bajo sobre la planicie, una tormenta había soplado desde el norte y la arena cubría la ciudad. En millares de ventanas titilaban lámparas de aceite, la tarde se había convertido en un prematuro anochecer.

Una de las servidoras de la princesa dejó pasar a Josseran y a Guillermo, que se detuvieron a los pies de la cama.

—Me alegra comprobar que te has recobrado, mi señora —dijo Josseran.

Miao-yen intentó sonreír.

—Gracias a la magia de Nuestro-Padre-que-está-en-el-Cielo.

Josseran se volvió hacia Guillermo.

—Te concede el crédito de haberle salvado la vida, hermano Guillermo. Te ofrece su agradecimiento.

Josseran tuvo la impresión de que el fraile recibía aquella noticia con un poco menos de arrogancia de lo que era habitual en él. En realidad, parecía extrañamente incómodo. Apretaba un pequeño crucifijo de madera que recorría constantemente con los dedos, que parecían blancos gusanos.

—Dile que fue la voluntad de Dios que viviera.

Josseran se volvió hacia ella y se lo dijo.

La conversación continuó en murmullos.

Por fin Josseran dijo:

—Buenas noticias, fraile. Le gustaría que la bautizaras en nuestra santa religión.

Fue como si hubieran golpeado a Guillermo. Tenía el rostro muy blanco.

—No puedo.

Asombrado, Josseran se quedó mirándolo fijamente.

—¿No puedes?

—La he instruido hasta donde he podido. Debe rezar y agradecerle a Dios su salvación, si ése es su deseo. Pero no estoy satisfecho con la sinceridad de su fe, de manera que no puedo bautizarla. Ya no tengo tiempo para malgastar en estos paganos.

—¡Pero ella desea que la ayudes! ¡Aquí tienes un alma que ruega las bendiciones de Cristo! ¡Pide ser tu primera conversa! ¿No es eso lo que has deseado durante todo el viaje?

—He pronunciado mi última palabra en este asunto —dijo Guillermo y salió de la habitación.

Se produjo un silencio incómodo. Josseran se quedó con la boca abierta. Tenía conciencia de que Miao-yen y sus servidoras lo miraban, incapaces de saber lo que acababa de pasar entre él y el fraile, pero, por la reacción de Josseran, sin duda suponían que acababa de insultar a la princesa.

—¿Nuestro-Padre-que-está-en-el-Cielo está enfadado conmigo? —preguntó por fin Miao-yen.

Por un momento, Josseran estuvo demasiado sorprendido para poder hablar. Por fin balbuceó:

—Ignoro lo que le pasa, mi señora.

—¿No desea que adore al Papa como me ha enseñado?

—Ya no sé lo que quiere.

En realidad, desde que habían salido de Shang-tu, el comportamiento de Guillermo era cada vez más imprevisible. Tal vez se debiera a que su encuentro con la muerte en el desierto hubiera roto su equilibrio mental.

—Tal vez, si tú le pidieras que vuelva a visitarme… —dijo ella—. No quiero que se enfade conmigo.

—Estoy seguro de que no puede estar enfadado contigo, mi señora.

—Sin embargo, es lo que parece.

Josseran no supo qué decirle. El hermano Guillermo tenía el don de obtener ignominia de las fauces del triunfo.

—Me alegro de verte recuperada —alcanzó a decir Josseran.

—¿Para que pueda apresurarme a ir al encuentro de mi marido?

—Así es.

¿Se estaba burlando de él o de sí misma? Imposible conocer los pensamientos de aquella enigmática princesa. A través de la ventana oyó el clamoroso balido de ovejas en la calle, en su camino al mercado y a la muerte. Tal vez aquella princesa tártara lisiada comprendía lo que les pasaba.

—Después de nuestra separación en los jardines de mi padre en Shang-tu creí que no te volvería a ver.

—He echado de menos nuestras conversaciones.

—¿Recuerdas el día en que llamaste usurpador a mi padre?

—Tú dijiste que era el poder lo que hacía a un emperador, no la legitimidad.

—Te dije que mi padre prevalecería. ¿Has visto lo que pasa? Ya ha aislado a su hermano. Ha ganado la amistad de Alghu prometiéndole el kanato de Chaghaday como si le correspondiera, sólo por el precio de su neutralidad en la guerra que se avecina. ¿Qué puede ofrecerle Ariq Böke? Sólo constantes exigencias de hombres e impuestos para su ejército. Con Alghu aliado con mi padre, Ariq Böke queda aislado, sin comida, sin armas, atrapado en las estepas que reclama como propias. Alghu comprende cómo se moverá la marea. Muy pronto los demás también lo verán.

—Y sin duda Alghu es afortunado al tenerte a ti como parte del pacto.

—Yo soy sólo la excusa de mi padre para ceder parte de su reino a otro príncipe. Es política. También se debe a la política que yo no muriera. Habría sido incómodo para el Hijo del Cielo.

—Confío en que tu nuevo marido te trate bien —dijo Josseran con cautela, tratando de disimular la lástima que le producía la situación de la princesa.

—Y si no fuera así, mi padre todavía seguiría siendo emperador de los chinos. Así que, ¿qué importancia tiene?

Josseran miró fijamente la mezquita enmarcada en la ventana del sur. Los ladrillos blanqueados, la fachada de escritura coránica azul y blanca. Una princesa tártara criada bajo las costumbres chinas y después enviada a vivir entre príncipes mahometanos. ¿Habrá existido una criatura más solitaria?

—Estoy seguro de que tu nuevo kan comprenderá que se le ha enviado un regalo más precioso que el oro.

—¿Quién sabe lo que pensará de una muchacha que tiene pies de lirio? —Cerró los ojos y puso la cabeza en las almohadas—. Pero ahora estoy cansada. La enfermedad me ha quitado toda la fuerza. Será mejor que me dejes. Hablarás con Nuestro-Padre-que-está-en-el Cielo y le dirás que deseo saber más acerca de su magia.

—No te quepa duda de que hablaré con él, mi señora.

Se alejó de aquella criatura pintada, aquel instrumento en el teatro de los reyes. Aunque las súplicas del fraile la hubieran salvado de las garras de la muerte, pensó, sólo el tiempo diría si aquello había sido lo mejor para ella.

La ruta de la seda
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