25

Los blancos picos del Techo del Mundo ya habían quedado atrás y desaparecían entre las nubes de color plomizo. De repente, el aire era más cálido. Siguieron un sendero que descendía por una duna de arena suelta y llegaba a una ciénaga salada, donde su llegada asustó a una bandada de gansos salvajes que remontó el vuelo. Atravesaron un valle cubierto de piedras a través de otro barranco y llegaron a una ancha planicie de arena dura y caliente y de grava negra.

Un camino polvoriento conducía a una avenida de murmurantes álamos y a la ciudad de un vasto oasis, pasando ante casas de ladrillos en cuyas terrazas la paja y la bosta se secaban al sol. Se cruzaron con una cantidad interminable de carros tirados por burros en los que se amontonaban melones, coles, zanahorias y lo que a veces parecían familias enteras sentadas en los bordes de la caja. Rostros sobresaltados los miraban pasar desde los campos y las casas.

Jutelún se puso al lado de Josseran. Tenía la bufanda enrollada alrededor de la cara, de la que sólo se veían los ojos oscuros y vivos.

—Este lugar se llama Kashgar —informó.

—Entonces hemos sobrevivido al Techo del Mundo.

Ella se apartó la bufanda de la cara.

—Tenías un guardián, cristiano.

«Cristiano». De manera que ya no era bárbaro.

Miró a su alrededor y vio al fraile hundido en la silla del caballo, detrás de ellos.

—¿Guardián? Yo preferiría confiarle mi vida a un perro.

—No me refiero a tu chamán. Hay un hombre cabalgando a tu lado.

Él sintió que los pelos de la nuca se le ponían de punta.

—¿Qué hombre?

Ella lo observaba con rostro sereno y seguro.

—Tiene el pelo largo y amarillo pero se está volviendo gris, y una barba muy parecida a la tuya. Es un hombre anciano pero luce una espada y una armadura metálica. Usa una prenda blanca con una cruz roja pintada aquí, en el hombro izquierdo. Lo he visto a menudo, cabalgando detrás de ti.

Fue como si alguien hubiera derramado agua fría en su espalda. No podía contestar, no podía hablar. El hombre a quien ella describía era su padre. Guillermo tenía razón. Sin duda aquello era brujería.

Su padre no le había dicho una sola palabra antes de su partida, pero Josseran estaba convencido de que lo sabía. Lo veía en sus ojos. Cuando volvió de Carcasona le dijo que se había excusado de participar en la peregrinación armada del rey Luis a causa de su edad, pero a los pocos días, de repente, cambió de idea. Mostró un inesperado y poco explicable deseo de ayudar a liberar Tierra Santa de los sarracenos.

Pero Josseran conocía el verdadero motivo de su cambio de decisión.

Le dijeron que cuando los barcos llegaron a Danietta, había numerosos jinetes mahometanos esperándolos. Los caballeros francos se reunieron en la playa, aseguraron sus lanzas y sus escudos en punta en la arena y esperaron la carga.

Pero su padre hizo bajar su caballo entre las olas y en cuanto estuvo en tierra firme saltó de la silla. Cargó pasando a los sorprendidos defensores, se arrojó contra los sarracenos y mató a tres de ellos antes de caer con una herida de espada en el vientre. Lo llevaron al barco todavía con vida. Dijeron que había tardado cuatro días en morir.

¿Por qué haría algo así? Josseran tenía una sola respuesta para la temeridad de su padre y en el fondo de su corazón sabía que los sarracenos no eran los culpables de su muerte.

—¿Cristiano? —preguntó Jutelún volviéndolo a la realidad.

—El hombre que describes es mi padre. Pero hace muchos años que murió y jamás cabalgaría a mi lado.

Los ojos de Jutelún eran insondables.

—Yo sé lo que veo.

Él la miró fijamente. «¿Qué me está pasando? —se preguntó—. Este viaje ha comenzado como la sencilla misión de conseguir una audiencia con un kan tártaro para ofrecerle una alianza contra los sarracenos. Y me veo arrastrado a una odisea más allá de los límites del mundo, y todas las creencias que me resultan sagradas, mi castidad, mi deber y mi fe son implacablemente atacadas por esta mujer».

—Entre nosotros esas brujerías son castigadas con la muerte —le dijo.

Ella no apartó la mirada, en sus ojos brillaba una furia negra y repentina.

—Si vosotros los bárbaros no sabéis comunicaros con el mundo de los espíritus, no me sorprende que seáis vencidos con tanta facilidad en el campo de batalla.

La ruta de la seda
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