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Desierto de Takla Makan
Habían cambiado los caballos por camellos en el fuerte de la Puerta de Jade y se internaron una vez más en el Takla Makan. A medida que avanzaban por el gebi no alcanzaron a ver una sola criatura viviente, ni un halcón, una lagartija o un buitre. No había árboles ni arbustos, sólo kilómetro tras kilómetro de vacío atormentado por el calor. Por momentos, el desierto consistía en grava dura y los camellos avanzaban a buen paso; en otros era una fina gravilla que se desmoronaba bajo las patas de los camellos y que convertía cada paso en un tormento tanto para los hombres como para las bestias.
Por todas partes veían los huesos blanqueados de caballos y camellos y en una ocasión el contorsionado esqueleto de un burro, momificado por el calor, que todavía conservaba parte de su piel. Los espejismos temblaban bajo aquel calor: fantasmas de lagos y de ríos que corrían entre la inmensidad de la pizarra gris.
«El sol nos azota —pensó Josseran—. ¿Es posible no soportar el sol? El calor bulle en las piedras, nos ciega, nos chamusca la espalda de tal manera que nos retorcemos debajo de él como si nos golpearan con un mayal». Eran días en los que Josseran deseaba no volver a ver jamás el sol.