19

Después de algunos días más de marcha, el color crema de las dunas quedó atrás y la arena cedió su lugar a una planicie de duras piedras de cuarzo que crujían bajo las patas de los camellos. Los distantes picos nevados del Tien Shan también cayeron bajo el horizonte.

Con la tormenta, el Takla Makan había florecido, aunque sólo fuera por unos pocos días. Pequeñas flores en forma de trompetas amarillas cubrían arbustos espinosos de color pardo, los altramuces hacían fuerza para salir a la superficie. El milagro del desierto. Algunas semillas, explicó Un Solo Ojo, dormían durante décadas, a la espera de un solo día de lluvia. Tal como Jutelún había dicho junto al lago en forma de media luna, «nada muere jamás».

Un Solo Ojo anunció que ya estaban dentro de las fronteras de Catay. Jutelún y los demás tártaros parecían nerviosos. Algunos de ellos hasta habían adquirido la costumbre de usar sus armaduras de cuero a pesar del calor. Pensando que temían la presencia de bandidos, Josseran echó mano a su propia espada y compartió su nerviosismo. Si debía haber lucha, él estaría preparado.

¡Cómo habría deseado tener su armadura! Se sentía desnudo ante la posibilidad de tomar parte en una batalla sin ella.

Jutelún no le había vuelto a hablar después de la tormenta. «¿Qué voy a hacer?», se preguntaba Josseran.

«El hombre debe obrar —pensaba—, porque en caso contrario se deja llevar por los acontecimientos y sus decisiones las toma el destino. Pero ¿qué alternativas tengo?, ¿qué debo hacer? En realidad, no me imagino la vida quedándome aquí con ella y viviendo como un salvaje en estas planicies del borde del mundo. Y ella, la hija de un kan tártaro, ¿renunciaría a su propia gente para ir conmigo a la cristiandad a vivir en un pequeño castillo del Languedoc?». ¿Podía imaginarla sentada en un banco de la casa solariega, dedicando sus días a hacer tapices con hilo y aguja? Qaidu jamás le permitiría alejarse, aun en el caso de que ella se dejara llevar por aquella fantasía.

Entonces ¿se veía él ordeñando yeguas y bebiendo kumis día tras día con los bárbaros hermanos de Jutelún?

¿Cuál era la respuesta?

Llegó a la conclusión de que la respuesta era que no había respuesta. Si el Señor fuera bondadoso los habría enterrado en la tormenta, abrazados. Era la única manera en que habrían podido tener un futuro.

Se consoló pensando que pronto estarían en Karakoram y que entonces el tormento habría pasado.

«No son cien leguas —pensó Josseran—, sino la misma legua una y otra vez». Avanzaron por un desierto abrasador, un desierto de ladrillo refractario y de piedras quemadas, una planicie negra y sin vida, como si por allí hubiera pasado un ejército saqueador, incendiando hasta la tierra. El hermano Guillermo oraba casi constantemente, aun cuando estaba en la silla. Creía que habían llegado al fin del mundo y que pronto estarían ante las puertas del Hades.

«Realmente hace mucho calor», pensaba Josseran, sombríamente.

Se detuvieron a media tarde para dejar descansar a los animales. No había árboles, de manera que se sentaron en pequeños grupos a la sombra de sus camellos, recuperando fuerzas para la marcha final del día. El sol estaba en su cenit y las energías de todos decaían.

Al este apareció el oasis de Nan-hu como una isla verde flotando en el gris de la planicie. Estarían allí al caer la noche, les anunció Un Solo Ojo con confianza, pero no consiguió levantar el ánimo a los demás. Todos tenían la sensación de que el día no terminaría nunca.

El cielo estaba despejado cuando los atacantes cayeron sobre ellos provenientes de lo que parecía una extensión plana. Más tarde Josseran se dio cuenta de que la trampa había sido cuidadosamente preparada; los esperaban en una pequeña depresión situada al este, y el brillo del sol ocultaba su presencia.

Oyeron el ruido de cascos y los tártaros se levantaron de un salto. Era demasiado tarde. Los camellos bramaban y cojeaban, algunos ya heridos en los flancos por la primera andanada de flechas. Un Solo Ojo gritaba y corría de un extremo al otro de la columna de camellos sollozando y aullando como un loco. Los camellos eran su vida y su fuente de supervivencia. Era como si cada flecha se hubiera clavado en su propia carne.

Los atacantes cabalgaron directamente hacia ellos, disparando flechas desde la silla. Josseran desenvainó la espada e instintivamente, salió al encuentro de los enemigos.

—¡Vuelve atrás! —le gritó Jutelún, pero él no le prestó atención.

A su alrededor vio que varios tártaros caían, heridos por la segunda andanada de flechas.

Los atacantes emergían de un sol blanco y ellos tenían que protegerse los ojos para poder verlos. Debían de ser una veintena de jinetes, calculó Josseran, montados en caballos tártaros. Sin su caballo de guerra y su armadura, él se sentía completamente inútil. Se preparó para morir. Deseó tener tiempo para prepararse mejor.

Vio que Jutelún y varios de sus hombres disparaban flechas contra el enemigo, pero el reflejo del sol le impedía ver el resultado. Y entonces los caballos los alcanzaron como un trueno y varios de los tártaros cayeron gritando bajo los cascos.

Media docena de los jinetes se apartaron de la fuerza principal y se dirigieron hacia él. Pero no lo hirieron. En el último momento giraron y lo rodearon. Debía significar que, por algún motivo, querían conservarlo vivo. Eso le dio una ventaja.

Josseran cogió la espada con las dos manos y esperó a que llegaran. Vio que eran tártaros pero usaban armaduras más pesadas que las que él había visto hasta entonces, láminas de hierro cosidas a corazas de cuero que les daban un aspecto feroz, como si fueran enormes escarabajos marrones. Los cascos tenían visera y estaban decorados con oro; algunos de ellos llevaban pieles de onza sobre los hombros y brillantes mantas rojas sobre los caballos, pero no había tiempo para hacer conjeturas acerca de quiénes podían ser y por qué les habían tendido aquella trampa.

Vio a Guillermo, tal vez a veinte pasos de distancia, corriendo entre los caballos con su negra sotana al viento y con la bolsa de cuero que contenía la Biblia y el salterio bien agarrada. Un jinete lo hizo caer y lo detuvo poniéndole la espada en la nuca. El fraile cayó boca abajo y permaneció inmóvil.

Josseran apretó con más fuerza la empuñadura de la espada. Las joyas resplandecían al sol. Pronto todo terminaría también para él.

Se dirigió hacia el jinete más cercano y lo atacó con la espada. El hombre paró el golpe con su arma pero no hizo el menor intento de devolver el ataque. Josseran se giró y volvió a golpear con la espada, a ciegas, tratando de detenerlos. Pero era imposible. Le rodearon con los caballos perfectamente disciplinados y él no alcanzó a ver el golpe que le propinaron en la cabeza y que lo hizo caer al suelo.

La ruta de la seda
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