3

—¡Detente!

Conocía aquella voz.

Levantó la vista y vio un par de ojos negros bajo una bufanda morada.

—¡Jutelún! —dijo.

El mundo comenzó a girar con más rapidez. Josseran se llevó una mano al hombro y luego la miró. Estaba manchada de sangre.

Aquello era lo último que recordaba.

Lo acostaron boca arriba en el suelo de la yurta y le quitaron las vestiduras. Su piel era blanca como la tiza, tenía la camisa de seda empapada por la sangre que manaba de la herida del hombro. Además, tenía otra herida encima de un ojo, en el lugar donde se había golpeado al caer del caballo.

Jutelún experimentó una extraña sensación al volver a verlo, una sensación cálida y húmeda en la boca del estómago. Creía que nunca volvería a verlo. Trató de decirse que aquello no cambiaba nada.

Sacó el cuchillo y le cortó la túnica en el lugar donde estaba la herida. Los músculos de los hombros de Josseran eran duros y su tamaño imponente, incluso indefenso como estaba en aquel momento. Tenía el pecho y el vientre cubiertos por un vello dorado y rizado, tal como recordaba de la vez que había estado enfermo en la yurta de Tajik. Los tártaros tenían el pecho lampiño y suave como el mármol, y ella pasó una mano por el vello de Josseran y encontró que la sensación le resultaba a la vez extraña y excitante.

Sintió que su respiración se detenía.

Los recuerdos llegaron a ella sin que lo deseara; la visita al Valle de los Mil Budas en las montañas; la noche junto al lago de forma de luna creciente oyendo la Arena que Canta, la sensación de su cuerpo en tensión apretado contra el suyo durante el Kalaburan, el miedo que tenía y la manera en que la tranquilizó la presencia de Josseran.

Enfadada, hizo a un lado aquellos pensamientos. Era un prisionero. No significaba nada, absolutamente nada.

Josseran parpadeó y abrió los ojos.

—Tú —murmuró.

—Tengo que sacarte la punta de la flecha —le dijo ella.

Él asintió con la cabeza, casi imperceptiblemente.

Jutelún había llevado consigo a cuatro de sus arban. Asignó una extremidad del bárbaro a cada uno de ellos para que lo sujetaran, apoyando sobre él el peso de sus cuerpos mientras lo hacía.

Debido a las lengüetas de la flecha, sacarla significaba hacer una herida mayor que la que la flecha había producido al entrar en el cuerpo. Pero la seda de la túnica de Josseran rodeaba con fuerza la punta y Jutelún pudo emplearla para mover la lengüeta sin dañar más la carne. Los músculos del hombro de Josseran experimentaban espasmos y se vio obligada a tirar con fuerza. Mientras Jutelún trabajaba, Josseran gemía y trataba de moverse. Por fin la flecha salió con un ruido húmedo y Josseran jadeó y se desmayó.

Le secó la sangre con un trapo. Cuando terminaba oyó un ruido a sus espaldas. Alguien acababa de abrir la cortina de la tienda. En el umbral estaba su padre con los brazos en jarras.

—¿Vivirá?

Ella asintió con la cabeza.

—La flecha se le clavó en el músculo y no dañó ningún órgano vital. —Levantó la medalla dorada que acababa de quitarle a Josseran del cuello—. Lleva puesto el paizah de Qubilay.

—Esa medalla de Qubilay aquí no significa nada —gruñó Qaidu. Miró fijamente el cuerpo del gigante bárbaro que estaba a sus pies. Lo movió con el pie, más por irritación que por rencor—. Habría sido mejor que la flecha se le clavara en el corazón.

—Los Espíritus del Cielo Azul lo protegían.

—Entonces no entiendo a los espíritus. —Las miradas de ambos se encontraron. Jutelún se dio cuenta de que su padre sabía más sobre sus pensamientos y sentimientos de lo que ella suponía y desvió la mirada—. Esto no es lo que yo habría deseado.

—Una desafortunada coincidencia.

—Sin duda —convino él—. Pero ahora ya no tiene remedio. Cuando se recupere, llévalo a mi yurta. Allí lo examinaré.

Qaidu caminaba incansable sobre las alfombras, con las manos cerradas. Ante él estaban sus tres prisioneros, dos miembros de la escolta de Sartaq, ambos del kesig de Qubilay, y el embajador bárbaro. La caballería de Jutelún también había capturado al caballo de Josseran, en cuyas alforjas encontraron el tratado que Qubilay ofrecía al gran maestre del Temple en Acre. También encontraron los regalos que les había dado.

—¿Qué tienes aquí? —gruñó Qaidu. Abrió el atado y arrojó al suelo los rollos de papel cubiertos de fina escritura hecha con pincel—. ¿Es esto lo que Qubilay considera valioso?

Pisoteó los papeles para demostrarle al bárbaro lo que pensaba de los regalos del emperador.

—En nuestras tierras serían considerados… —Josseran buscó las palabras tártaras equivalentes a obras de arte, pero no las recordó e ignoraba si había oído aquellas palabras en el idioma de Qaidu—. La gente las admiraría por su belleza.

—¡Belleza! —escupió Qaidu.

Se produjo un silencio tenso. Josseran tuvo conciencia de la cantidad de tártaros que lo rodeaban, del brillo de las puntas de lanzas en la oscuridad. El olor a sudor, a cuero y a humo eran sobrecogedores.

—¡Un verdadero guerrero vive en una yurta! —exclamó Qaidu—. Monta a caballo todos los días, lucha, bebe kumis, caza y mata. Los chinos han minado la fuerza de Qubilay y él ha olvidado esas cosas. ¡Mira! —Cogió un rollo y lo sujetó—. ¿De qué le sirve esto a un hombre?

Josseran se balanceó sobre sus piernas, débil por la pérdida de sangre. Le resultaba difícil concentrarse. Comprendió que en aquel momento no era más que un mero instrumento. Y el paizah destinado a ser su salvoconducto quizá sellaría su destino.

—Qubilay ha demostrado que no es un kan. Es más chino que los propios chinos.

—Sin duda no está mal aprender un poco de los demás —dijo Josseran, que aun en aquel momento se sentía movido a defender al emperador.

—¿Aprender? ¿Qué hay que aprender de aquellos que no son bastante fuertes para resistir a nuestros ejércitos?

«Una lógica irrefutable», pensó Josseran, y decidió permanecer en silencio.

Qaidu estaba cada vez más furioso.

—Nosotros somos los maestros de los chinos —gritó— y ellos han devorado a Qubilay como un águila devora a una oveja enferma. Él se ha construido un palacio en Shang-tu y otro en Catay y vive rodeado de comodidades. Y ahora quiere cambiar nuestra forma de vida, ¡la forma de vida que nos ha hecho dueños del mundo! Quiere que todos nos convirtamos en seres parecidos a los chinos y que vivamos en ciudades y palacios. ¡Ya ni siquiera comprende a su propia gente! ¡Para nosotros, instalarnos en un lugar significa perecer!

La multitud que lo rodeaba bramó para manifestar que estaba de acuerdo; se acercaban cada vez más a Josseran y sus compañeros de cautiverio. «Somos al mismo tiempo un entretenimiento y el objeto de una arenga —pensó Josseran—. Qaidu está usando nuestra captura para sus propios fines políticos. Se enfurece para impresionar a sus soldados y a sus aliados».

—Si Qubilay se sale con la suya, nuestros hijos comerán alimentos grasientos, se pasarán el día debilitándose en casas de té. Retozarán con mujeres y ya no recordarán la deuda que tienen con el Cielo Azul. Olvidarán la forma de disparar una flecha desde un caballo al galope y se ocultarán del viento. Y entonces nos convertiremos en seres parecidos a los chinos y estaremos perdidos para siempre.

»¡Mirad todo lo que tenemos! —Extendió los brazos para envolver con ellos el pabellón, el campamento, las tierras de pastoreo en que vivían—. Tenemos una yurta que movemos con las estaciones del año. Tenemos caballos, tenemos arcos y tenemos la estepa. ¡Tenemos el eterno cielo azul! ¡Con todo esto nos hemos convertido en Señores de la Tierra! Ésa es la manera tártara de vivir, ¡la manera de Gengis Kan, la manera de Tengri! Tal vez Qubilay sea kan en Shang-tu, pero no es mi kan. Para el pueblo mongol es más peligroso que todos nuestros enemigos. Ariq Böke traerá de nuevo a los tártaros a las estepas y a las antiguas costumbres, ¡las costumbres que nos hicieron fuertes! Mangu lo apoya y ahora tiene consigo a la Estirpe de Oro. ¡Ya marchan con un ejército contra Shang-tu!

—La disputa que haya entre vosotros no tiene importancia para mí —gritó Josseran haciéndose oír por encima de los vítores; a pesar de la fatiga y del dolor de la herida, dejó de lado toda cautela. Estaba cansado de ser un instrumento de aquellos príncipes tiránicos—. Vine hasta aquí en busca de una alianza con el kan de los tártaros contra los sarracenos. Luego me secuestraron y me llevaron hasta Qubilay, que declaraba ser el kan de kanes. La lucha por el trono que hay entre vosotros no tiene nada que ver conmigo. Yo soy sólo un emisario de mis señores de Ultramar.

—Si deseabas hacer un trato con nosotros —gritó Qaidu—, debiste prosternarte a los pies de Ariq Böke en Karakoram.

—Me alegrará inclinarme ante quien tenga verdadero derecho al trono.

—¡El trono le pertenece a Ariq Böke! Pero tienes razón, bárbaro, tú eres un embajador, no como estos perros. —Le dio un puntapié a Hombre Borracho, que lanzó un quejido y hundió aún más la cabeza en las alfombras—. Lo que haré contigo, bárbaro, es algo que todavía tengo que decidir. Si permitimos que vuelvas con tus bárbaros, sin duda les dirás que hay discordia entre nosotros. Sin embargo, eres un enviado y conviene que procedamos con cautela. Ponedle en un cepo para que no pueda escapar y pensaremos en el asunto.

Mientras se lo llevaban, Josseran buscó a Jutelún entre la multitud de rostros morenos y hostiles pero sólo vio a su antiguo amigo Tekuday, que lo miraba con expresión tan malhumorada como el resto. Entonces se le ocurrió que tal vez ella fuera capaz de abandonarlo.

La ruta de la seda
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