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El grupo zigzagueaba lentamente sobre las colinas y pasaba por pueblos de curiosas casas de adobe en forma de colmena; por la noche rodearon la fortaleza de Harenc. Yusuf abría la marcha y Josseran y Gerardo lo seguían, luego iban los soldados de Bohemundo y por fin los caballos de carga y los carros. Guillermo iba en la retaguardia, con la cabeza gacha, extenuado ya por el viaje.
Avanzaban por la vieja vía romana pavimentada, que aún se abría camino entre las rocas como en tiempos de la Biblia. Josseran se alegraba de tener consigo a los soldados de Bohemundo porque el terreno era ideal para una emboscada y estaba seguro de que en las sierras había bandidos beduinos que los observaban. No porque creyera que ellos tuvieran el aspecto de una rica caravana cristiana, y sin duda tampoco por la manera en que vestían. Él y Gerardo usaban túnicas sencillas hechas de muselina, un excelente algodón que los cruzados importaban de Mosul, y tenían las cabezas envueltas en bufandas mahometanas. Incluso en aquella época del año les resultaban frescas y prácticas, y evitaban que el sol les quemara la piel. Josseran le había ofrecido comodidades similares al hermano Guillermo, que, en cambio, insistía en usar el pesado manto de lana con capucha que había traído de Roma. Josseran notó que debajo de la capucha tenía la cara colorada como una remolacha.
Tal era la suerte de un hombre santo.
Era la última hora de la tarde y estaban amodorrados y cansados. Gerardo y Guillermo dormitaban en la silla, aturdidos por el calor del sol que les caía en las espaldas, el traqueteo de los carros y el repiqueteo sordo de los cascos de los caballos. Las rocosas sierras sirias se extendían alrededor de ellos.
Los olieron antes de oírlos. Los caballos fueron los primeros en reaccionar, se movían nerviosos y piafaban. Yusuf retuvo su caballo y se giró sobre la silla.
—¿Qué pasa? —gritó Guillermo.
Aparecieron de repente, como si hubieran salido de la nada. Los cascos resplandecían al sol y sus estandartes rojos y grises flameaban en el extremo de las lanzas. Yusuf gritó una maldición. Tenía los ojos muy grandes, como los de un caballo que huye del fuego.
Los tártaros ya los flanqueaban en un hábil movimiento de tenaza ejecutado al galope. Instintivamente, Gerardo cogió su espada, pero ante una orden de Josseran la volvió a envainar. Los soldados de Bohemundo también habían sido cogidos por sorpresa y permanecían dócilmente en sus sillas, observando.
Josseran miró a su alrededor en busca del fraile. Guillermo estaba sentado tranquilamente en su silla, con el rostro convertido en una máscara.
—Bueno, templario —gritó por encima del fragor de los cascos de los caballos—, te ha llegado la hora de ganarte la honra que se te ha dispensado. Esperemos que la fe que el gran maestre depositó en ti no haya sido por error.
Kismet piafaba, excitada por el cambio y por el olor desconocido que tenía en los ollares.
Los tártaros completaron vertiginosamente el círculo alrededor de ellos, y luego se les acercaron. Josseran estimó que serían unos cien hombres. Por un instante tuvieron la impresión de que los atropellarían al galope, pero en el último momento sofrenaron los caballos de pecho ancho y se detuvieron.
Entonces reinó un silencio mortal, sólo interrumpido por el resoplido ocasional de un caballo o por el ruido de las guarniciones.
De manera que aquéllos eran los temidos tártaros.
En realidad, su olor era mucho más horrible que su apariencia. Tenían las mejillas del color del cuero hervido, ojos oscuros y sesgados, y pelo negro y lacio. Usaban pequeñas armaduras, bien una cota de malla o una coraza de cuero cubierta por una suerte de escamas de hierro. Cada soldado tenía un casco de cuero o de hierro y un escudo de mimbre cubierto también de cuero. Josseran pensó que en un combate cuerpo a cuerpo no podrían vencer a un caballero franco que llevara su pesada armadura. Sin embargo, al mirar los arcos que llevaban consigo y las aljabas en forma de cajas llenas de flechas que colgaban de sus cinturas, comprendió que aquellos jinetes tenían más habilidad matando a distancia.
Los caballos que montaban eran poco mayores que mulas, animales ridículos y feos con hocicos planos y pechos fuertes. ¿Sería aquélla la caballería más temida del mundo entero?
Un tártaro que llevaba un casco de oro se adelantó con su caballo y los miró. El jefe, supuso Josseran. Tenía ojos crueles, castaños y de forma almendrada, parecidos a los de un gato; lucía una rala barba negra y en la mano derecha llevaba un hacha.
—¿Quiénes sois? —preguntó en un árabe aceptable—. ¿Por qué os acercáis a Alepo?
Josseran se quitó la bufanda que se había enrollado alrededor de la boca y notó una momentánea sorpresa en los ojos del oficial tártaro cuando vio su barba pelirroja.
—Me llamo Josseran Sarrazini. Soy un caballero de la orden de los templarios, asignado a la fortaleza de Acre. Mi señor es Tomás Berard, gran maestre de la orden. Me han enviado como embajador ante tu kan, el señor Hulagu.
—¿Y qué me dices del cuervo que está detrás de ti, en el caballo pardo flaco?
Josseran no pudo dejar de sonreír. Era exactamente lo que Guillermo parecía.
—Él también es embajador.
—No viste como los embajadores.
Josseran se permitió una audacia.
—Ha recorrido una enorme distancia. Desde Roma, que es una ciudad muy lejana. —Se señaló la frente y añadió con mayor suavidad—: Los rigores del viaje le han turbado la mente.
El oficial tártaro asintió con la cabeza, como si eso confirmara su primera impresión.
—¿Qué dice? —preguntó Guillermo.
—Desea saber qué hacemos aquí.
—Dile que tengo una misiva para su señor que le envía el propio Papa.
—Ya se lo he dicho —contestó Josseran—. Tienes que ser paciente y permitirme hablar por todos.
—Me llamo Yuchi —dijo el oficial tártaro—. Os escoltaré hasta Alepo. Allí os encontraréis con Hulagu, el kan de toda Persia.
Y así emprendieron de nuevo la marcha a través de las tierras estériles y rocosas de las sierras sirias, esta vez rodeados por un escuadrón de los jinetes más temidos en el mundo conocido, camino de Alepo y de un destino que ni Josseran Sarrazini ni Guillermo de Augsburgo podían haber imaginado ni en el más descabellado de sus sueños.