5

Josseran había tenido puesto el cepo durante unas horas y sentía que llevaba sobre sus hombros el peso de la catedral de Chartres. Cada pequeño movimiento le representaba un sufrimiento. El dolor y la fatiga le producían un adormecimiento que no era exactamente sueño, porque el sueño era imposible, y que, sin embargo, durante algunos benditos momentos lo alejó de la terrible situación en que se encontraba y lo llevó a Francia y a los campos del Languedoc en verano. Vio prados encendidos por el amarillo de la colza, los observó con los ojos de un extranjero, impresionado por su belleza y, sin embargo, sin ninguna sensación de pertenencia, como si estuviera mirando un tapiz.

Estaba convencido de que nunca volvería a verlos.

Cuando abrió los ojos se dio cuenta de que había alguien en la yurta y al levantar la mirada vio a Qaidu, que lo observaba. El corazón le golpeó dentro del pecho. Tal vez iba a pronunciar su sentencia y pronto sabría cómo tenía que morir.

Qaidu tenía los brazos en jarras y las piernas separadas.

—¿Qué debo hacer contigo, bárbaro? Mis generales dicen que debo ejecutarte con los otros.

—¿Los otros?

—Los perros de Qubilay. Son traidores al pueblo de los mongoles azules y una mancha en la leyenda de Gengis Kan. He decretado que sean hervidos vivos.

Mientras Qaidu hablaba, Josseran alcanzaba a oír a sus compañeros dirigiéndose a la muerte. Abrigó la esperanza de que le hubieran dado a Hombre Borracho un poco de su tan amado kumis para ayudarlo en aquel momento tan difícil. Cambió de posición para poder mirar los ojos grises de Qaidu. «¡Cómo me gustaría enrollar tus entrañas alrededor de mi espada!».

—¿Y qué es lo que te hace dudar con respecto a mí?

—Algunos todavía insisten en que eres un embajador de tu rey y que, como tal, sería injusto hacerte daño.

Josseran consideró el perverso sentido de justicia que llevaba a los tártaros a introducir a hombres de su misma raza en calderos de agua hirviendo, mientras deliberaban sobre el destino de un extranjero considerándolo un asunto de conciencia. Los gritos de los torturados se oían en el campamento. «¡Ya han calentado el agua!». Josseran no podía imaginar la posibilidad de morir de aquella manera. «Pero no rogaré que me perdonen la vida —se prometió—. Aunque me rompan un hueso tras otro, no rogaré. Que Dios me dé fuerzas para resistir a estos demonios».

—Tal vez yo te pueda ofrecer otra elección.

Una rápida sonrisa de lobo. «¿Por eso está aquí mi señor Qaidu? ¿Para verme negociar?».

—¿Qué elección me ofreces, bárbaro?

—Permite que me case con Jutelún.

¡Con qué rapidez desapareció la sonrisa! Qaidu llevó las manos a la espada que colgaba de su cintura y apretó la empuñadura con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos. Por un momento Josseran creyó que lo degollaría allí mismo. Pero en lugar de ello se contentó con poner un pie sobre el cepo empujándolo casi hasta el suelo, doblando la cabeza de Josseran entre sus piernas.

—¿Estás jugando conmigo?

Josseran no respondió, no podía hacerlo. El dolor era inimaginable. Con un gruñido, Qaidu retiró el pie y retrocedió.

Josseran trató de levantar la cabeza. Fue como tratar de levantar un caballo con los brazos. «Tengo la espalda rota», pensó.

Era incapaz de enderezar la espalda y se desplomó hacia un lado. Lanzó un gruñido de dolor; en aquel momento todo el peso de su cuerpo estaba apoyado en la rodilla y la cadera derecha.

—Tal vez te haga hervir con los demás —gruñó Qaidu.

—Hablo en… serio.

—Existen muchas maneras de matar a un hombre, bárbaro. Tú no estás facilitando la tuya.

—Propongo… una prueba.

Con la espalda y el cuello torcidos por el cepo no pudo ver la cara de Qaidu, pero notó la vacilación en su voz.

—¿Una prueba?

—Una carrera, a caballo… Jutelún contra… mí. Si… gano… me la concedes en matrimonio.

—¿Y qué harías entonces? ¿Te la llevarías contigo a las tierras bárbaras?

—Me quedaría… aquí.

—¿Aquí? —preguntó Qaidu con incredulidad—. ¿Por qué deseas quedarte aquí?

Josseran no tenía respuesta para aquella pregunta. Sin embargo, ¿hacia qué iba a volver? ¿Algún alma lloraría por él si no volvía sano y salvo a Acre?

—¿Y qué ofreces tú? —preguntó Qaidu.

«Son los sufrimientos que me produce el cepo que me está volviendo loco —pensó Josseran—. Que el Dios del Cielo me perdone. Me estoy jugando todo lo que poseo en cuerpo y alma por la luz tenue de una baratija, la susurrante promesa hecha en un bazar, una sombra vista en un pasaje oscuro. Persigo una fantasía y me lo juego todo por ella. Una locura».

—Muchos jóvenes la han pedido antes que tú —insistió Qaidu—. No andrajosos enviados bárbaros, sino excelentes príncipes tártaros y cada uno de ellos apostó cien caballos contra la promesa de que ella fuese su esposa. Si Jutelún gana, como sin duda ganará, ¿qué puedes ofrecerle tú?

—Mi… vida.

—Tu vida ya está perdida.

Volvieron a comenzar los gritos. «¿Cuánto tarda un hombre en morir hervido?».

—En este momento… todavía la tengo. Es todo lo que… tengo y tú todavía no has… decidido cuál será… mi destino.

Qaidu gruñó, tal vez admirando a regañadientes el coraje de Josseran.

—¿Y si te dijera que pienso dejarte en libertad? ¿Todavía harías esa apuesta?

Josseran no contestó. ¿Cómo iba un hombre a hacer contratos teniendo la cabeza y los brazos torturados por el cepo? Qaidu le hizo una seña a un guardia, que cogió un extremo del infernal artefacto y tiró de él hasta enderezar a Josseran. El peso volvió a una posición más tolerable y Josseran lanzó un sollozo de alivio. Por el momento le bastaba con poder apoyar el cepo contra el armazón de la yurta y gozar de un instante de bendito alivio.

—¿Me dejarás en libertad, mi señor Qaidu?

—Sí.

—Entonces tengo la posibilidad de hacer la apuesta. ¿Trato hecho?

—¡No hay ningún trato! —Le puso bajo la nariz la misiva de Qubilay dirigida a los templarios—. Esto es todo lo que quiero de ti. ¡No permitiremos que el usurpador haga una alianza con Hulagu!

—No hay ninguna diferencia. El mensajero y el mensaje son lo mismo. No puedes apoderarte de uno sin apoderarte del otro. Si volviera a Acre, informaría a mi maestre y al kan Hulagu de todo lo que he visto y oído. Te conviene aceptar la apuesta. No sería sabio dejarme ir, mi señor.

—Supongo que sabrás que es Jutelún y sólo ella la que suplica por tu vida.

Un instante de silencio, un instante para sonreír. «De manera que no me ha abandonado por completo». A partir de aquel momento, una locura total le poseyó por completo. Todos sus sentidos argumentaban contra ello, pero Josseran se oyó decir, como de lejos:

—No quiero mi libertad. Quiero a Jutelún.

—Eres tonto.

—Tal vez tengas razón.

Qaidu lo observó durante largo rato.

—Le resultas extraño a ella y eso la fascina porque es una chamán y no se parece a otras mujeres. Se siente atraída por cosas que el resto de nosotros, que no poseemos el don, tememos. Pero tú no eres para ella. Jutelún debe casarse con un joven kan y darle hijos y terminar su vida en estas estepas.

—Permite que ella decida —contestó Josseran.

Qaidu permaneció allí largo rato, pensando. Josseran alcanzaba a oír su respiración aunque ya no podía levantar la cabeza para buscar alguna pista en los ojos del kan.

—Habría sido mejor que hubieras muerto —dijo finalmente; después, se dio la vuelta y salió de la yurta. Fuera, los golpes de los tambores de los chamanes y los aullidos inhumanos de los que hervían no habían cesado.

La ruta de la seda
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