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Guillermo había estado sólo dos días en Ultramar, la Tierra Santa, y estaba escandalizado.

Acre formaba parte del reino de Jerusalén, y esperaba encontrar un baluarte de la devoción; pero los caballeros y señores encargados de la protección de aquel lugar sagrado se divertían y retozaban de una forma que no era mejor que la de los sarracenos. Había llegado sólo unos días antes en una galera mercante veneciana. Mientras permanecía en la popa, junto al capitán, observando la gran fortaleza que se alzaba sobre el mar, sintió una emoción evangelizadora y profunda. Allí estaba Palestina, a la que los francos llamaban Ultramar, el sagrado lugar del Nacimiento del Señor, la tierra bendita que una vez recorrieron los profetas, la tierra de los Testamentos, de Nazaret, de Jerusalén y de Belén. Era la culminación de sus sueños. Lleno de un repentino celo mesiánico, se le llenaron los ojos de lágrimas. Sobrecogido por la emoción, apretó la baranda de madera con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.

«Mi Señor, mi Dios, permite que te sirva. Permite que muera por Ti, si ésa es tu voluntad».

El viento azotó las velas, y el timonel, que estaba en una plataforma elevada de la popa, se apoyaba sobre la larga caña del timón. Los marineros subieron por las cuerdas para ocupar sus posiciones en el palo de trinquete y en el palo mayor. La galera entró en el puerto mientras las olas golpeaban el gran fuerte. Pero, más allá de los torreones y barbacanas, se alzaban las cúpulas de las mezquitas y los minaretes. Su presencia era un recordatorio de que incluso allí el Señor estaba sitiado. Hacía mucho que los Centros de reunión sarracenos habían sido consagrados y convertidos en iglesias cristianas, pero los gruesos muros del castillo era todo lo que separaba a los peregrinos de las hordas mahometanas. Con la pérdida de Jerusalén, Acre era un símbolo para toda la cristiandad, un puesto de avanzada de Dios entre los paganos.

Y él sería su salvador.

Las formidables expectativas que tuvo al llegar no se cumplieron. Lejos de ser un puesto de avanzada de lo sagrado, Acre era sólo otra maloliente ciudad sarracena. Judíos y mahometanos, con sus tocados y chadores, se arracimaban en las estrechas calles cubiertas de excrementos y de mugre, y el olor que se alzaba de los adoquines y del barro era casi tangible. En los bazares resonaban los gritos guturales de los comerciantes.

Por todas partes veía mahometanos de piel oscura y nariz ganchuda que lo observaban detrás de su keffiyeh con ojos de halcón que brillaban de odio. Se sintió ultrajado por las miradas que le dirigían, aunque no atemorizado, porque todas las puertas de la ciudad las custodiaban los centinelas templarios, fácilmente distinguibles por sus sobrevestas blancas con cruces rojas.

Pero no fue sólo la proliferación de infieles lo que le asqueó. Los propios señores de Acre vivían de una manera que lo confundía, como habría confundido a cualquier buen cristiano que viviera en Provenza, en Lombardía o en Tolosa. Los palacios donde vivían tenían suelos de mármol, paredes cubiertas de alfombras de seda y altos techos. Una vida de suntuosa decadencia, ofensiva para un cristiano temeroso de Dios.

La noche de su llegada le ofendieron ofreciéndole un baño. Los caballeros que había conocido hasta aquel momento usaban togas sueltas de seda e incluso turbantes, imitando a los sarracenos. Y las mujeres vestían como musulmanas, con velos y túnicas cubiertas de joyas, y usaban henna y perfumes, como cualquier hurí de Damasco.

No era lo que esperaba encontrar al salir de Roma.

En Ultramar, la causa sagrada había sufrido desastre tras desastre durante las dos últimas décadas. Jerusalén, que había sido arrebatada a los infieles por petición del Papa mil cien años después del nacimiento de Nuestro Señor, estaba de nuevo en manos de los sarracenos, saqueada en 1244 por una horda de turcos juwarizmíes pagados por el sultanato ayubí. Hacía sólo una década que el propio Luis IX de Francia había tomado la cruz para salvar la Ciudad Santa de los herejes, pero su expedición terminó en un desastre ocurrido en el delta del Nilo, donde le hicieron prisionero y cobraron un rescate por él.

Guillermo creía que las ciudades que permanecían en manos cristianas (Acre, Antioquía, Jaffa y Sidón) aún dedicaban todas sus fuerzas y energías a la recuperación de la Ciudad Santa. En cambio, era evidente que prosperaban comerciando abiertamente con los sarracenos y manteniendo buenas relaciones con ellos. Los mercaderes de Génova, Pisa y Venecia peleaban con mayor frecuencia entre ellos que contra los infieles, y les interesaba más el comercio que luchar por Cristo. La gran mezquita de Acre había sido convertida, y con justicia, en una iglesia cristiana, pero Guillermo se escandalizó cuando descubrió una capilla lateral reservada para que rezaran los mahometanos. Le escandalizó aún más descubrir que la mezquita del Pozo Oxen’s no había sido consagrada y que los mahometanos todavía oraban allí abiertamente; y su asombro fue mayor al ver un altar cristiano junto al de los infieles.

La ciudad no era ningún santuario para almas cristianas, el centro de rechazo a los sarracenos que él esperaba encontrar. Durante la noche los hombres morían en refriegas, y las prostitutas y los vendedores de hachís llenaban las calles.

Pero él estaba allí por encargo especial del Papa y no podía permitir que la decadencia que se insinuaba dentro de aquellos muros le impidiera cumplir con su misión. Por las noticias que acababa de recibir, parecía que no podía perder un solo momento.

El reino de Jerusalén estaba gobernado por un monarca, con la ayuda del consejo de barones, formado por los principales señores y sacerdotes del reino. Pero durante dos años no se habían reunido en consejo, y los dominios cruzados de Acre y de Tiro estaban en aquel momento a punto de iniciar una guerra civil por la sucesión a la corona entre los partidarios del rey Hugo II de Chipre y los del príncipe Conradino, el nieto del sacro emperador romano, ambos de seis años de edad.

No era un buen momento para pelear. Hacía ya tres años que los ejércitos tártaros se movilizaban hacia el oeste; en Alamut habían destrozado la ciudadela de la montaña de los temidos hassasí, y luego habían saqueado Bagdad, donde mataron a cientos de miles de personas, enrareciendo tanto el aire con el hedor de los cadáveres que hasta sus soldados se vieron obligados a retirarse de la ciudad. En aquel momento, bajo el mando de su kan, Hulagu, habían llegado a las puertas de Alepo, en Siria.

Y tras Alepo, Tierra Santa estaba ante ellos.

La ruta de la seda
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