La enfermera Trent en persona abrió la puerta, con una expresión.de resignado reproche. Pero antes de que pudiera hablar, la Sharp le oprimió el brazo.
–Querida mía -le dijo hablando rápidamente_, ¡lo siento tanto! ¡Pero qué día he tenido! Te lo diré después. Déjame entrar un instante para dejar mis cosas. Si voy tal como estoy, creo que llegaremos a tiempo.
En ese momento, mientras estaban ambas mujeres en el corredor,.
Hamson bajaba la escalera, atildado, resplandeciente y con su ropa de tarde.
Al verlas se detuvo. Nunca podía renunciar Freddie a una oportunidad de mostrar el encanto de su personalidad. Era parte de su técnica, hacerse querer de la gente, sacarles el mejor partido. – ¡Hola, señorita Sharp! – le dijo alegremente, sacando un cigarrillo de su cigarrera de oro-. Parece molesta. ¿ y por qué están las dos tan atrasadas? ¿No le oí algo a la enfermera Trent respecto de una función esta noche?
–Sí, doctor -respondió la Sharp-. Pero…, me atrasé con una enferma del doctor Manson. – ¿Cómo? – El tono de Freddie insinuó una leve curiosidad.
Fué suficiente para la enfermera Sharp. Enconada, con antipatía por Andrés y admiración por Hamson, se desahogó al instante.
–Nunca he tenido un trato semejante en toda mi vida, doctor Hamson.
Llevar una enferma del Victoria hasta ese lu.gar de Bellevue; ser retenida allí tres horas por el doctor Manson mientras él efectúa un neumotórax con un hombre que no posee título… _ Refirió toda la historia de la tarde, reprimiendo a duras penas sus amargas lágrimas de víctima.
Cuando terminó hubo un silencio. Los ojos de Freddie adquirieron una extraña expresión.
–Muy malo, enfermera -dijo al fin-. Pero supongo que ustedes no querrán perder la función. Mire, enfermera Tl:ent…, tomen un taxi y me lo carga a mí. Anótelo en su planilla de gastos. Ahora tengo que partir, si ustedes me lo permiten.
–Ese es un caballero -murmuró la Sharp, siguiéndolo con una mirada de admiración-. Vamos, querida, toma el taxi.
Freddie, muy pensativo, se encaminó hacia el club. Desde el disgusto con Andrés había tenido que olvidar su orgullo por necesidad y había vuelto a una asociación más estrecha con Deedman e Ivory. Ese día comían juntos los tres. y mientras lo hacian, Freddie, menos por maldad que por el deseo de interesarlos, de ganar de nuevo la estimación de sus colegas, subrayó con aire de superioridad:
–Manson parece estar haciendo juegos de salón desde que nos dejó. Sé que ha comenzado a enviarle enfermos a ese tal Stillman. – ¿Qué? – exclamó Ivory soltando el tenedor.
Y en colaboración, a lo que entiendo.
Hamson les proporcionó una divertida versión de la historia. Cuando concluyó, Ivory preguntó con súbita brusquedad. – ¿Es verdad eso?
–Mi querido amigo – respondió Freddie ¡en un tono solcmne-, lo he sabido de su misma enfermera no hace media hora.
Siguióse una pausa. Ivory bajó los ojos Y continuó comiendo.
Sin embargo, bajo la apariencia de su calma experimentaba un júbilo inmenso. Jamás le había perdonado a Andres aquella observación final después de la operación de Vidler. Aunque no era quisquilloso, tenía el orgullo del hombre que conoce su propia debilidad y la oculta cuidadosamente. En lo profundo de su corazón se sabía un cirujano incompetente. Pero nadie le había dicho con violencia tan cortante toda la magnitud de su incapacidad. Aborrecía a Manson por esa amarga verdad.
Después que los otros hubieron conversado un poco, levantó la cabeza. Su voz era impersonal.
–Esa enfermera de Manson… ¿puede conseguir su dirección?
Sin duda.
–Me parece – dijo Ivory fríamente-, que hay que hacer algo a este propósito. Entre nosotros, Freddie, nunca he podido consagrarle mucho tiempo a este Manson; pero esto no viene al caso. Pienso únicamente en el aspecto ético. La otra tatde no más me hablaba Gadsby de este Stillman; asistíamos a la comida de Mayfly. Comienza a figurar en los diarios… me refiero a Stillman. Algún asno ignorante de Fleet Street ha reunido una lista de pretendidas curaciones de Stillman, casos en que los médicos han fracasado: ustedes conocen las habladurías corrientes. Gadsby está bastante irritado con todo eso. Creo que Churston fué un tiempo su paciente antes de que lo abandonara por este curandero. Es precisamente lo que va a ocurrir si miembros de la profesión van a apoyar a este patán extranjero. ¡Por Dios!
Cuanto más pienso en ello, menos agradable me resulta. Me pondré en comunicación con Gadsby para tratar directamente el asunto. ¡Mozo! Vea si el doctor Mauricio Gadsby está en el club. En caso contrario, que el portero llame por teléfono y vea si está en su casa.
Hamson se sintió intranquilo esta vez. No había en él rencor ni mala voluntad para con Manson, al que siempre había querido a su manera despreocupada y egoísta. Le manifestó:
–No me mezcles en el ásunto.
–No seas tonto, Freddie. ¿Dejaremos que ese sujeto nos enlode y siga con esto?
El mozo regresó para decir que Gadsby estaba en su casa. Ivory le dió las gracias.
–Temo que esto signifique el fin de mi bridge, muchachos. A menos que Gadsby esté comprometido.
Aunque no eran precisamente amigos, eran lo suficientemente conocidos para que el médico sacase su mejor aporto y un buen puro.
Tuviera o no noticia Gadsby de la reputación de Ivory, a lo menos conocía la situación social del cirujano, lo que valía mucho para que Mauricio Gadsby, aspirante a los honores, lo tratara con la debida amabilidad.
Cuando Ivory le mencionó el objeto de su visita, Gadsby no tuvo necesidad de aparentar interés. Se inclinó hacia adelante en su silla, con sus ojillos fijos en Ivory, escuchando el asunto con la mayor atención. – ¡Bueno! ¡Demonios! – exclamó con no acostumbrada vehemencia al final-. Conozco a ese Manson. Lo tuvimos por corto tiempo en el T. C. M.
Y le aseguro que experimentamos un gran alivio cuando se retiró. Un perfecto advenedizo, con los modales de un muchacho para mandados. ¿Y me dice usted que retiró a una enferma del Victoria? Debe haber sido uno de los casos de Thoroughgood. Ya veremos lo que éste dice al respecto. ¿Y se la llevó a Stillman?
–Más que eso: ayudó realmente a Stillman en la operación.
–Si es verdad -dijo con toda intención Gadsby-, el caso corresponde a la G. M. C.
–Bien -Ivory vaciló muy cumplidamente-. Esa era precisamente mi idea. Pero habría preferido abstenerme. Usted comprende, en otro tiempo he tenido mayores relaciones que usted con ese sujeto. Realmente no estimaba propio presentar yo mismo la denuncia.
–Yo lo haré -dijo autoritariamente Gadsby-. Si lo que usted me dice es efectivamente cierto, yo lo expondré personalmente. Faltaría a mi deber si no tomase medidas inmediatas. Se trata de un problema fundamental, Ivory.
Ese sujeto Stillman es una amenaza, no tanto para el público como para la profesión. Creo que le referí mi experiencia con él la otra noche, en una comida. Amenaza nuestra situación legal, nuestra técnica, nuestra tradición.
Amenaza todo lo que nosotros defendemos. Nuestro recurso es obtener su eliminación del campo profesional. Tarde o temprano se hundirá por lo del diploma legal. Fíjese, Ivory. A Dios gracias, hemos mantenido los diplomas en manos de la profesión. Sólo nosotros podemos extender un certificado de defunción. Pero si -fíjese bien-, si ese sujeto y ótros como él pueden asegurarse la colaboración profesional, estamos perdidos. Afortunadamente la G. M. C. ha caído siempre como una tonelada de ladrillos sobre tales intentos. Usted recuerda el caso de Jarvis, el manipulador, hace varios años, cuando consiguió que un medicastro le hiciese una anestesia. Fué condenado al momento. Mientras más pienso en ese Stillman, más resuelto me siento a hacer un escarmiento con él. Si usted me permite un instante, voy a telefonear a Thoroughgood. Y mañana interrogaré a esa enfermera.
Se levantó y habló con Thoroughgood. Al día siguiente, en presencia de éste, le tomó una declaración escrita a la enfermera Sharp. Tan concluyente fué el testimonio de ésta, que al instante se puso Gadsby en contacto con sus abogados, los señores Boon y Everton, de Blomsbury Square. Aborrecía a Stillman, por su puesto. Pero ya poseía una halagadora idea del prestigio que probablemente gana un defensor público de la moralidad médica.
Mientras Andrés, olvidado de todo, se iba a Llantony, el proceso iniciado en su contra seguía seguramente su curso. Es verdad que Freddie, al dar con un párrafo que refería la investigación tocante a la muerte de Cristina, le había telefoneado a Ivory para que procurara detener el proceso.
Pero ya era demasiado tarde. La denuncia había sido presentada.
Posteriormente, el tribunal de asuntos penales consideró la denuncia y bajo su autoridad se envió un oficio que citaba a Andrés a comparecer a la reunión de noviembre del Consejo, a fin de responder al cargo que había en su contra. Esta era la carta que tenía ahora en sus manos, pálido de ansiedad, intimidado por la amenaza de su fraseología jurídica:
"Que usted, Andrés Mlanson, con conocimiento y consentimiento, ayudó el 15 de agosto a un Ricardo Stíllman, persona no diplomada, que ejerció la medicina en una sala de operaciones, habiéndose asociado con él en el plano profesional, al llevar a cabo semejante operación. y que, por consiguiente, ha sido usted culpable de indignidad profesional"