Más de una vez sintió fijos en él los ojos satíricos e inteligentes de Denny. Pero no le importaba. Idealista y apasionado, vinculaba a Cristina con sus ambiciones, inconscientemente la convertía en un incentivo extra, en el gran asalto a lo desconocido.
Reconocía para sus adentros que prácticamente nada sabía aún. Sin embargo, se estaba enseñando a sí mismo a pensar por su cuenta, a mirar detrás de las apariencias en un esfuerzo para descubrir la causa próxima.
Nunca antes se había sentido tan poderosamente atraído por el ideal científico, Anhelaba no convertirse nunca en mercenario o descuidado, no saltar jamás a las conclusiones, no llegar nunca a escribir "la preparación como antes" Necesitaba descubrir, ser científico, ser digno de Cristina.
Frente a este ingenuo anhelo, parecía deplorable que en la práctica su trabajo se tornara de pronto, y uniformemente, estúpido. Neesitaba escalar montañas. Sin embargo, en las semanas siguientes se vió frente a una serie de colinas insignificantes. Sus casos eran triviales, carentes por completo de interés, una avalancha vulgar de dislocaciones, dedos heridos, resfrías. El colmo ocurrió cuando lo llamó, dos millas valle abajo, una anciana de rostro amarillento que, mirándolo por debajo de su gorro de franela le pidió que le cortara los callos.
Se sentía molesto e impaciente por esta falta de oportunidades, ansiaba el torbellino y la tempestad.
Comenzó a discutir su propio optimismo, a preguntarse si le era realmente posible a un doctor en este apartado lugar ser algo más que un ganapán vulgar. y entonces, cuando mayor era su pesimismo, se produjo un incidente que levantó, una vez más, hasta las nubes el mercurio de sus esperanzas.
Hacia el fin de la última semana de junio, al acercarse al puente de la estación, se encontró con el doctor Bramwell. El rey de las enfermedades pulmonares salía de la puerta lateral de la Posada del Ferrocarril, limpiándose furtivamente el labio superior con el dorso de la mano. Cuando Gladys partía, alegre y vestida de gala, a sus enigmáticas expediciones de "compras" a Tonig1an, él tenía la costumbre de regalarse libremente con unos tragos de cerveza.
Algo desconcertado al verse sorprendido por Andrés, sin embargo, salvó la situación con una mentira.
–Ah, Manson! Me alegro de verlo. Acabo de atender un llamado de Pritchard.
Pritchard era el propietario de la Posada del Ferrocarril, y Andrés lo había visto cinco minutos antes, sacando a su "terrier" a dar un paseo. Mas dejó pasar la oportunidad. Le tenía cariño al rey de las enfermedades pulmonares, cuyo altisonante lenguaje y heroicidad festiva eran compensados de manera muy humana por su timidez y los agujeros de sus calcetines, que Gladys olvidaba zurcir.
Mientras caminaban calle arriba, comenzaron a hablar dei oficio.
Bramwell estaba siempre pronto a conversar de sus casos y ahora, con aire de gravedad, le manifestó a Andrés que Emlyn Hughes, cuñado de Anita, estaba a su cuidado. Emlyn, decía, se había estado conduciendo en forma extraña últimamente, trastornándose en la mina y perdiendo la memoria. Se había puesto pendenciero y violento.
–Me produce mala impresión, Manson -dijo pensativamente Bramwell-. Yo he visto antes el trastorno mental. Y esto se le parece extraordinariamente.
Andrés manifestó su interés. Siempre había creído a Hughes un sujeto agradable e impasible. Recordó que Anita había dado muestras de hallarse inquieta últimamente y que al interrogarla, él había inferido vagamente que se hallaba intranquila respecto de.su cuñado, por cuanto a pesar de su inclinación a los chismes, se había manifestado reticente en lo que concernía a las cosas de su familia. Cuando se separó de Bramwell aventuró la esperanza de que este caso pudiera tomar un giro favorable dentro de poco.
Pero el viernes siguiente a las seis de la mañana fué despertado por golpes en su dormitorio. Era Anita que, enteramente vestida y con los ojos enrojecidos, le presentó un sobre. Andrés lo abrió. Era un mensaje del doctor Bramwell.
"Venga al instante. Quiero que me ayude a certificar el caso de un loco peligroso."
Anita contenía las lágrimas.
–Es Emlyn, doctor. Ha ocurrido algo horrible. Espero que usted venga pronto.
Andrés se vistió en tres minutos. Acompañándolo calle abajo, Anita le refirió lo mejor que pudo lo de Emlyn. Había estado enfermo y extraño en el transcurso de tres semanas, pero durante la noche se había tornado violento y había salido enteramente de sus casillas, acometiendo a su mujer con un cuchillo de pan. Olwen había escapado apenas, saliendo a la calle en camisón. El sensacional relato era bastante desconsolador tal como Anita lo contaba, con palabras entrecortadas, mientras lo seguía apresuradamente a la suave luz de la mañana, y poco se le ocurría añadir a Andrés para tranquilizarla. Llegaron a la casa de Hughes. En la pieza de la calle, Andrés encontró al doctor Bramwell, sin afeitar, sin cuello ni corbata, sentado a la mesa con aire se rió, pluma en mano. Tenía ante sí un formulario de papel azul, a medio llenar.
–Ah, Manson, qué bueno que haya venido tan pronto! Un asunto desgraciado. Pero no le hará perder mucho tiempo. – ¿Qué ocurre?
Hughes se ha vuelto loco. Creo que hace una semana le manifesté que temía este desenlace. Bien. Tenía razón. Manía aguda -Bramwell subrayaba las palabras con trágica grandeza- Manía aguda homicida. Tendremos que hacerlo llevar derechamente: a Pontynewdd. Ello requiere dos firmas en el certificado, la mía y la suya… Los parientes me pidieron que lo llamara a usted. Conoce el procedimiento, ¿no?
–Sí -asintió Andrés-. ¿Cuáles son sus fundamentos?
Carraspeando, comenzó Bramwell a leer lo que había escrito en el formulario. Era un relato completo, fluido, de algunas de las acciones de Hughes durante la semana anterior, todas las cuales denunciaban su trastorno mental. Al final, Bramwell levantó la cabeza.
–Evidencia clara, me parece.
–Parece algo muy grave -respondió lentamente Andrés-. Bien, lo examinaré un poco.
–Gracías, Manson. Me hallaré aquí cuando haya terminado. Y comenzó a añadir nuevos detalles a su escrito.
Emlyn Hughes estaba en cama y, sentado a su lado -para el caso de que se necesitara la fuerza-, dos de sus compañeros de la mina. De pie frente al lecho se hallaba Olwen, con el rostro comúnmente tan vivaz y alerta, ahora demacrado y sollozante. Su actitud era de tal abatimiento, tan tensa y triste la atmósfera de la alcoba, que Andrés sintió momentáneamente un estremecimiento de frialdad, casi de miedo.
Se dirigió a Emlyn y al principio apenas lo reconoció. El cambio no era tan grande, se trataba del mismo Emlyn, pero de un Emlyn alterado y embotado, con unas facciones que de misteriosa manera habían perdido su perfil característico. Su rostro parecía hinchado, las ventanillas de la nariz engrosadas, la piel cerosa, a excepción de una mancha rojiza que se extendía por la nariz. Todo su aspecto era pesado, apático. Andrés le habló. Musitó una respuesta ininteligible. Luego, apretando los puños, prorrumpió en una andanada de disparates agresivos que, sumados al relato de Bramwell, daban completa evidencia de la necesidad de su traslado.
Siguió un silencio. Andrés lamentaba tener que estar convencido. Sin embargo, inexplicablemente, no estaba satisfecho. ¿Por qué, por qué, seguía preguntándose, por qué hablaría así Hughes? Suponiendo que el hombre estuviera trastornado, ¿cuál era la causa? Había sido siempre un hombre feliz, satisfecho; no había tenido inquietudes, era despreocupado, amistoso.' ¿Por qué, sin razón aparente, había llegado a esto?
Debía haber una razón, pensaba Manson empecinadamente; los síntomas no se presentaban por sí solos. Mirando esas facciones hinchadas, cavilando, cavilando en busca de alguna solución del enigma, instintivamente le palpó la cara abotagada, advirtiendo inconscientemente al hacerla que la presión de su dedo no dejaba depresión alguna en su mejilla edematosa.
De pronto, eléctricamente, vibró una deducción en su cerebro. ¿Por qué la hinchazón no formaba hoyuelos a la presión? Porque -y le saltaba el corazón con este hallazgo-, no era verdadero edema sino mixedema. Había dado, sí, había dado! No, no, no debía precipitarse. Se refrenó a si mismo con energía. No debía ser un atolondrado, que saltara locamente a las conclusiones. Debía marchar con prudencia, lentamente, estar seguro.
Inclinándose, alzó la mano de Emlyn. Sí, la piel estaba seca y áspera y los dedos ligeramente hinchados en sus extremos. La temperatura era subnormal. Concluyó metódicamente el. examen, reprimiendo cada nueva oleada de entusiasmo. Todos los síntomas y todos los signos ajustaban tan magníficamente como las piezas de un complicado rompecabezas. La palabra torpe, la piel seca, los dedos hinchados, el rostro tumefacto y sin elasticidad, la memoria defectuosa, la ideación lenta, los ataques de irritabilidad culminando en un estallido de violencia homicida: oh, el triunfo del cuadro completo era sublime!
Levantándose fué al salón donde el doctor Bramwell, de pie sobre el felpudo de la chimenea y dando la espalda al fuego, lo recibió.
–Bien. ¿Conforme? La pluma esta en la mesa.
–Mire. Bramwell… -Andrés mantuvo desviados los ojos. luchando para eliminar del tono de su voz toda entonación triunfal Yo no creo que debamos denunciar el caso de Hughes.
Eh? ¿Qué? – Poco a poco la palidez abandonó el rostro de Bramwell.
Exclamó con ofendido asombro-: Pero el hombre ha perdido su juicio!
–No es ése mi punto de vista -respondió Andrés en un tono tranquilo, todavía reprimiendo, su excitación, su entusiasmo. No era bastante que hubiera diagnosticado el caso. Tenía que tratar con miramientos a Bramwell. procurar no enemistarlo-. A mi modo de ver, Hughes está enfermo de su mente sólo porque lo está del cuerpo. Creo que padece de una deficiencia de la tiroides… Un caso absolutamente definido de mixedema.
Bramwell miró fijamente a Andrés. Ahora, a la verdad, se hallaba confundido. Hizo varios esfuerzos para hablar, un rumor extraño. como de nieve que cae de un tejado.
–Después de todo -prosiguió persuasivamente Andrés. con sus ojos fijos en el felpudo de la chimenea-, Pontynewdd es un sitio abominable.
Una vez que Hughes ingrese allí, no saldrá más, V si sale, llevará el estigma de ello toda su vida. ¿Y si primero intentáramos administrarle tiroides?.
–Vaya, doctor -balbuceó Bramwell-, yo no veo…
–Piense en su prestigio -lo interrumpió rápidamente Andrés, para el caso de que lo sane. ¿No cree que vale la pena? Venga ahora, llamaré a la señora Hughes. Ella está llorando desolada porque cree que le van a llevar a Emlym, Usted puede explicarle que vamos a intentar otro tratamiento.
Antes de que Bramwell pudiera protestar. Andrés salió de la pieza.
Pocos minutos después. cuando regresó con la señora Hughes, el rey de las enfermedades pulmonares se había tranquilizado. De pie sobre el felpudo, le informó a Olwen, de la mejor manera que pudo, de que "todavía podía haber un rayo de esperanza", mientras que, detrás de él, Andrés convertía el certificado en un ovillo y lo arrojaba al fuego. En seguida. salió a telefonear a Cardiff pidiendo tiroides.
Hubo un período de ansiedad trémula, varios días de expectación angustiosa, antes de que Hughes comenzara a responder al tratamiento. Pero una vez que hubo comenzado, la reacción fué mágica. Emlyn estuvo en pie al cabo de quince días y de nuevo en su trabajo a los dos meses. Una tarde visitó el consultorio de Bryngower, flaco y activo, acompañado por la sonriente Olwen, para referirle a Andrés que nunca se había sentido tan bien en su vida. Olwen dijo:
–Todo se lo debemos a usted, doctor. Deseamos dejar a Bramwell. por usted. Emlyn estaba en su lista antes de que nos casáramos. Es ni más ni menos que un tonto maricón. Hubiera enviado a mi Emlyn a…, ya sabe a dónde, si no hubiera sido por usted y por todo lo que usted ha hecho por nosotros.
–Ustedes no pueden cambiarse, Olwen -respondió Andrés-. Todo se echaría a perder. – Abandonó su gravedad profesional y se entregó a un júbilo genuinamente juvenil- Si lo intentan siquiera,.., yo los acometeré con ese cuchillo para pan.
Bramwell, encontrando en la calle a Andrés, le observó alegremente:
"Hola, Manson! Supongo que habrá visto a Hughes. Oh, ambos están muy agradecidos! Me ufano de no haber tenido nunca un caso más hermoso."
Anita dijo:
"Ese viejo Bramwell, pavoneándose por las calles.como si fuera alguien. No sabe nada. y su mujer, bah! No puede conservar a sus sirvientes.".
La señorita Page dijo: "Doctor, no olvide que está trabajando para el Doctor Page."
El comentario de Denny fué:
"Manson, usted está ahora demasiado engreído para que se le tolere, y pronto será el mayor de los tontos. Muy pronto."
Pero Andrés, corriendo a lo de Cristina, embriagado con el triunfo del método científico, reservó para ella todo lo que tenía que decir.