Su imagen se alzó ante los ojos de Andrés, pero no las frescas facciones de aquella primera Cristina, sino un rostro más pálido, más maduro, con las mejillas ligeramente hundidas y ojos miopes tras unos lentes redondos. No era un rostro hermoso, pero tenía un inolvidable aspecto de sufrimiento.
Andrés salió mucho, jugó al bridge con Ivory, Freddie y Deedman en el Club. A pesar de su reacción a la fecha de su primer encuentro, siguió frecuentando a Stillman, que oscilaba entre el Brooks Hotel y la clínica, ahora casi terminada, en Wycombe. Lo escribió a Denny pidiéndole viniera a Londres, pero a éste le fué imposible, por ser tan reciente su nombramiento. Hope era inaccesible en Cambridge.
Procuró concentrarse febrilmente en su investigación clínica del hospital. Imposible. Estaba demasiado inquieto. Con este mismo afán nervioso trató de sus inversiones con Wade, el administrador del Banco. Todo satisfactorio, todo marchaba bien. Comenzó entonces a madurar un plan para comprar una casa en]a calle Welbeck -gruesa inversión, pero que resultaría altamente beneficiosa-, vender la de Chesborough, conservando solamente el consultorio contiguo. Una de las sociedades constructoras le ayudaría. Despertaba en las noches calurosas, con la cabeza llena de proyectos, pensando en su clientela, con los nervios agotados, echando de menos a Cristina, mientras su mano buscaba automáticamente un cigarrillo en la mesa de noche.
En medio de todo esto, llamó a Francisca Lawrence.
–Estoy solo aquí, por el momento. ¿Tendría inconveniente en salir a alguna parté por la tarde? ¡Hace tanto calor en Londres.
El acento de la dama le llegó suave, extrañamente calmante para él.
–Sería inmensamente agradable. Esperaba que usted me llamara.
Conoce usted Crossways? Estilo isabelino, aunque con demasiada luz, temo. Pero el río es allí magnífico.
La tarde siguiente despachó el consultorio en tres cuartos de hora. Mucho antes de las ocho recogía a Francisca en Knightsbridge y lanzaba su coche en dirección a Chertsey.
Corrieron hacia el oeste, a través de los bajos jardines del mercado, más allá de Staines, bajo la inundación del sol poniente. Ella iba al lado de Andrés, hablando muy poco, pero llenando el coche con su presencia encantadora y extraña. Llevaba un traje de un género delgado color café claro, y un sombrero oscuro pegado a su cabeza pequeña. Andrés experimentaba el sentimiento abrumador de la gracia de Francisca, de su consumada elegancia. Su mano desnuda, junto a él, expresaba curiosamente esta cualidad…, alba, tierna. Cada largo dedo terminaba en un exquisito óvalo escarlata. Sumamente delicada.
Crossways, como ella lo había supuesto, era una magnífica residencia isabelina en medio de jardines perfectos, sobre el Támesis, que en modo alguno se acomodaba a que, por conveniencias modernas, la hubiesen transformado de mansión señorial en lugar de recreo, con una abominable jazz-band. Pero aunque un lacayo de facción saltó al auto cuando ellos entraron al patio, ya lleno de coches suntuosos, los viejos ladrillos brillaban detrás de las parras y las altas chimeneas se alzaban serenamente hacia el cielo.
Pasaron al restarán. Era elegante, amplio, con mesas colocadas en torno de un cuadrado de piso lustroso, y había un "maitre" que podía haber sido hermano del gran visir del Plaza. Andrés odiaba y temía a los "maitre". Pero se debía, descubrió ahora, a que nunca los había afrontado al lado de una mujer como Francisca. Una rápida mirada y se veían reverencialmente conducidos a la mejor mesa de la sala, rodeados de un cuerpo de servidores, uno de los cuales desdobló la servilleta de Andrés y la colocó ritualmente sobre sus rodillas.
Francisca se sirvió muy poco: una ensalada, malba tostada y agua helada en vez de vino. Impertérrito, el "maitre" parecía ver en esa frugalidad la confirmación de la alta condición social de aquélla.
Andrés se dió cuenta, con una súbita sensación de pena, que si hubiese penetrado en ese santuario con Cristina y pedido esa comida vulgar, habría sido arrojado al camino con desprecio.
Volvió en sí para encontrarse con la mirada sonriente de Francisca. – ¿Se da cuenta de que nos conocemos hace ya bastante tiempo y ésta es la primera vez que me invita a salir con usted? – ¿Lo lamenta?
–No tanto como eso, creo.
Una vez más la familiaridad encantadora de ese rostro suavemente sonriente lo exaltó, lo hizo sentirse más despierto, más cómodo, en un plano superior. No era mera afectación ni tonta jactancia. El sello de la distinción de Francisca era algo que en cierto modo se difundía hasta envolverlo a él mismo. Andrés se daba cuenta de que las gentes de las mesas vecinas los observaban con interés, de la admiración masculina, que ella desdeñaba serenamente. No pudo menos que experimentar el sentimiento de una unión más firme con ella.
Díjole Francisca -¿Lo halagaría mucho el saber que he deshecho un compromiso anterior para venir aquí? Nicol Watson…, ¿lo recuerda? Me iba a llevar al ballet, uno de mis favoritos; (,qué pensaría usted de mi gusto infantil? Massine en La Boutique Fantasque.
–Recuerdo a Watson y su viaje por el Paraguay. Inteligente mozo.
–Es sumamente agradable,
–Pero no le parece que habría hecho demasiado calor en el teatro?
Ella sonrió sin contestar, y sacó un cigarrillo de una cajita plana de esmalte, en que se hallaba grabada en colores suave una exquisita miniatura de Boucher,
–Sí, tuve noticias de que Watson andaba detrás de usted. – insistió Andrés, con repentina vehemencia-. ¿Qué piensa de eso su marido?
De nuevo calló Francisca, alzando simplemente una ceja, como si deplorara suavemente la falta de sutileza de Andrés. Al cabo de un momento, dijo:
–Usted comprende, seguramente. Jackie y yo somos los mejores am:igos. Sin embargo, tenemos nuestros propios amigos. El está en Juan ahora. Pero no le pregunto por qué -Y luego, débilmente- ¿Bailamos… sólo una vez?
Bailaron. Ella se movia con la misma gracia extraordinariamente fascinadora, y él la sentía leve en sus brazos, impersonal.
–No sirvo en absoluto -dijo Andrés cuando regresaron. Estaba adoptando aún el idioma de ella. Estaban lejos, muy lejos los días en que habría dicho-: ¡Demonios, Cristina, me carga el baile!
Francisca no respondió. Una vez más sintió Andrés que eso era característico suyo. Otra mujer habría lisonjeado, le habría contradicho, le habría hecho sentirse rústico. Llevado de una curiosidad impulsiva, exclamó Andrés:
–Tenga la bondad de decirme una cosa. ¿Por qué ha sido tan amable conmigo, ayudándome como lo ha hecho… todos estos meses?
Ella lo miró algo irónica, pero sin evadirse.
–Usted es extraordinariamente atrayente para las mujeres, y su mayor encanto es que lo ignora.
–No, pero, realmente… -protestó Andrés, enrojeciendo.
Luego murmuró-: Supongo que también valgo algo como médico.
Francisca sonrió, alejando lentamente el humo del cigarrillo con su mano.
–Usted no quedará convencido. O no se lo debía haber dicho. Y, por supuesto, es un médico excelente. Precisamente, la otra noche hablábamos de usted en Green Street. Le Roy se está aburriendo con el confeccionador de menús de nuestra Compañía. ¡Pobre Rumbold!..
" no habría gozado mucho al oír gritar a Le Roy: "Debemos hacer salir al abuelito". Pero Jackie conviene en ello. En el directorio necesitan uno más joven, de más empuje… -¿emplearé el cliché?.,-, un hombre de porvenir. Parece que proyectan una gran campaña en los periódicos médicos, quieren interesar realmente a la profesión, desde el punto de vista científico, como dijo Le Roy. Y por supuesto que Rumbold constituye una diversión entre sus colegas. Mas, ¿por qué hablo así? ¡Perder una noche como ésta! No ponga esa cara como si quisiera asesinarme, o al mozo, o al director del jazz.., Me gustaría realmente que usted lo…, ¿no es abominable? Usted está lo mismo que aquel primer día, cuando llegó a la pieza de pruebas…, muy altanero, orgulloso y nervioso…, incluso un tanto ridículo, Y luego.. " ¡pobre Toppy. Según las normas ordinarias, es ella la que debería estar aquí.
–Me alegro mucho de que no esté -repuso Andrés, con los ojos fijos en la mesa.
–Por favor, no me crea vulgar. No lo podría tolerar. Supongo que somos lo bastante inteligentes.,. y nosotros.. bueno, yo para empezar, no creo precisamente en las grandes pasiones… ¿No es suficiente la frase? Pero creo que la vida es mucho más alegre si se tiene… un amigo… que recorra con uno parte del camino – de nuevo hubo ironía en sus ojos-. Ahora parezco enteramente "ruborizada", lo que es demasiado terrible. – Francisca tomó su cigarrera-. Y en todo caso, esto está sofocante. Quiero que vea la luna sobre el río.
Andrés pagó y la siguió a lo largo de las ventanas de vidrio que un acto de vandalismo había colocado en la hermosa muralla antigua.
La música del baile llegaba tenuemente a la terraza rodeada de una balaustrada. Frente a ellos conducía hasta el río un amplia avenida de césped entre hileras obscuras de tejas podados. Como decía Francisca, había una luna que proyectaba grandes sombras desde los tejas y destellaba pálidamente: unas flechas que iban a hacer blanco en los prados del fondo. Más allá, el resplandor plateado del agua.
Caminaron hasta el río y se sentaron en un banco que había junto a la orilla. Ella se quitó el sombrero y contempló silenciosamente la mansa corriente, cuyo rumor eterno se fundía extrañamente con el ruido sordo de un potente automóvil que cruzaba a gran velocidad a la distancia. – ¡Qué extraña parece la noche! – murmuró Francisca-. Lo antiguo y lo nuevo. Y allí reflectores en competencia con la luna. Es nuestra época.
Andrés la besó. Ella tia hizo ademán alguno. Sus labios estaban secos y ardientes. Al cabo de un minuto dijo:
–Fué muy dulce. Y muy mal hecho.
–Puedo hacerla mejor -balbuceó Andrés, mírando al frente sin moverse. Se sentía cohibido, falto de aplomo, avergonzado y nervioso. Se dijo emocionado que era maravilloso estar allí en una noche como ésa, con una mujer tan graciosa y encantadora. Según todas las normas de los claros de luna y de las revistas, él debería haberla estrechado locamente entre sus brazos. De hecho se dió cuenta de su posición violenta, de su deseo de fumar, de que el vinagre de la ensalada le irritaba su antigua dispepsia.
Y el rostro de Cristina se reflejaba, de modo inexpresable, en el agua del río, un rostro fatigado y más bien torturado, que ostentaba en la mejilla una lastimosa mancha de pintura de la brocha con que ella misma había pintado la pesada puerta plegadiza al llegar por primera vez a Chesborough Terrace. Lo inquietaba y lo exasperaba.
Aquí estaba él, retenido por la necesidad de las circunstancias. Y era un hombre, ¿no?.., no un candidato de Voronoff. Desafiante, besó de nuevo a Francisca.
–Creí que se iba a tomar, posiblemente, otros doce meses para resolverse. – Los ojos de Francisca conservaban esa afectuosa ironía¿No cree que ahora deberíamos irnos, doctor? ¿Estos aires nocturnos no son más bien peligrosos para el espíritu puritano?
Andrés la ayudó a ponerse de pie y ella le retuvo la mano, que oprimía ligeramente mientras caminaban en busca del auto. Andrés le dió un chelín al cuidador y puso en movimiento su coche en dirección a Londres. El silencio de Francisca delataba su felicidad.
Pero él no estaba feliz. Se sentía vil y tonto. Maldiciéndose, desengañado de sus propias reacciones, todavía temía volver a su pieza sofocante, a su lecho, solitario y febril. Tenía el corazón helado y la cabeza hecha una masa de pensamientos atormentadores. Recordó la inefable dulzura de su primer amor por Cristina, del éxtasis de aquellos remotos días de Drineffy. Rechazó furioso semejante recuerdo.
Habían llegado a la casa de Francisca y el espíritu de Andrés todavía se debatía en el problema. Bajó del coche y abrió la portezuela. Ambos estuvieron parados un instante sobre el pavimento mientras ella abría la cartera y sacaba la llave.
–Usted subirá, ¿no? Temo que las criadas se hayan recogido.
Andrés vaciló, tartamudeando:
–Es muy tarde, ¿verdad?
Ella aparentó no oír y subió los peldaños de piedra con la llave en la mano. Al seguirla, ocultándose tras de ella, Andrés tuvo una débil visión de Crístina caminando por el mercado con su viejo saco tejido.