Era una extraña situación, muy distinta por cierto de toda pintura romántica que su imaginación pudiera haber forjado. No obstante, después de todo, lo único importante era su trabajo, y lo demás, meras trivialidades. Deseaba comenzar. Insensiblemente apresuró el paso, anticipadamente preparado, gozoso de entrar en acción…; era su primer caso.
Llovía aún cuando atravesó la cenagosa oscuridad del terreno baldío y taloneó por la calle Chapel en la dirección vagamente indicada por la señorita Page. Confusamente, a medida que lo atravesaba, el pueblo adquiría forma a su vista. Comercios y capillas -Zion, Capel, Hebron, Bethel, Bethesda, pasó por una serie de ellas-, luego los almacenes de una gran cooperativa y una sucursal del Banco de los Condados del Oeste. El sentimiento de estar sepultado muy abajo, en las grietas de las montañas, era singularmente opresivo. Transitaba poca gente. En ángulo recto, cubriendo una corta distancia a ambos lados de la calle Chapel, veíanse hileras e hileras de casas obreras con techos azules. Y más allá, al comienzo del desfiladero, bajo un resplandor que se extendía como un gran abanico en el cielo opaco, las minas de hematites de Drineffy y las fundiciones de mineral.
Llegó a la calle Glydar N 7; golpeó impacientemente la puerta y en seguida fué introducido en la cocina donde, en una cama arrinconada, yacía la paciente. Era una mujer joven, esposa de un pudelador de acero llamado Williams. Mientras se aproximaba al lecho, con el corazón sobresaltado, Andrés sintió abrumadoramente el significado de esto, el verdadero punto de partida de su vida. Cuán a menudo lo había imaginado mientras, en un grupo de estudiantes, observaba alguna demostración en las salas del profesor Lamplough. Ahora no había ningún grupo que lo apoyara, ni se trataba de hacer una sencilla exposición.
Estaba solo, frente a un caso que debía diagnosticar y tratar sin ayuda de nadie. De pronto, con una súbita angustia, tuvo conciencia de su nerviosidad, de su inexperiencia y de su completa falta de preparación para semejante tarea.
Mientras el marido permanecía de pie en la pieza atestada de objetos, mal alumbrada y con piso de piedra, él examinó a la paciente con cuidado escrupuloso. Estaba enferma, no cabía duda. Se quejaba de que le dolía insoportablemente la cabeza. Temperatura, pulso, lengua, todo hablaba de un trastorno, de un trastorno serio. ¿En qué consistía? Andrés se hizo esta pregunta con forzada intensidad mientras la miraba una vez más Su primer caso. iAh!, él se sabía sobreexcitado. Pero, ¿si cometía un error, un espantoso disparate? y algo peor, ¿si se hallaba incapaz de hacer un diagnóstico? No había descuidado nada. Nada. Sin embargo, todavía se sentía luchando por llegar a una solución del problema, por agrupar síntomas bajo la denominación de alguna enfermedad conocida: Al fin, viendo que no podía prolongar más su examen, se irguió lentamente, plegando el estetoscopio, mientras buscaba sus palabras. – ¿ Tuvo un resfrío? – preguntó con la mirada hacia el suelo.
–Sí, a la verdad -respondió ansiosamente Wil11ams, quien había parecido asustado durante el prolongado examen-. Hace tres, hace cuatro días. Estoy seguro de que fué un resfrío, doctor.
Andrés asintió, procurando penosamente comunicar una confianza que él no sentía.
–Pronto lo veremos bien. Venga al consultorio dentro de media hora.
Le daré un frasco de medicina.
Se despidió de ellos y con la cabeza baja, desesperadamente, regresó hasta el consultorio, ruinosa construcción de madera a la entrada de la cochera de la casa de Page. Ya dentro, encendió el gas y comenzó a pasearse de un lado para otro, junto a los frascos verdes y azules de los polvorientos estantes, devanándose los sesos, tanteando en las tinieblas. No había nada sintomático. Sí, debía ser un resfrío. Mas para sus adentros sabía que no era un resfrío. Exasperado, desalentado, quejábase de su propia incapacidad. Sin quererlo, se vió obligado a transar. El profesor Lamplough, en su sala, cuando se hallaba ante algo desconocido u oscuro, apelaba a una formulita exacta, que aplicaba con sumo acierto: P. Q. D. pirexia de origen desconocido-. Era algo ambiguo y preciso, y de tan admirable apariencia científica!
De un rincón, debajo del mostrador del dispensario, Andrés tomó un frasco de seis onzas y luego de mirarlo con adusto ceño comenzó a preparar un compuesto antipirético. Acido clorhídrico, salicilato de sodio… ¿dónde diablos estaba el salicilato de sodio? Oh!, allí estaba. Trató de consolarse, pensando que todas eran drogas magníficas, excelentes, que seguramente harían descender la temperatura y causarían una mejoría. El profesor Lamplough decía a menudo que no hay droga de aplicación tan general como el salicilato de sodio.
Acababa de terminar el medicamento, y con una suave sensación de triunfo estaba escribiendo el rótulo, cuando sonó la campanilla del consultorio, se abrió la puerta exterior y se introdujo un hombre pequeño, grueso, vigoroso y caricolorado, de unos treinta años, seguido de un perro.
Hubo un silencio mientras el perro, mestizo, se sentaba sobre las patas traseras embarradas, y el hombre, que llevaba un viejo traje de lana, medias de punto, botas claveteadas y una capa impermeable empapada sobre los hombros, miró a Andrés de arriba abajo. Cuando habló, su voz fué cortésmente irónica y desagradablemente cuidada.
–Vi luz en su ventana mientras pasaba. Creí conveniente entrar para darle la bienvenida. Soy Denny, ayudante del estimado doctor Nicholls, L.S.F. En caso de que usted no conozca estas iniciales, corresponden a Licenciado de la Sociedad de Farmacéuticos, la más elevada distinción conocida de Dios y de los hombres..
Andrés le clavó la vista, retrocediendo extrañado. Felipe Denny encendió un cigarrillo que sacó de un paquete arrugado, arrojó el fósforo al suelo y avanzó insolentemente. Tomó el frasco de remedio, leyó la dirección, las instrucciones, lo destapó, lo olió, lo volvió a tapar y lo dejó, mientras su roja cara malhumorada tornábase suavemente amable.
–Espléndido! Ya ha empezado usted a trabajar bien. Una cucharada cada tres horas. Dios todopoderoso! Es tranquilizador para hacer frente a los viejos y bien amados espantajos. Pero doctor, ¿por qué no tres veces al día? ¿No se da usted cuenta de que en estricta ortodoxia el contenido de las cucharadas debiera descender por el esófago tres veces al día? – Se detuvo, haciéndose más amablemente hiriente con su afectado aire de seguridadDígame, doctor, ¿qué contiene? Acido clorhídrico, por el olor. Maravilloso producto el ácido clorhídrico! Maravilloso, maravilloso, mi querido doctor!
Carminativo, estimulante diurético y se lo puede beber a discreción. ¿No recuerda usted lo que dice el librito rojo? En la duda recétese ácido clorhídrico o solución yodurada. jVaya, vaya! Parecía haberme olvidado de algunos conocimientos elementales.
Reinó otra vez el silencio en el galpón de madera, sólo interrumpido por el tamborileo de la lluvia en el techo de zinc. Denny rió de repente, como burlándose de la angustiosa expresión del rostro de Andrés. Dijo burlonamente:
–Dejando de lado la ciencia, doctor, usted podría satisfacer mi curiosidad. ¿Por qué ha venido aquí?
Esta vez Andrés estuvo a punto de perder la paciencia. Contestó ásperamente:
–Pensaba hacer de Drineffy un lugar de curación, una especie de estación termal.
Denny rió de nuevo. Su risa era un insulto y Andrés sintió la tentación de pegarle.
–Ingenioso, ingenioso, mi querido doctor. El auténtico y aplastante humor escocés. Desgraciadamente no puedo recomendar el agua de aquí como idealmente apropiada para una estación termal. En cuanto a los señores médicos…, mi querido doctor, en este valle son la canalla de una profesión verdaderamente noble y gloriosa. – ¿Usted inclusive?
–Precisamente! – asintió Denny. Calló un momento, contemplando a Andrés por debajo de sus cejas rojizas. En seguida abandonó su ironía burlona, sus feas facciones adquirieron de nuevo un aspecto de acrimonia.
Su tono, bien que amargo, era serio:
–Mire, Manson. Comprendo que usted se halla precisamente en camino a Harley Street, pero, entretanto, hay una o dos cosas referentes a este lugar que debe conocer. Usted no lo encontrara conforme a las mejores tradiciones del ejercicio ideal de la profesión. No hay hospital, ni ambulancia, ni rayos X; no hay nada. Si quiere operar, tiene que emplear la mesa de la cocina y lavarse después en el lavaplatos. No hay que pensar en la asepsia. En los veranos secos los chiquillos mueren como moscas del cólera infantil. Su patrón, Page, era un buen viejo, pero ya está acabado, consumido por el exceso de trabajo y no volverá a moverse. Nicholls, mi jefe, es un mísero avaro que ejerce la obstetricia. Branwell, la maravilla en enfermedades pulmonares no sabe más que unas cuantas recitaciones sentimentales y el Cantar de los Cantares. En cuanto a mí, es mejor que le anticipe la buena nueva: bebo como un pez. jAh!, y Jenkins, su humilde droguista, hace por su cuenta un lucrativo comercio con pildoritas para desarreglos femeninos. Creo que esto es todo. Ven, Hawkins, nos vamos. – Llamó al mestizo y avanzó pesadamente hacia la puerta. Allí se detuvo, mientras sus ojos iban del frasco que estaba en el mostrador a Manson. Su tono era indiferente, desinteresado.
–De paso, en su lugar, temería un caso de tifus en la calle Glydar.
Algunos de estos casos no son exactamente típicos. Sonó otra vez la campanilla de la puerta. Antes de que Andrés pudiera contestar, el doctor Felipe Denny y Hawkins desaparecieron en la oscura lluvia.