I
El 14 de agosto, una mañana fresca y luminosa, radiante de salud y en excelente estado de ánimo, Andrés ascendia las escaleras del edificio, con la actitud del hombre dispuesto a conquistar Londres.
–Soy el nuevo médico – le dijo al ordenanza que llevaba un uniforme de la Oficina de trabajos.
–Sí, señor; sí, señor -respondió éste paternalmente. Andrés se sintió satisfecho de que parecieran esperarle-. Usted querrá ver al señor Gill. Jones! Lleve a nuestro nuevo doctor al despacho del señor Gill.
El ascensor subió lentamente, dejando ver muchos pisos y corredores con baldosas verdes, desde los cuales podían verse de nuevo los sedantes uniformes de la Oficina de Trabajos. En seguida Andrés fué introducido en un amplio salón iluminado por el sol, donde estrechó la mano del señor Gill, que se levantó del escritorio y dejó su ejemplar de The Times para darle la bienvenida.
–Llego un poco tarde -declaró con franqueza-. Lo siento.
Acabamos de regresar ayer de Francia… Pero estoy pronto a comenzar.
–Eso me parece muy bien…
Gill era un hombrecillo risueño, de anteojos con marco de oro. un cuello casi eclesiástico, traje azul obscuro y corbata del mismo color sujeta con un anillo plano de oro. Miró a Andrés con aire complacido.
–Tenga la bondad de sentarse. ¿Se servirá una taza de té o un vaso de leche caliente? Yo acostumbro tomarme uno alrededor de las once. Y ahora… sí, es más o menos esa hora… -¡Oh, bien!… -dijo indeciso Andrés, que reaccionó al instante-.
Tal vez usted podrá explicarme el trabajo mientras…
Cinco minutos después llegaba un mozo con el uniforme de la Oficina de Trabajos, una preciosa taza de té y un vaso de leche caliente.
–Espero que le agradará, señor Gill. Ha hervido, señor.
–Gracias, Stevens.
–Usted verá en él a un muchacho servicial. Hace deliciosas tostadas calientes con manteca. Es más bien difícil aquí conseguir ordenanzas de primera clase. Dependemos de todos los Departamentos: Oficina del Interior, Departamento de Minas, Ministerio de la Industria y el Comercio; yo mismo -Gill tosió con discreto orgullo-, soy del Almirantazgo.
Mientras Andrés sorbía su leche caliente, y estaba ansioso de ser informado sobre su trabajo, Gill disertaba amenamente sobre el tiempo, la Bretaña, el plan de pensiones del Servicio Civil y la eficacia de la pasteurización. Luego, levantándose, llevó a Andrés a su oficina.
También ésta era una habitación tranquila, confortablemente alfombrada, asoleada, con una soberbia vista sobre el río. Un gran moscardón se agitaba torpemente, como amodorrado, contra el cristal de la ventana.
–Le reservo ésta -dijo Gill en tono complaciente-. Arréglese usted. Hay una estufa abierta a carbón, usted verá, agradable para el invierno. Espero que sea de su agrado. – iVaya! Es una habitación maravillosa, pero…
–Ahora le presentaré a su secretaria…, la señorita Mason.
Gill golpeó y abrió la puerta de comunicación, dejando ver a la señorita Mason, de edad ya madura, fina, correcta y atildada, sentada frente a un pequeño escritorio. Levantándose, la señorita Mason dejó su ejemplar de The Times.
–Buenos días, señorita Mason.
–Buenos días, señor Gill.
–Señorita Mason, le presento al doctor Manson.
–Buenos dias, doctor Manson.
La cabeza de Andrés vaciló un tanto bajo el efecto de estos saludos, pero se rehizo e intervino en la conversación.
Cinco minutos después, al marcharse alegremente Gill le dijo a Andrés alentadoramente:
–Le enviaré algunos legajos.
Stevens los trajo cuidadosamente. Además de su talento para preparar tostadas y té, Stevens era el mejor portador de papeles del edificio. Cada hora entraba a la oficina de Andrés trayéndole expedientes que colocaba amorosamente sobre el escritorio en la bandeja barnizada que decía entrada, mientras sus ojos buscaban ávidamente algo que llevarse de la bandeja que decía salida. Cuando encontraba vacía la bandeja de salida, Stevens sentíase deprimido. En estas lamentables ocasiones se retiraba colérico, derrotado.
Perdido, desorientado, irritado, Andrés revisaba los legajos ~menudencias de reuniones pasadas de la T. C. M.-, estúpidas, pesadas; sin importancia. Entonces se dirigía apremiantemente a la señorita Mason. Pero ésta, que venia, según lo explicó, del Departamento de Investigación de la Carne Helada de la Oficina del Interior, demostró ser una fuente de información poco ilustrativa. Le dijo que el horario era de diez a dieciséis. Le habló del "team" de hockey de la oficina -"el equipo femenino, por supuesto, doctor Manson"-, del cual era ella vicecapitana. Le preguntó si se interesaba por su ejemplar del Times. La secretaria le pedía con su mirada que se mantuviera tranquilo.
Pero Andrés no lo estaba. Renovado con sus vacaciones, ansioso de trabajar, comenzó a imaginar un dibujo en la alfombra de la Oficina de Trabajos. Miraba irritado el alegre espectáculo del río, donde pululaban remolcadores y largas hileras de lanchones con carbón bogaban contra la corriente. Luego, a grandes pasos, descendió a ver a Gill. – ¿Cuándo comienzo?
Gill saltó ante lo brusco de la pregunta.
–Mi querido amigo, me ha asustado. Creo haberle dado legajos suficientes para ocuparlo durante un mes. – Miró su reloj. – Venga usted.
Es hora de que almorcemos Mientras se comía su lenguado ahumado, Gill le explicó con todo tino a Andrés, que luchaba con una chuleta, que la reunión próxima del Departamento no se verificaría, no podría verificarse hasta el 18 de septiembre, que el profesor Challis estaba en Noruega, el doctor Mauricio Gadsby en Escocia, sir Williarn Dewar, el presidente, en Alemania, y su propio jefe inmediato, el señor Blades, en Frinton con su ramilia.
Andrés regresó esa tarde al lado de Cristina con la cabeza hecha un laberinto. Los muebles todavía estaban en depósito y, a fin de tener tiempo para encontrar una casa conveniente, habían tomado por un mes un pequeño departamento amueblado en Earl's Court. – ¿Lo creerías, Cristina? Todavía no están listos para ocuparme.
Tengo todo un mes para tomar leche, leer The Times y marcar legajos con mis iniciales.. " ¡oh! y sostener largas conversaciones sobre hockey con una vieja señorita Mason.
–Si no tienes inconveniente, limitarás tus conversaciones a tu propia mujercita. Oh, querido, esto es encantador…, sobre todo, después de Aberalaw! Esta tarde hice una pequeña excursión hasta Chelsea. Descubrí dónde está la casa de Carlyle y la galería Tate. ¡ Oh, he proyectado cosas tan deliciosas para ambos! Por un penique se puede tomar un vaporcillo hasta Kew. Piensa en los Gardens, querido. Y el próximo mes, Kreisler en el Albert Hall. ¡Oh, debemos ver el Memorial para saber por qué todo el mundo ríe de él! Y están dando una comedia de la Guilda del Teatro, de Nueva York. ¿No sería delicioso que algún día me encontrara contigo para almorzar? – Alargó su manecita temblorosa. Rara vez la había visto Andrés tan excitada-. ¡Queridito! Vamos a comer afuera. Hay un restorán ruso en esta calle. Parece muy bueno. Después, si tú no estás muy cansado, podríamos… -¡Cómo! – protestó él mientras Cristina lo guiaba hasta la puerta-. Supuse que te tenías por el miembro positivista de esta familia. Pero créeme, Cristina, después de mi primer día de trabajo me vendrá bien una noche de diversión.
A la mañana siguiente leyó todos los legajos que había en su escritorio, los marcó con sus iniciales y a las once recorría su habitación. Pero pronto le pareció una jaula excesivamente reducida, y se lanzó violentamente afuera a explorar el edificio. Carecía de interés, como una morgue sin cuerpos, hasta que, llegando al último piso, se halló de repente en una gran sala, medio arreglada como laboratorio, donde, sentado en una caja que un tiempo había tenido azufre, se hallaba un joven de guardapolvo blanco, largo y sucio, limpiándose las uñas, en tanto que su cigarrillo acentuaba más la mancha amarilla de nicotina en el labio superior. – ¡Hola! – dijo Andrés.
Una pequeña pausa y luego el otro respondió sin interés: -Si se ha extraviado, el ascensor está en la tercera puerta, a la derecha.
Andrés se apoyó en la mesa de experimentos, y sacó un cigarrillo. Preguntó: -¿ No sirven té aquí?
El joven levantó por primera vez la cabeza, de color negro azabache y lustrosamente peinada, en singular contraste con el cuello alzado del sucio guardapolvo.
–Sólo a los ratones blancos -respondió-. Las hojas de té les resultan particularmente nutritivas.
Andrés rió, tal vez porque el gracioso era cinco años menor que él.
Explicó:
–Me llamo Manson.
–Lo temía. ¿De modo que ha venido a sumarse a los hombres olvidados? – Una pausa-. Yo soy el doctor Hope…, a lo menos solía pensar que era Hope: Ahora soy definitivamente un Hope desilusionado. – ¿Qué hace usted aquí?
–Sólo Dios lo sabe…, y Billy "Botones"… es decir, Dewar. Parte del tiempo me siento aquí y pienso. Pero casi siempre me siento. De cuando en cuando me envían trozos descompuestos de un minero y me preguntan la causa de la explosión. – ¿Y usted les responde? – inquirió cortesmente Andrés. – ¡No! – dijo rudamente Hope-. Me c… en ellos!
Ambos se sintieron mejor después de aquella suprema vulgarídad y salieron para almorzar juntos. Ir a almorzar, explicó el doctor Hope, era la única función del día que le permitía conservar la razón. Hope le explicó a Manson otras cosas. Era un estudiante procedente de Birminghan, que hacía investigaciones en los fondos de la universidad de Cambridge, a lo cual debía atribuir -dijo sonriendo irónicamente- sus frecuentes faltas de buen gusto. Había sido puesto a disposición del Departamento gracias a la cargosa solicitud del profesor Dewar. No tenía que hacer sino pura mecánica, tarea rutinaria de la que podría haberse ocupado cualquier ayudante de laboratorio. Infería que seguramente se estaba volviendo loco por la indolencia e inercia del Departamento, al que calificaba concisamente de "Paraíso de los locos".
Era característico de la mayor parte del trabajo de investigación del país: fiscalizado por un círculo de nulidades eminentes, demasiado infladas con sus teorías personales y demasiado ocupadas en reñir unas con otras para llegar a una conclusión determinada. Hope era llevado de aquí para allá; se le indicaba lo que debía hacer en vez de dejarlo obrar según su criterio, y de esta manera interrumpido, nunca estaba más de seis meses en la misma tarea.
Le diseñó a Andrés un pintoresco cuadro del consejo del "Paraíso de los locos". Sir William Dewar, el presidente, un nonagenario decrépito pero indomable -a quien Hope apodaba Billy "Botones" a causa de su propensión a dejarse desabrochados ciertos cierres esenciales-, presidía, asimismo, casi todos los comités científicos de Inglaterra. También daba por radio esas desordenadas conversaciones populares: la ciencia para los niños.
Además, estaban el profesor Whinney, muy conocido de sus alumnos por Nag; Challis, que no era malo cuando se olvidaba de dramatizar, a quien apodaban Rabelais Pasteur Challis, y el doctor Mauricio Gadsby. – ¿Conoce usted a Gadsby? – preguntó Hope.
–He tratado a ese caballero.
Andrés refirió la experiencia de su examen.
–Ese es nuestro Mauricio -dijo Hope con amargura-. Y es un intruso del diablo. Se mete en todo. Uno de estos días se introducirá en una Farmacia Real. Es una bestezuela inteligente, sin duda. Pero no se interesa por la investigación Sólo se interesa en sí mismo. – Hope comenzó a reirse de repente- Robert Abbey cuenta una deliciosa anécdota de Gadsby. Este quería entrar al Rumpsteak Club, uno de esos sitios selectos para comer y asuntos amorosos que hay en Londres, bastante decentes, a veces. Bien: Abbey, que es un infatuado servicial, prometió hacer lo que pudiera por Gadsby, aunque Dios sabe por qué. En fin, una semana después Gadsby encontró a Abbey. "¿Estoy dentro?", le preguntó. "No", le respondió Abbey, "no lo está". "¡Buen Dios!", gritó Gadsby. "¿Quiere decir que fui rechazado?" "¡Rechazado!", dijo Abbey. "Escuche, Gadsby: ¿ha visto usted alguna vez un plato de caviar?" -Hope se echaba atrás y se desternillaba de risa. Un momento después añadía-: Abbey está bien en nuestra Junta. Es un sujeto inocente. Pero tiene demasiada cordura para venir a menudo.
Fué la primera vez que almorzaron juntos, cosa que después se repitió con relativa frecuencia. A pesar de su humor estudiantil y de su natural tendencia a la petulancia, estaba bien dotado de fósforo. Su irreverencia era sana. Comprendia Andrés que algún día podría ser algo. En realidad, en sus momentos serios, Hope habIaba a menudo de su ansia de volver al verdadero trabajo que se había propuesto, sobre el aislamiento de los fermentos gástricos.
De cuando en cuando Gil! venia a almorzar con ellos. La frase que Hope le aplicaba a Gill era característica: un excelente huevito Aunque venerado por sus treinta años en la Administración pública – se había abierto camino desde escribiente a jefe-, Gill era humano en el fondo. En la oficina funcionaba como una maquinita bien aceitada, de movimientos fáciles. Llegaba desde Sunbury todas las mañanas con el mismo tren, y regresaba por el mismo todas las tardes, a no ser que fuera "detenido". En Sunbury tenía mujer y tres hijas y un jardincito en que cultivaba rosas. Superficialmente era tan fácil de caracterizar, que pudiera haber pasado por el perfecto modelo de residente de los suburbios. Sin embargo llevaba adentro un Gill real que gustaba de Yarmouth en invierno y siempre pasaba allí sus dírs desocupados de diciembre, que tenía una rara Biblia, que se sabía de memoria, un libro llamado Hadji Baba, y que -miembro durante quince años de la Sociedad-, era infantilmente adicto a los pingüinos del Zoo.
En una ocasión Cristina hizo el cuarto en esta mesa. Gill se superó a sí mismo en exhibir la urbanidad de los funcionarios públicos. Aun Rape se condujo con admirable gentileza. Le manifestó a Andrés que desde que había conocido a su señora era un candidato con menos opción a la camisa de fuerza.
Resbalaban los dias. Mientras Andrés esperaba la reunión de la Junta, en compañía de Cristina hacía el descubrimiento de Londres.
Hicieron un viaje por vapor a Richmond. Dieron con un teatro llamado Old Vic. Conocieron el tempestuoso tumulto de Rampstead Heath y la fascinación de un café a medianoche. Pasearon por el Row y bogaron en el Serpentine. Cuando ya no necesitaron estudiar los planos subterráneos antes de confiarse a los metropolitanos, empezaron a sentirse londinenses.