Andrés había estado tan absorto en el caso Morgan, que no había logrado verla más que unos pocos momentos, en el instante de su partida. No le había hablado. Pero ahora que se hallaba ausente la echaba de menos con todo su corazón.
El verano fué excepcionalmente molesto en Drineffy. Los verdes vestigios de la Primavera se habían marchitado hacía tiempo, convirtiéndose en un sucio amarillo. Las montañas caldeaban la atmósfera, y cuando las detonaciones diarias de las minas o las canteras estallaban en el aire, inmóvil y pesado, parecían envolver el valle en una cúpula sonora. Los hombres salían de la mina con el polvo mineral como herrumbre sobre sus rostros. Los niños jugaban descuidadamente. El viejo Tomás, el cochero, estaba con ictericia, y Andrés se veía obligado a efectuar sus visitas a pie, Mientras caminaba pesadamente por las abrasadas calles, pensaba en Cristina. ¿Qué estaría haciendo? ¿Tal vez pensaría también en él? ¿Y qué pensaría del futuro, de sus esperanzas de felicidad en común?
Y en tales circunstancias, del todo inesperadamente, recibió un recado de Watkins, que le pedía que fuera a las oficinas de la Compañía.
El administrador de la mina lo recibió amablemente, lo invitó a sentarse y colocó sobre su escritorio el paquete de cigarrillos.
–Mire, doctor -dijo en un tono amistoso-, durante algún tiempo he estado con la intención de hablar con usted y es mejor que lo hagamos antes de que yo realice mi liquidación anual. – Se detuvo para quitarse de la lengua una partícula de tabaco amarillo-, Ha venido a verme un grupo de muchachos encabezados por Emlyn Hughes y Eduardo Williams, que me han pedido lo ponga a usted en la lista de la Compañía.
Andrés se enderezó en su silla, invadido por una ola de satisfacción, de excitación… -¿ Usted quiere decir… disponer que yo me haga cargo del trabajo del doctor Page?,
–No, no exactamente, doctor -dijo Watkins lentamente-. Usted advierte que la situación es difícil. Tengo que ver cómo arreglo aquí mi cuestión del trabajo. No puedo eliminar de la lista al doctor Page, pues hay un número de mis hombres a quienes no les gustaría eso. Lo que yo quería decir en beneficio de usted mismo, era hacerlo entrar, calladamente, en la lista de la Compañía; entonces aquéllos que desearan trasladarse del doctor Page a usted, podrían hacerlo fácilmente.
La ansiedad se desvaneció de la expresión de Andrés. Frunció el ceño, con su cuerpo todavía en tensión.
–Pero usted comprenderá que yo no puedo hacer eso. Llegué aquí como ayudante de Page. Si yo me convierto en su rival.. No; ningún médico decente podría hacer eso.
–No hay otro camino. – ¿Por qué no me deja hacerme cargo del consultorio? dijo Andrés rápidamente- Con gusto pagaría algo por ello, de lo que ganara. ', Esta sería otra solución.
Watkins meneó la cabeza bruscamente.
–No lo permitirá Blowden. Ya se lo he propuesto antes. Ella se sabe en una posición fuerte. Casi todos los hombres de edad de aquí, como Enoch Davies, por ejemplo, están de parte de Page. Creen que se repondrá. Tendría una huelga si sólo intentara trasladarlo-. Se detuvoPiénselo hasta mañana, doctor. Pronto enviaré la nueva lista a la oficina principal de Swansea. Una vez despachada, nada podremos hacer durante otros doce meses.
Andrés miró un instante al suelo y luego hizo lentamente un gesto negativo. Sus esperanzas, tan altas hacía un momento, se venían enteramente al suelo. – ¿Para qué? No podría hacerlo. Aunque lo meditara semanas.
Le costó amarga angustia llegar a esta decisión y mantenerla frente a Watkins, que era parcial en favor suyo. Sin embargo, no había modo de eludir el hecho de que él había logrado su introducción en Drineffy en calidad de ayudante del doctor Page. Alzarse contra su superior, aun en las circunstancias especiales del caso, era cosa en que no podía pensar. Suponiendo que Page, por alguna casualidad, reanudara el ejercicio activo de la profesión….¡cómo quedaría él, disputándole pacientes al anciano! No, no. No podía, y no aceptaría, Sin embargo, durante el resto del día estuvo tristemente abatido.
Por la calma imperturbable de Blowden, comprendía que se hallaba en una situación insoluble, y deseaba que no le hubiera sido hecha la proposición. Por la noche, como a las ocho, abatido, fué a visitar a Denny. No lo había visto desde hacía algún tiempo, y sentía que una conversación con Felipe, acaso la confirmación de que había actuado correctamente, le haría bien. Llegó a la casa de Felipe alrededor de las ocho y medía, y, como acostumbraba ahora, entró sin golpear. Penetró en la sala.
Felipe estaba recostado en el sofá. Al principio, en la semiclaridad, Manson creyó que el otro descansaba después de un día de gran trabajo. Pero Felipe no había trabajado ese día. Allí, estaba de espalda, respirando pesadamente, con su brazo cruzado sobre su rostro. Ebrio como una cuba.
Andrés se volvió, encontrando junto a sí a la patrona, que lo observaba de soslayo, con ojos inquietos, temerosa.
–Lo oí entrar, doctor. Ha estado así todo el día. No ha comido nada. No puedo hacer nada con él.
Andrés no sabía sencillamente qué decír. Miraba de píe el rostro inconsciente de Felipe, recordando aquella primera observación cínica, proferida en el consultorio la noche de su llegada.
–Pasaron ya diez meses desde que tuvo su última borrachera – prosiguió la patrona- Y en este tiempo no lo había probado. Pero cuando comienza no se detiene. Puedo decirle a usted que es terrible, estando el doctor Nicholls ausente, de vacaciones. Me parece que debiera telegrafiarle.
–Haga subir a Tom -dijo por fin Andrés-, y lo llevaremos a su cama.
Ayudada por el hijo de la patrona, un joven minero que parecía tomar en broma la cosa, desvistieron a Felipe y lo metieron dentro de su pijama. Después lo llevaron, inerte y pesado como un saco, hasta su dormitorio.
–Lo principal es que no pruebe ni una gota más. Póngale llave a la puerta, si es necesario.
Mientras descendían a la sala, Andrés le habló a la dueña de casa:
–Y ahora, es mejor que me dé la lista de llamados de hoy. De la pizarra de colegial que colgaba en el hall, copió la lista de las visitas que Felipe debía haber hecho en el día. Salió. Apurándose logró hacer la mayor parte antes de las once.
A la mañana siguiente, inmediatamente después de la consulta, volvió a la pensión. La patrona le salió al encuentro, frotándose las manos.
–No sé dónde ha bebido. No he tenido la culpa, he hecho lo que he podido en beneficio suyo.
Felipe estaba más borracho que antes; pesado, insensible.
Después de fuertes sacudidas y un intento de reponerlo con café cargado, que al fin fué derramado por toda la cama, Andrés volvió a tomar la lista de los llamados. Maldiciendo al calor, a las moscas, a la ictericia de Tomás y a Denny, volvió a efectuar un trabajo doble ese día.
A la caída de la tarde regresó, rendido de cansancio, rabiosamente resuelto a poner sobrio a Denny. Esta vez le encontró sentado horcajadas en una silla, de pijama, todavía ebrio, dirigiendo un largo discurso a Tom y a la señora Seager. Al entrar Andrés, Denny se detuvo y le echó una mirada despectiva y burlona. Habló pesadamente.
–Ah, el buen samaritano! Comprendo que usted me ha reemplazado en mis visitas. Inmensamente noble. ¿Pero por qué usted? ¿Por qué ese demonio de Nicholls se habrá ido, dejándonos el trabajo?
–Yo no sé -la paciencia de Andrés se estaba acabando-.
Todo lo que sé es que seria mejor que usted hiciera su parte.
–Yo soy cirujano. No ejerzo la medicina general. ¿Qué significa un médico universal? ¿Se lo pregunto usted alguna vez? No? Yo se lo diré. Es el último y más típico anacronismo, el sistema peor, más estúpido creado jamás por Dios hecho hombre. Estimado médico universal!… ése es el público británico… ¡Ja, Ja, Ja -Rió irónicamente-. Ellos lo hicieron. Lo aman. Lloran por él. – Se ladeó en su asiento, y nuevamente, en forma áspera y amarga, se puso a sermonearlos- ¿Qué puede hacer el pobre diablo acerca de eso? ¡Vuestro médico general; vuestro apreciado curandero hombreorquesta! Tal vez han pasado veinte años desde que obtuvo su título. ¿Cómo puede saber. medicina, obstétrica, bacteriología y todos los progresos científicos modernos e igualmente la cirugía? ¡Oh, sí! ¡Oh, sí! No olviden la cirugía. De cuando en cuando intenta una pequeña operación en el hospital sin personal adecuado. ¡Ja, ja! – nuevamente la ironía- Ved la mastoiditis. Dos horas y media por reloj. Cuando encuentra pus es un salvador de la humanidad. Cuando no, entierran al paciente -alzó la voz; estaba rabioso, salvaje, ebriamente rabioso¡Echelo todo al diablo, Manson! Ha durado cientos de años. No quieren cambiar jamás el sistema. ¿Para qué sirve? Para qué. les pregunto a ustedes. Denme otro whisky. Todos estamos locos. Y parece que yo estoy también borracho.
Hubo un silencio de algunos momentos, y luego, reprimiendo su irritación, le dijo Andrés:
–Debería volverse a la cama. Venga, lo ayudaremos.
–Déjenme solo -exclamó tercamente Denny-. No use conmigo esos malditos modales de médico junto al lecho del enfermo. Los he utilizado mucho en mis tiempos. Los conozco demasiado-. Se levantó bruscamente bamboleándose, y tomando a la señora Seager por el hombro, la arrojó a la silla. Luego, tambaleándose sobre sus pies, afectando una blanda suavidad, se dirigió a la espantada mujer-: ¿Y cómo está usted hoy, mi querida señora? Supongo que un poco mejor.
El pulso algo más fuerte. ¿Duerme bien? ¡Ah, hum! Entonces debemos prescribir un pequeño sedante.
En la ridícula escena había una nota extraña, alarmante: la figura de Felipe, rechoncho, sin afeitarse, en pijama, imitando al médico de sociedad, inclinándose con servil deferencia ante la temblorosa mujer del minero. Tom tuvo un acceso nervioso de risa. En un instante Denny se volvió hacia él y le dió una violenta bofetada en la oreja. – ¡Toma! ¡Ríe! ¡Ríe, maldito, hasta enloquecer! Pero he pasado cinco años de mi vida, haciendo eso. ¡Dios mío! Cuando pienso en ello podría morirme. – Los miró; cogió un vaso que había en la repisa de la chimenea y lo estrelló contra el suelo. Un instante después, tenía en sus manos el gemelo del anterior y lo lanzaba contra la pared.
Avanzó con intención destructora. – ¡Por piedad! – lloriqueó la señora Seager-. ¡Deténgalo, deténgalo!
Andrés y Tom Seager se lanzaron sobre Felipe, que luchó con la salvaje turbulencia de la intoxicación. Luego, volublemente, cedió de pronto y se tornó sentimental, confuso.
–Manson -dijo, colgado del hombro de Andrés-, usted es un buen muchacho. Lo quiero más que a un hermano. Usted y yo…, si permaneciéramos unidos, podríamos salvar a toda la profesión médica.
Estaba de pie, con la mirada vaga, perdida. Luego dejó caer la cabeza. Se le dobló el cuerpo. Dejó que Andrés lo ayudara a trasladarse a la pieza vecina y a meterse en cama. Mientras su cabeza daba vueltas sobre la almohada, hizo una última petición: -¡Prométame una cosa, Manson! ¡Por Cristo, no se case con una aristócrata!
A la mañana siguiente estaba más ebrio que nunca. Andrés lo abandonó. Algo le hacía sospechar que el joven Seager le proporcionaba licor clandestinamente, bien que el muchacho, interrogado, juró palideciendo que él no tenia nada que ver con ello.
Toda esa semana Andrés tuvo que luchar con los llamados de Denny, fuera de los propios. El domingo, después del almuerzo, visitó la pensión de la calle Chapel. Felipe estaba de pie, afeitado, vestido e impecable en su aspecto, enteramente en sus cabales, a pesar de su debilidad,
–Comprendo que ha estado haciéndome mi trabajo, Manson. Se había acabado la intimidad de estos últimos días. Sus modos eran circunspectos, fríamente rígidas.
–No fué nada -respondió sencillamente Andrés.
–Al contrario, debe haberle ocasionado muchas molestias.
La actitud de Denny era tan reprensible, que Andrés se encendió. Ni una palabra de gratitud, pensó, nada, sino esa arrogancia rígida, reservada e hiriente.
–Si quiere saber la verdad manifestóle Andrés-, me ocasionó un infierno de preocupaciones.
–Cuente usted con una remuneración. – ¿Qué piensa que soy yo? – respondió Andrés con calor- Algún mísero cochero que espera una propina? Si no hubiera sido por mí, la señora Seager habría telegrafiado al doctor Nicholls y usted habría sido despedido. Usted es un vulgar engreído. Y lo que le hace falta es un puñetazo en la mandíbula.
Denny encendió un cigarrillo con manos tan temblorosas, que apenas podía sostener el fósforo. Dijo burlonamente:
–Es noble de parte suya elegir este momento para proponer un combate físico. Tino realmente escocés. En alguna otra oportunidad podré complacerlo. – ¡Ah! ¡Cierre su boca mordaz! – le dijo Andrés- Aquí está su lista de llamados. Los que tienen una cruz deben ser visitados el lunes.
Salió de la casa furioso. "Miserable -pensaba, iracundo-,quién es él para conducirse como Dios omnipotente? ¡Es como si me hubiera hecho a mí el favor, permitiéndome realizar su trabajo"
Pero, de vuelta a casa, su resentimiento se enfrió un poco. Le gustaba verdaderamente Felipe, y ahora comprendía mejor su compleja naturaleza: huraño, excesivamente sensitivo, vulnerable. Era esto únicamente lo que lo hacia envolverse en una apariencia de dureza. El recuerdo de su reciente ebriedad, de cómo se había conducido en el curso de la misma, ya debía estar ocasionándole una horrible tortura.
Una vez más se sintió impresionado Andrés por la paradoja de este hombre talentoso, que utilizaba a Drineffy como un refugio contra los convencionalismos.
Como cirujano, Felipe se hallaba excepcionalmente dotado.
Andrés, administrando el anestésico, lo había visto ejecutar la reacción de la vesícula biliar sobre la mesa de la cocina de la casa de un minero, destilándole la transpiración de su rostro rubicundo y de sus velludos antebrazos, en una forma que era un modelo de rapidez y perfección. Era imposible hacerle reparos al hombre que ejecutaba tal trabajo.
Sin embargo, cuando Andrés llegó a su casa, todavía sufría de su choque con la frialdad de Felipe. Y así, al cruzar la puerta del frente y colgar su sombrero en el perchero, apenas tuvo paciencia para tolerar la voz de la señorita Page, que exclamaba: -¿Es usted, doctor? ¡Doctor Manson! ¡Lo necesito!
Andrés no hizo caso. Volviéndose, se preparaba a subir a su cuarto. Pero, al colocar la mano en la baranda, resonó de nuevo la voz de Blowden, más aguda, más fuerte. – ¡Doctor! ¡Doctor Manson! ¡Lo necesito!
Andrés se volvió para ver a la señorita Page que salía de la sala, con el rostro extraordinariamente pálido y sus ojos negros chispeándole con emoción violenta. Se le acercó. – ¿Está sordo? ¿No me oyó decir que lo necesitaba? – ¿Qué hay, señorita Page? – dijo él, de mal modo. – ¡Qué hay! – Apenas podía respirar- Eso es lo que deseo saber. ¡Usted interrogándome! ¡Soy yo quien desea preguntarle algo, mi fino doctor Mansonl -¿ Qué ocurre?
Lo cortante de su manera parecía excitarla más de lo que podía tolerar.
–Es esto. Sí, mi inteligente caballero. Puede que usted sea lo bastante amable para explicarme esto. – A espaldas suyas sacó una tira de papel y, sin soltarla, la agitó amenazantemente ante sus ojos. El vió que era el cheque de Joe Morgan. Luego, alzando la cabeza, víó a Rees detrás de Blowden, de pie en la puerta de la sala. – ¡Ah! Bien puede mírar -prosiguió Blowden-. Veo que lo reconoce. Pero, díganos mejor, rápidamente, cómo llegó a depositar en el Banco ese dinero a su propia cuenta, cuando le pertenece al doctor Page;/ y usted lo sabe.
Andrés sintió que la sangre se le agolpaba precipitadamente detrás de las orejas.
–Es mío. Joe Morgan me lo dió como un obsequio. – ¡Un obsequio! ¡Ah! Me gusta eso. No está ahora aquí para desmentirlo.
Andrés respondió apretando los dientes: -Usted puede escribirle, si duda de mi palabra.
–Tengo algo más que hacer que escribir cartas a todo el mundo. – En un tono todavía más alto; exclamó-: ¡Hum! Venir aquí y pensar que puede aprovechar la profesión para usted mismo, cuando debería estar trabajando para el doctor Page. Pero esto revela perfectamente lo que es.
Le escupió la palabra, retirándose un tanto hacia Rees en busca de auxilio, el cual, con el rostro más pálido que de costumbre, balbucía imploraciones desde la puerta. En realidad, Andrés vió en Rees al instigador de todo esto, que, después de algunos días de indecisión, había venido con el cuento a Blowden. Apretaba rabiosamente las manos. Bajó los dos peldaños inferiores y avanzó hasta ellos, clavando sus ojos en la delgada y exangüe boca de Rees, con amenazadora intensidad. Estaba lívido de ira y sediento de lucha.
–Señorita Page -dijo, con un tono calculado- Usted me ha formulado un cargo. A menos que lo· retire dentro de dos minutos, la demando por difamación. La fuente de su información será sacada a luz en el Tribunal. No dudo de que la Junta de Dirigentes del señor Rees tendrá interés en saber cómo él traiciona sus deberes.
–Yo… yo sólo cumplí con mi deber -balbuceó el administrador del Banco, más pálido que antes.
–Espero, señorita Page. – Las palabras se precipitaban, ahogándolo-. Y si usted no se apresura, le propinaré a su administrador la peor paliza de toda su vida, Blowden comprendió que había ido demasiado lejos, hablando más de lo que se propusiera. La amenaza dé Andrés, la terrible actitud de éste, la espantaban.
Casi podía seguir su rápida reflexión:"¡Indemnización por daños y perjuicios! ¡Gruesa indemnización! ¡Oh, Dios mío! Pueden sacarme una buena suma de dinero" Vaciló, se desdijo:
–Yo me retracto. Pido disculpas…
Era casi cómico ver a la enjuta e irritable mujer tan súbita e inesperadamente sometida. Pero Andrés Manson consideró que el asunto carecía de todo aspecto divertido. Con honda amargura comprendió repentinamente que había llegado al límite de su resistencia. No podía continuar por más tiempo en esa intolerable situación. Respiró con rapidez y profundidad.
–Señorita Page, hay algo que considero necesario decirle Quizá pueda interesarle saber a usted que la semana pasada una representación de mineros se presentó al administrador, el cual me invitó luego a figurar en la lista de la Compañía. Tal vez le interese conocer, además, que he rechazado la oferta por razones puramente morales que probablemente usted desconoce en absoluto. Señorita Page: estoy completamente harto de usted y no podría soportarla por más tiempo.
Es usted una buena mujer, no cabe duda. Pero, a mi juicio, equivocada. Y aunque pasáramos juntos mil años, jamás nos entenderíamos Le comunico que me voy dentro de un mes, a partir de la fecha.
Ella lo miró con la boca abierta, casi saltándosele los ojos de las órbitas. Luego dijo bruscamente:
–No, no. Usted no. Son todas mentiras Usted no podría ni acercarse a la lista de la Compañía. Y está usted despedido. ¡Ningún ayudante en su vida. me ha notificado su retiro! ¡La idea, la impudicia, la insolencia; hablarme de ese modo! Yo lo dije antes: está usted despedido, despedido, despedido…
El estallido fué agudo y penetrante. Y en su punto máximo hubo una interrupción. En los altos se abrió lentamente la puerta de la pieza de Eduardo y, un momento después. aparecía éste en persona, con su extraña y enjuta figura, mostrando por debajo de su camisa de dormir sus escuálidas pantorrillas. Tan extraña e inesperada fué su aparición, que la señorita Page se detuvo, como muerta, en la mitad de una palabra. Desde el hall miró hacia arriba, haciendo lo mismo Rees y Andrés, en tanto que el enfermo, arrastrando tras sí su pierna paralítica, llegaba lenta y penosamente hasta el comienzo de la escalera. – ¿Puedo tener algo de tranquilidad? – su voz, aunque agitada, era firme- ¿Qué ocurre?
Blowden tomó nuevo ímpetu, lanzándose en una lacrimosa diatriba contra Manson. Concluyó: _y por eso… por eso, le notifiqué el plazo de despido. Manson no contradijo su versión del caso. – ¿Quieres decirme que se va? – preguntó Eduardo, todo trémulo por la emoción y el esfuerzo necesario para mantenerse en pie.
–Sí, Eduardo -suspiró- Lo hice por tu bien. De todos modos, tú pronto volverás al trabajo.
Hubo un silencio. Eduardo renunció a todo lo que tenía que decir. Sus ojos se detuvieron en Andrés con muda excusa; fueron hasta Rees, pasaron rápidamente a Blowden y luego vinieron a reposar tristemente en la nada. Una expresión de desesperanza y al mismo tiempo de dignidad dibujóse en su rígido rostro.
–No -dijo al fin- Nunca me repondré. Ustedes lo saben… todos lo saben…
No dijo nada más. Volviéndose lentamente, apoyado en la pared, se arrastró hasta su pieza. La puerta cerróse sin ruido.