En un instante de reflexión Andrés decidió que, puesto que se hallaba aquí, a lo menos podía acudir para ponerse de acuerdo, por lo que, habiendo averiguado el derrotero a uno de los muchachos que haraganeaban en la parte exterior del Valley Saloon, partió hacia la casa del dentista.
Era una villa pequeña semiaislada en el extremo alto del lado éste de la ciudad. Mientras Andrés subía la senda descuidada que daba a la puerta delantera, oyó un fuerte martilleo y, mirando por las puertas abiertas de par en par de un ruinoso cobertizo de madera, ubicado al lado de la casa, vió a un hombre de pelo rojo, en mangas de camisa, que atacaba violentamente con un martillo el cuerpo desarmado de un automóvil. Al mismo tiempo el hombre lo divisaba a él.
–Hola dijole.
–Hola -respondió Andrés algo receloso. – ¿Qué desea?
–Necesito ponerme de acuerdo con el dentista. Soy el doctor Manson.
–Entre -dijo el hombre blandiendo amablemente el martillo. Era Boland.
Andrés penetró al galpón, que estaba sembrado de piezas en desorden de un automóvil increíblemente viejo. En el centro se hallaba el chassis, sostenido por cajones vacíos, el que presentaba la evidencia de haber sido aserrado por el medio. Andrés, después de contemplar,este extraordinario espectáculo de ingeniería, miró a Boland. – ¿Es ésta la extracción?
–Lo es -asintió Con- Cuando me siento desganado en el consultorio, me vengo al garage y le coloco alguna pieza a mi automóvil.
Prescindiendo de su acento irlandés, muy cerrado, empleaba las palabras garage, para indicar el cobertizo ruinoso, y automóvil, aplicada al vehículo inutilizado, con un acento de inequívoco orgullo.
–Usted no creería lo que estoy haciendo ahora -prosiguió-, esto es, a menos que tenga una cabeza de mecánico, como yo. He tenido cinco años este autito y, note usted, tenía tres de uso cuando lo adquirí. Usted no lo creería viéndolo desmantelado, pero corre como una liebre. Pero es pequeño, Manson; es pequeño para mi familia actual. Por eso estoy en vías de agrandarlo. Lo he cortado, como ve, exactamente por la mitad, y es aquí donde le agregaré dos buenos pies. Espere hasta verlo terminado, Manson. – Buscó su saco- Quedará lo bastante grande para llevar un regimiento. Venga ahora al consultorio y le arreglaré la muela.
En el consultorio, que estaba casi tan desordenado como el garage, y, debemos decirlo, igualmente sucio, Con tapó la muela hablando todo el tiempo. Hablaba tanto y tan violentamente, que su poblado bigote rojo estaba siempre rociado con globitos de saliva. Su mechón de cabellos castaños, que harto necesitaba de la tijera, se le metía por los ojos a Andrés, mientras aquél se inclinaba aplicando la amalgama que había colocado bajo la uña de su dedo grasiento. No se tomó la molestia de lavarse las manos…; esto era una fruslería para Con. Era un sujeto descuidado, impetuoso, de buen fondo, generoso.
Cuanto más conocía Andrés a Con, más completamente cautivado se sentía por su buen humor, sencillez, rusticidad e imprevisión. Con, que había estado seis años en Aberalaw, no tenía ahorrado un penique. Sin embargo, extraía de la vida una gran dosis de buen humor. Era loco por la "mecánica", siempre estaba haciendo repuestos e idolatraba su automóvil. El hecho de que Con poseyera un automóvil era en sí una broma. Pero a él le gustaban las bromas, aun cuando fueran a costa suya. Le refirió a Andrés que cierta vez en que, llamado a sacarle una muela en mal estado a un miembro importante del Comité, había ido a la casa del paciente creyendo llevar las pinzas en el bolsillo, se sorprendió dando caza a la muela con unos alicates de seis pulgadas.
Terminada la tapadura, Con echó sus instrumentos en un jarro con lisol, lo que constituía su despreocupada noción de la asepsia, y le pidió a Andrés que lo acompañara a su casa a tomar el té.
Acompáñeme, ahora -insistió amablemente-o Tiene que conocer a mi familia. Y es la hora justa. Son las cinco.
En efecto, la familia de Con tomaba el té cuando ellos llegaron, pero estaban, evidentemente, acostumbrados a las extravagancias de Con para que los perturbara la presencia de un extraño. En la pieza tibia y desordenada, la señora Boland se hallaba sentada a la cabecera de la mesa con un bebé en brazos. Luego venía María, de quince años, tranquila, tímida -"la única de pelo negro y la favorita de su padre", fué la presentación de Con-, que ya estaba ganando un sueldo decente como empleada de Joe Jarkins, el librero de la plaza. Además de María estaban Terencio, de doce, y otros tres niños menores tendidos por el suelo, que gritaban para que su padre les hiciera caso.
Había en esta familia, a excepción tal vez de la tímida y reflexiva María, una despreocupada alegría que cautivó a Andrés. En el cuarto mismo reinaba un magnífico desorden. Sobre el fuego, debajo del retrato en colores del Papa Pío X, adornado con una hoja de palma bendita, se estaban secando los pañales del bebé. La jaula del canario, sucia pero pletórica de trinos, estaba sobre el aparador junto al corsé de la señora Boland -Se lo había quitado por comodidad- y un paquete rojo de galletitas. Sobre la cómoda había seis botellas de cerveza recién traídas del almacén, al lado de la flauta de Terencio. Y en un rincón había juguetes quebrados, zapatos raros, un patín mohoso, un quitasol japonés, dos libros de oraciones algo estropeados y una fotografía.
Pero, mientras tomaba el té, Andrés quedó en grado sumo fascinado por la señora Boland. Sencillamente, no podía apartar los ojos de ella. Pálida, soñadora, imperturbable, bebía silenciosamente interminables tazas de té cargado, en tanto que los niños reñían en torno suyo y el bebé chupaba desembozadamente el alimento de su generosa fuente. Ella sonreía, asentía, cortaba pan para los niños, servía té, bebía y amamantaba. todo con una especie dc abstraída placidez, como si los años de hollín, de polvo y de magra – y la efervescencia de Con- la hubieran elevado al fin a un plano de locura celestial en que estuviera aislada e inmune.
Andrés casi dió vuelta su taza cuando ella le dijo, mirando por encima de su cabeza, con voz suave y como excusándose: -Tenía intención de ir a visitar a la señora Manson, doctor. Pero estaba tan ocupada…
–En el nombre de Dios! – Con se desternill6 de risa-. Ocupada!, ciertamente. No tenía traje nuevo…, eso es lo que quiere decir. Yo tenía el dinero listo; pero, ¡al diablo!, Terencio u otro de ellos necesitaba zapatos nuevos. No importa, mujer, espera hasta que agrande el auto y te llevaremos lujosamente. – Se volvió a Andrés con naturalidad perfecta-: Andamos escasos de dinero, Manson. ¡Es el demonio! Tenemos, gracias a Dios, comida en abundancia, pero a veces no nos preocupamos tanto de los trapos. En el Comité son unos tacaños. Y, por supuesto, el jefe principal saca su ganga. – ·¿Quién? – preguntó asombrado Andrés.
–Llewellyn me quita la quinta parte a mí tanto como a usted.
–Pero, ¿por qué? – ¡Oh de tarde en tarde me atiende uno o dos casos. En estos últimos seis años se ha hecho cargo de un par de quistes dentales. Y es el experto en rayos X cuando se lo necesita. Pero es un abuso.
La familia se había retirado a jugar en la cocina, de modo que Con pudo conversar libremente.
–Ni él ni su gran automóvil. Este es pura apariencia. Déjeme contarle, Manson. Una vez subía detrás de él la colina Mardy en mi autito, cuando resuelvo acelerar: ¡Diablos! ¡Le hubiera visto la cara cuando le eché el polvo!
–Mire, Boland -dijo Andrés de pronto- Esto de la exacción de Llewellyn es una imposición que subleva. ¿Por qué no la combatimos? – ¿Eh? – ¿Por qué no la combatimos? – Insistió Andrés más fuerte. Aun al hablar sentía que le hervía la sangre- Es una abominable injusticia.
Aquí estamos en situación estrecha, procurando abrirnos paso…
Escuche. Boland, usted es precisamente el hombre con quien deseaba encontrarme. ¿Me acompañará en esto? Nos conquistaremos a los demás ayudantes. Haremos un gran esfuerzo unidos…
Los ojos de Con irradiaron un ligero resplandor. – ¿Usted, hombre, usted quiere combatir a Llewellyn?
–Quiero. ·
Con le alargó su mano solemnemente.
–Manson, hijo mío -declaró con énfasis-, estamos juntos desde el comienzo.
Andrés corrió adonde Cristina, lleno de entusiasmo, ansioso de lucha. – ¡Cristina! ¡Cristina ¡He hallado una joya de hombre. Un dentista de cabeza roja, "enteramente loco", si, como yo, sabía que dirías.:Pero escúchame, querida, vamos a iniciar una revolución. – Andrés se reía nerviosamente-. ¡Oh, Señor! ¡Si sólo supiera Llewellyn lo que le está reservado!
No necesitó Andrés de la insinuación de Cristina de que fuera prudente. Estaba resuelto a proceder con discernimiento en todo cuanto hiciera. Al día siguiente, por lo tanto, comenzó a visitar a Owen.
El secretario se interesó y se mostró enérgico. Le manifestó a Andrés que el acuerdo en cuestión era algo voluntario entre el doctor jefe y sus ayudantes. Toda la cuestión estaba fuera de la jurisdicción del Comité.
–Usted ve, doctor Manson -concluyó Owen-, el doctor Llewel1yn es un hombre muy hábil y bien calificado. Nos consideramos afortunados con él. Pero recibe una buena remuneración de la Sociedad para actuar como superintendente nuestro. Son ustedes los médicos ayudantes los que piensan que él debiera tener más…
"No lo pensamos, en realidad", se dijo para sí Andrés:
Se fué satisfecho; visitó a Oxborrow y a Medley y los comprometió a acudir a su casa esa noche. Urquhart y Boland ya le habían prometido ir. Sabía, por conversaciones anteriores, que cada uno de los cuatro detestaba la pérdida de la quinta parte de su sueldo. Una vez que los juntara a todos, la cosa estaría hecha.
El siguiente paso consistió en hablar a LJewellyn. Reflexionando había decidido que hubiera sido desleal no darle a entender de antemano sus intenciones. Aquella tarde se encontraba en el hospital administrando un anestésico. Mientras observaba a LIewel1yn haciendo su operación, un caso abdominal largo y complicado, no pudo reprimir un sentimiento de admiración. La observación de Owen era enteramente verdadera: Llewel1yn era asombrosamente hábil, no sólo hábil, sino dúctil. Era la excepción, el ejemplo único que -hubiera pretendido Denny- confirmaba la regla. Nada se le escapaba, nada lo separaba. Desde la administración de la salubridad pública, cada uno de cuyos reglamentos se sabía de memoria, hasta la última técnica radiológica, el conjunto de sus múltiples deberes encontraba a Llewellyn experto y preparado.
Después de la operación, mientras Llewellyn se estaba lavando, Andrés se le acercó, quitándose a tirones el delantal. – Perdóneme que le hable de ello. doctor Llewcllyn…, pero no pude menos de observar el trabajo finísimo que realizó al extirpar ese tumor.
Llewellyn dejó ver una expresión de agradecimiento. Su mirada era afable.
–Me alegro de que lo crea, Manson. Venga para que hablemos.
Usted está progresando mucho en sus anestesias.
–No, no -murmuró Andrés-. Nunca lo haré muy bien. Hubo una pausa. Llewellyn se seguía jabonando las manos tranquilamente.
Andrés, a su lado se aclaraba nerviosamente la garganta. Ahora que había llegado el momento, sentía que le era casi imposible hablar. Pero se esforzó para decir:
–Mire, doctor LlewelIyn. Creo de mí deber manifestarle…, todos los ayudantes pensamos que no es correcto el pago que le hacemos de un porcentaje de nuestros sueldos. Es molesto tener que decirlo, pero yo…, yo voy a proponer que esto termine. Esta noche tenemos una reunión en mi casa. He preferido que lo sepa ahora a que lo sepa después. Quiero…, quiero que sienta que a lo menos soy honrado en este asunto.
Antes de que Llewellyn pudiera replicar, y sin siquiera mirarlo, Andrés dió media vuelta y dejó la sala. ¡Qué mal lo había dicho!. Sin embargo, fuera como fuera, lo había dicho. Cuando le enviaran el ultimátum, Llewellyn no podría acusarlo de haberlo atacado por la espalda.
La reunión en Vale View estaba fijada para las nueve de la noche. Andrés sacó algunas botellas de cerveza y le pidió a Cristina que preparara sandwiches. Hecho esto, ella se puso su abrigo y se fué a pasar una hora con los Vaughan. Nervioso anticipadamente, Andrés se paseaba por el hall, luchando por sintetizar sus ideas. Y pronto llegaron los otros; primero Boland, luego Urquhart, Oxborrow y Medley, juntos.
En la sala, sirviendo cerveza y obsequiando sandwiches, Andrés procuró comenzar con un rasgo cordial. Ya que casi le disgustaba Oxborrow, se dirigió primeramente a él. – ¡Sírvase, Oxborrow! – Hay mucho más en la despensa. – ¡Gracias, Manson! – La voz del evangelista era aguda- No pruebo el alcohol en ninguna forma. Es contra mis principios.
–En el nombre de Dios! – dijo Con, al través de la espuma de su bigote.
Como comienzo, la cosa no era prometedora. Comiendo sandwiches, Medley mantenía todo el tiempo sus ojos alertas, estampada en su rostro la ansiedad del sordo. La cerveza ya estaba exaltando la belicosidad natural de Urquhart. Después de mirar fijamente a Oxborrow por algunos minutos, dijo de pronto:
–Ahora que me encuentro con usted, doctor Oxborrow, tal vez estime usted conveniente explicar cómo Tudor Evans, de la calle Glyn Num 17, pasó de mi lista a la suya.
–No recuerdo el caso -dijo Oxborrow, oprimiéndose la punta de los dedos.
–Pero yo sí! – explotó Urquhart-. ¡Fué uno de los enfermos que usted me robó! Y lo peor es… -¡Caballeros! – gritó consternado Andrés-. ¡Por favor!, ¡por favor! ¿Cómo haremos jamás algo si reñimos entre nosotros mismos? Recuerden para qué estamos aquí. – ¿Para qué estamos aquí? – dijo Oxborrow afeminadamente- Yo debería estar con un enfermo.
Andrés, de pie sobre el felpudo de la chimenea, con expresión rígida y seria, intervino en aquella situación resbaladiza.
–Esto es lo que hay, pues, caballeros. – Inhaló profundamente- Soy aquí el más joven y no llevo mucho tiempo en el ejercicio de la profesión, mas… espero que ustedes excusen todo esto. Tal vez porque soy reciente, obtengo una impresión nueva de las cosas, cosas con las que ustedes se han familiarizado desde mucho tiempo. En primer lugar, me parece que nuestro sistema aquí es completamente erróneo. ¡Estamos trabajando como negros y embruteciéndonos en una forma antediluviana, como si fuéramos médicos de aldea o de campo, luchando contra nosotros mismos, y no como miembros de la misma Sociedad Médica, con maravillosas oportunidades de trabajar juntos! Cada médico con quien me he encontrado jura que la profesión es una vida de perros. Dice que se afana, que se consume caminando, que no dispone de un minuto para sí, que no tiene tiempo ni para comer, siempre acudiendo a llamados. ¿Por qué ocurre esto? Porque en nuestra projesión no existe la organización. Veamos precisamente un ejemplo de lo que quiero decir…, aunque podría darles docenas. ¡Los llamados nocturnos! Ustedes saben cómo todos nos acostamos, temiendo ser despertados para acudir a un llamado. Nuestras noches son intranquilas porque podemos ser llamados. Supongan que supiéramos que no nos llamarán. Supongan que convenimos, para comenzar, un sistema cooperativo de trabajo nocturno. Que un doctor tome todos los llamados nocturnos durante una semana y luego quede libre de todos los llamados nocturnos, por el resto del mes, mientras que los demás hacen sus turnos. ¿No sería espléndido? Piensen qué frescos se sentirían para el trabajo del día …
Se interrumpió, observando sus caras desconcertadas.
–Eso no marcharía -arguyó Urquhart-. ¡Demonios! Preferiría levantarme todas las noches del mes a confiar al viejo Oxborrow uno solo de mis enfermos. ¡Ja, ja.! Cuando se le presta uno, no lo devuelve.
Andrés se interpuso febrilmente.
–Dejemos eso. entonces… en todo caso, hasta otra reunión… ya que no estamos en ello de acuerdo. Pero hay una cosa en la que convenimos..y por ella estamos aquí. Este porcentaje que pagamos al doctor Llewellyn. – Se detuvo. Todos lo miraban ahora, afectados en sus bolsillos, interesados-. Todos hemos convenido en que es injusto. Le he hablado de ello a Owen. Dice que eso no tiene nada que ver con el Comité, sino que es asunto de arreglo entre los mismos doctores.
–Eso es cierto -exclamó Urquhart-. Recuerdo cuando fué estipulado. Hace como nueve años. Entonces teníamos dos pésimos ayudantes. Uno en el consultorio del este y el otro en mi barrio. Le daban bastante trabajo a Llewellyn con sus enfermos y así un buen día él nos reunió a todos y nos dijo que no le convenía molestarse a menos que llegáramos a un acuerdo con él. Así comenzó. y así ha seguido.
–Pero su sueldo del Comité ya cubre todo su trabajo en la Sociedad. Y sencillamente obtiene dinero de sus otras ocupaciones. ¡Está nadando en plata!
–Lo sé, lo sé -atestiguó Urquhart~. Pero fíjese, Manson.
Llewellyn nos es, desgraciadamente, muy útil, y lo sabe. Si decidiera romper con nosotros, quedaríamos en triste situación. – ¿Por qué debemos pagarle? – Andrés insistía inexorablemente. – ¡Escuchen, escuchen! – interrumpió Con, llenando una vez más su vaso.
Oxborrow le dió una mirada al dentista.
–Si me permiten decir una palabra… Convengo con el doctor Mansen en que es injusto que se nos mutilen nuestros sueldos. Pero el hecho es que el doctor Llewellyn es hombre de gran situación, altamente conceptuado, que da gran distinción a la sociedad. Y, además, se sale de su estricto deber para hacerse cargo de nuestros casos delicados.
Andrés miró fijamente al otro. – ¿Desea usted desembarazarse de sus casos difíciles?
–Por supuesto -dijo Oxborrow ásperamente-. ¿Y quién no? – ¡Yo! exclamó Andrés-. A mí me gusta conservarlos, observarlos.
–Oxborrow tiene razón murmuró Medley inesperadamente-. Es la primera norma de la práctica, médica, Manson. Usted se dará cuenta de ello cuando tenga más años. Líbrese del enfermo de mal cariz, líbrese de él, líbrese de él.
–Al diablo con todo! – protestó Andrés con vehemencia.
La discusión continuó en grupos durante tres cuartos de hora, Al término de ese rato Andrés acertó a exclamar, muy acalorado:
–Tenemos que solucionar esto. ¿Me oyen ustedes? Llewellyn sabe que estamos en contra suya. Se lo dije esta tarde. – ¡Cómo! – La exclamación salió de Oxborrow, Urquhart y aun de Medley. – ¿Quiere usted decir, doctor, que le dijo al doctor Llewcllyn?..
Medio incorporado, Oxborrow le dirigió una trémula mirada a Andrés. – ¡Por supuesto que lo hice! Alguna vez tenía que saberlo. ¿No ven ustedes que sólo reuniéndonos y mostrando un frente unido, tenemos que vencer? – ¡Demonios! – Urquhart estaba lívido- ¡Tiene usted un tupé! ¡Usted no sabe la influencia que tiene Llewel1yn! Mete mano en todo. Seremos afortunados si no nos despiden a todos. Piense en mí procurando hallar otra ocupación a mis años -Se encaminó hacia la puerta. Usted es un buen muchacho, Manson, Pero es muy joven. Buenas noches Ya Medley se había puesto apresuradamente de pie. La mirada de sus ojos decía que se iba a dirigir derechamente a su teléfono para manifestarle con zalamerías al doctor Llewellyn que él, el doctor Llewellyn, era un médico soberbio, y él, Medley, le podía oír perfectamente, Oxborrow se fué detrás de ellos. En dos minutos quedó despejada la pieza. Sólo Con, Andrés y el resto de la cerveza.
Terminaron de beber en silencio. En seguida, recordó Andrés que había otras seis botellas en la despensa. Las terminaron también.
Entonces comenzaron a hablar. Se dijeron cosas referentes al origen, la familia y el carácter moral de Oxborrow, Medley y Urquhart. Se detuvieron especialmente en Oxborrow y su armonio. No se dieron cuenta de que Cristina había llegado y subido. Hablaron sinceramente, como hermanos vergonzosamente traicionados.
A la mañana siguiente Andrés salió a sus visitas con un espantoso dolor de cabeza y la mirada ceñuda. En la plaza se cruzó con Llewellyn, que iba en su auto. Mientras Andrés alzaba la cara desconfiado y corrido, Llewellyn le dirigió una mirada radiante.