–No es el dinero, Cristina! Son los principios. Cuando pienso en ello.., me vuelvo loco. ¿Por qué no puedo dejar pasar esto? ¿Por qué no me agrada Llewellyn? ¿Por qué, a lo menos, me agrada un minuto y lo aborrezco al siguiente? Dímelo honradamente, Cristina. ¿Por qué no me humillo ante él? ¿Soy envidioso? ¿Qué es lo que hay?
La respuesta de Cristina lo consternó. – Sí, creo que eres envidioso. – ¡Cómo!
–No me rompas los tímpanos, querido. Me pediste que te respondiera honradamente. Eres envidioso, terriblemente envidioso. ¿Y por qué no lo serías? Yo no quiero estar casada con un santo. Ya hay bastante brillo en la casa para que tú te ciñas una aureola.
–Prosigue -gruñó él- Dime todos mis defectos, ya que estás en ello ¡Suspicaz! ¡Envidioso! ¡Oh, soy demasiado joven, supongo! El octogenario Urquhart me lo dijo en mis barbas el otro día.
Una pausa, durante la cual Andrés aguardó a que ella reanudara su argumento. Luego, irritado, continuó: -¿Por qué le tendría envidia a Llewellyn?
–Porque hace magníficamente su trabajo, sabe mucho y bien…, principalmente porque posee todas estas calificaciones de primera clase.
–Mientras que yo tengo el mísero título de bachiller en Medicina de una Universidad escocesa. ¡Dios Todopoderoso! Ahora sé lo que piensas realmente de mí -se levantó lleno de furia y comenzó a pasearse por la alcoba, en pijama- De todos modos, ¿ qué importan las calificaciones? ¡ Fruslerías! Es el método, la habilidad clínica lo que cuenta. Yo no creo en todas las cosas que nos sirven en los libros de texto. ¡Creo en lo que percibo a través de mi estetoscopio! Y si tú no sabes, yo percibo mucho. Estoy comenzando a hacer descubrimientos efectivos en mi investigación entre los obreros de la antracita. Tal vez algún día le dé una sorpresa, señora mía. ¡Caramba! Es una hermosa situación la del hombre que despierta el domingo por la mañana para que su mujer le diga que no sabe nada.
Sentándose en la cama, Cristina tomó su estuche de tocador y comenzó a arreglarse las uñas, esperando que él terminara.
–No te dije todo eso, Andrés -lo razonable de su esposa lo irritaba todavía más- Es justo, Andrés, que tú no vas a ser un ayudante toda la vida. Necesitas gente que te escuche, se preocupe de tus trabajos, de tus ideas… ¡Oh, tú comprendes lo que quiero decir! Si tuvieras un título realmente hermoso… un M. D. o el M. R C P, te colocarías en buena situación. – ¡El M. R. C. P.! – repitió él desconcertado. Y luego-: De modo que ella lo ha estado pensando todo con su cabecita. El M. R. C. P.. oo, ¡hum!, ¡obtener eso del ejercicio de la medicina entre los mineros! – la sátira de Andrés debió haberla abrumado-. ¿No comprendes que sólo otorgan eso a las testas coronadas de Europa?
Andrés cerró de un golpe la puerta y se fué al baño a afeitarse.
Cinco minutos después estaba de vuelta, afeitada la mitad de la cara y la otra jabonada. Estaba arrepentido, nervioso. – ¿Crees tú que yo podría hacerla? Tienes toda la razón. Necesitamos unos pocos títulos en mi chapa de doctor para sostenernos.
Pero el M. R. C. P. es el más difícil de todos los exámenes médicos. ¡Es la muerte!… No obstante, creo… Espera, voy en busca de los detalles…
Interrumpiéndose, se echó escaleras abajo en busca de la "Guía Médica". Cuando volvió con ella, su rostro se hallaba en profunda depresión. – ¡Hundido! – murmuró conternado-. Completamente derrotado.
Te dije que era un examen imposible. Hay una prueba preliminar en idiomas. Cuatro idiomas. Latin, francés, griego y alemán… y dos de ellos obligatorios, aun antes de que siquiera se pueda rendir el examen médico. No conozco idiomas. Todo el latín que sé se reduce a unas cuantas palabras. En cuanto al francés…
Ella no respondió. Hubo un silencio mientras él permanecía de pie junto a la ventana, en una meditación pesimista. Al fin se volvió, pensativo, ceñudo, incapaz de abandonar su idea. – ¿Por qué no aprendería yo estos idiomas para el examen?
Las diferentes piezas del estuche de tocadores esparcieron por el suelo cuando ella saltó de la cama y lo abrazó. – ¡Oh, quería que dijeras eso, mi amado. Ahora eres verdaderamente tú. Podría.. podría ayudarte tal vez. No olvides que tu mujercita es una maestra de escuela, retirada.
Durante todo el día trazaron planes nerviosamente. Empaquetaron a Trollope, Tchekov y Dostoievski en el dormitorio vacío.
Despejaron la sala para el trabajo. Y esa noche él se puso a estudiar con ella.. La noche siguiente, y la subsiguiente…
A veces sentía Andrés la sublime vulgaridad de ello, escuchaba desde lejos la risa burlona de los dioses. Sentado en una dura mesa con su mujer, en esta lejana ciudad minera de Gales, pronunciando con ella caput, capitis, o "Madame, est-il possible que, vadeando a través de declinaciones, verbos irregulares, leyendo en voz alta a Tácito y una obra patriótica que había encontrado, ProPatria, súbitamente se echaba para atrás en su silla, morbosamente envanecido…
"Si Liewellyn pudiera verme aquí,.. ¡no haría gestos! ¡Y pensar que esto es sólo el principio, que me queda todavía todo el programa médico!".
Hacia el fin del siguiente mes comenzaron a llegar periódicamente a Vale View paquetes de libros de la sucursal de Londres de la Biblioteca Médica Internacional. Andrés comenzó a leer todo aquello que no alcanzara a estudiar en las aulas. Pronto descubrió cuán temprano había dejado de estudiar. El descubrimiento del progreso terapéutico de la bioquímica lo abrumó. Descubrió los trastornos renales, las ureas de la sangre, el metabolismo basal y lo inseguro de los análisis de la albúmina. Al escapársele de sus manos esta noción básica de sus días de estudiante, exclamó en voz alta: -¡Cristina! ¡Yo no sé nada! ¡Y este programa me está matando!
Como tenía que hacer frente al trabajo de la profesión, sólo le quedaban las largas noches para estudiar. Sostenido por café cargado y una toalla mojada alrededor de la cabeza, prolongaba su lectura hasta las primeras horas de la madrugada. Cuando se iba al lecho, exhausto, a menudo no podía dormir, despertaba transpirando a causa de una pesadilla, con la cabeza atiborrada de términos, fórmulas y alguna tontería de su francés tartamudeante.
Fumaba con exceso, disminuía de peso, se le adelgazaba el rostro. Pero Cristina estaba allí, constantemente, silenciosamente, permitiéndo1e hablar sus idiomas extraños, dibujar diagramas, explicar en una nomenclatura endiablada, la acción selectiva asombrosa, fascinadora, de los tubitos de los riñones. También le permitía gritar, gesticular y, cuando sus nervios se hallaban más excitados, irritarse contra ella. Al traerle Cristina café fresco a las once, estaba propenso a reñirla: -¿Por qué no puedes dejarme solo? ¿Para qué sirve esto?
Cafeína… sólo es una droga podrida. Tú sabes que me estoy matando, ¿no? Y todo es por tí. ¡Eres dura! ¡Dura como un carcelero!
Jamás conseguiré este maldito grado. Hay centenares de muchachos que bregan por obtenerlo desde el West End de Londrés, desde los grandes hospitales, y yo… Desde Aberalaw… ¡Ja, ja! – su risa era histérica- ¡Desde la simpática Sociedad de Socorro Médico! ¡Oh, Dios! Estoy tan rendido y sé que me llamarán esta noche para ese parto en la calle Cefan y…
Cristina era mejor soldado que Andrés. Tenía un don de equilibrio que salvaba a ambos en todas las crisis. También tenia ella su genio, pero lo dominaba. Hacía sacrificios, rehusaba todas las invitaciones de los Vaughan, no asistía ya a los conciertos del Temperance Hall. Por muy mal que hubieran dormido, se levantaba siempre temprano, correctamente vestida, con el desayuno pronto cuando Andrés bajaba, aun sin afeitarse, y con el primer cigarrillo del día entre sus labios.
Cuando ya llevaba seis meses de trabajo, la tía que Cristina tenia en Bridlington cayó enferma de flebitis. y le escribió a aquélla que fuera, a verla. Pasándole la carta a Andrés, Cristina le manifestó al momento que le era imposible acudir. Pero él, inclinado obstinadamente sobre su jamón con huevos, le dijo:
–Quiero que vayas, Cristina. Estudiando así, trabajaré más sin ti.
Ultimamente nos hemos estado estropeando mutuamente los nervios.
Lo siento… pero… creo que es mejor que vayas.
Contra su gusto, Cristina se marchó al fin de la semana. Antes de que hubieran pasado veinticuatro horas, él comprendió su error.
Sin ella era la muerte. Jenny, aunque trabajaba según instrucciones prolijas, era una perpetua molestia. Pero no era la cocina de Jenny, ni el café tibio, o la cama mal hecha. Era la ausencia de Cristina: el saber que ella no estaba en casa, el no poder llamarla, el echarla de menos. Se sorprendía mirando estúpidamente sus libros, perdiendo horas mientras pensaba en ella.
Al cabo de una quincena ella le anunció telegráficamente su regreso. El lo dejó todo y se preparó para recibirla. Nada era demasiado bueno, demasiado ostentoso para la celebración de su llegada. El telegrama de Cristina no le había dejado mucho tiempo de que disponer;. pero pensó rápidamente y luego corrió en singular misión a la ciudad. Compró primero un ramo de rosas. En lo del pescadero Kendrick tuvo la suerte de hallar una langosta fresca. Se apoderó rápidamente de ella, temeroso de que la señora Vaughan -para la cual reservaba Kendrick todos esos primores- llegara y se la llevara.
Después compró bastante hielo, una ensalada y, finalmente, con cierta vacilación, una botella de vino dulce que Lampart, el almacenero de la plaza, le aseguró que era "sano".
Después del té le dijo a Jenny que podía marcharse, pues ya sentía los ojos de ésta fijos en él con curiosidad. Luego se puso a trabajar y confeccionó amorosamente una ensalada de langostas. El balde de cinc del fregadero, lleno de hielo, servía admirablemente para conservar el vino fresco. Las flores le crearon una dificultad inesperada, pues Jenny había echado llave al armario que había debajo de las escaleras, en el que se guardaban todos los jarrones, y había escondido la llave. Pero él superó aún esta dificultad, colocando la mitad de las rosas en el jarro del lavabo y el resto en el vaso de los cepillos de dientes. Fue una nota de variedad.
Al fin estuvieron terminados sus preparativos: las flores, la comida y el vino en el hielo. Sus ojos contemplaban la escena con radiante intensidad. Después de las consultas; a las nueve y medía, él corrió a esperarla a la Upper station.
Era algo nuevo, maravilloso, como enamorarse otra vez. La llevó tiernamente a casa para su idílica fiesta. La noche estaba tibia y tranquila. Brillaba la luna sobre sus cabezas. Olvidó las complicaciones referentes al metabolismo basal. Díjole a Cristina que bien pudiera creerse en Provenza u otro sitio parecido, en un gran castillo junto a un lago. Díjole que era una niña dulce y exquisita.
Que él había sido un bruto para con ella, pero que por el resto de su vida seria un tapiz -no rojo, pues ella se opuso a este color- que ella pudiera hollar con sus pies. Le dijo mucho más todavía. Hacia el fin de la semana, Andrés le pedía que le trajera sus pantuflas.
Llegó agosto, abrasador y polvoriento. Habiendo terminado sU lectura, se vió ante la necesidad de perfeccionarse en los trabajos prácticos, especialmente en histología, dificultad aparentemente insuperable en la situación presente. Fué Cristina la que pensó en el profesor Challis y su posición en la Universidad de Cardiff. Cuando Andrés le escribió, aquél le respondió al momento, manifestándole ampulosamente que se alegraría mucho de utilizar sus influencias en el Departamento de Patología. Manson, decía, encontraría en el doctor Glyn-Jones un camarada de primera clase. Terminaba preguntando con mucho interés por Cristina.
–Tengo que mostrártela, Cristina. Algo significa tener amigos. Y yo que estuve a punto de no encontrarme esa noche con Challis en casa de los Vaughan. ¡Simpático charlatán! Pero de todas maneras, aborrezco pedir favores. ¿Y qué significa eso de consagrarte sentimientos afectuosos?
A mediados del mes hizo su aparición en Vale View una motocicleta Red Indian, de segunda mano, una máquina baja, lo menos adecuado del mundo para un profesional, anunciada como "muy rápida" por su propietario anterior. Dentro de la pereza del verano, había tres horas de la tarde que Andrés podía considerar razonablemente como suyas. Todos los días, inmediatamente después del almuerzo, una línea rojiza se deslizaba resoplando valle abajo, en dirección a Cardiff, a treinta millas de distancia. Y todos los días, hacia las cinco de la tarde, se producía el mismo fenómeno en sentido inverso, para rematar en Vale View.
Estas sesenta millas con un calor sofocante, alivianadas con sandwiches a medio camino, la hora de estudio bajo la dirección de Glyn-Jones, a menudo usando el microscopio con manos aún temblorosas por la vibración de la guía, hicieron muy pesadas las semanas siguientes. La parte más angustiosa de toda la loca aventura era para Cristina el ver partir a Andrés exhausto, entre el rápido y estrepitoso jadear de su vehículo, y aguardar apasionadamente el primer débil rumor de su retorno, temiendo todo el tiempo que algo pudiera acontecerle mientras iba inclinado sobre el metal de la diabólica máquina.
Aunque iba tan presuroso, a veces hallaba tiempo para traerle fresas a Cristina desde Cardiff. Las guardaban hasta después de su consulta. A la hora del té, siempre estaba abrasado y con los ojos enrojecidos, preguntándose sombríamente si no habría dejado su duodeno en el último bache de Trecoed y si lograría atender antes del consultorio estos llamados, que había recibido en su ausencia.
Pero al fin hizo la jornada final. Glyn-Jones ya nada tenía que enseñarle. Se sabía de memoria cada ejemplar y cada preparación microscópica. Todo lo que faltaba era presentar su nombre y remitir la fuerte suma de la matrícula para el examen.
El 15 de octubre Andrés partió solo para Londres. Cristina lo acompañó hasta la estación. Ahora que el desenlace real estaba tan próximo, lo había invadido una gran tranquilidad. Todos sus afanes, sus frenéticos esfuerzos, sus desahogos casi histéricos parecían ya muy lejanos. Su cerebro estaba inactivo, casi embotado. Sentía que no sabía nada. Al día siguiente, sin embargo, cuando comenzó la parte escrita del examen, en el Colegio de Médicos, se encontró contestando las preguntas con un automatismo ciego. Escribía y escribía, sin mirar jamás el reloj, llenando hoja tras hoja, hasta sentir que la cabeza le zumbaba.
Había ocupado una pieza en el Museum Hotel, donde había estado con Cristina en su primer viaje a Londres. Era muy barato; mas la comida era pésima y con su digestión ya trastornada, le produjo una grave dispepsia que lo obligó a reducir su dieta a leche malteada caliente. Un gran vaso de la misma en un salón de té en el Strand, era su almuerzo. Entre sus papeles vivía en una especie de delirio. No soñaba siquiera en asistir a algún sitio de diversión.
Apenas divisaba a la gente en las calles. A veces, para despejarse la cabeza, daba una vuelta en el imperial de un ómnibus.
Después de la prueba escrita comenzó la parte práctica y oral del examen, que fué para Andrés mucho más temible que todo lo anterior. Había, tal vez, unos veinte candidatos más, todos mayores que él y todos con un aire inequívoco de suficiencia y seguridad. El candidato colocado junto a él, por ejemplo, un sujeto llamado Harrison, al que le había hablado una vez o dos, poseía un Oxford B.
Ch., un puesto en el hospital de St John y un consultorio en Brook Street. Cuando Andrés comparó las maneras desenvueltas de Harrison y su evidente confianza con su propia torpeza provinciana, sintió que eran, a la verdad, muy pocas sus posibilidades de impresionar favorablemente a los examinadores.
Su prueba práctica en el South London Hospital resultó bastante bien, según creyó. Su caso fué una bronquitis en un muchacho de catorce años, lo que, dado su conocimiento profundo de los pulmones, era ya buena suerte. Creyó haber escrito un buen informe.
Pero al llegar a la parte oral, su suerte pareció cambiar completamente. El proceso oral en el Colegio de Médicos tenía sus particularidades. Cada candidato era sucesivamente interrogado por dos examinadores diferentes. Si al final de la primera sesión el candidato era juzgado no apto, recibía una nota cortés en que se le manifestaba que no debía volver al día siguiente. Ante la inminencia de esta misiva fatal, descubrió Andrés, para horror suyo, que le había tocado como primer examinador un profesor de quien había oído hablar con temor a Harrison: el doctor Mauricio Gadsby.
Era éste un hombrecito debilucho, de estatura menos que mediana, bigotes negros y ásperos y ojos pequeños, de mirada dura.
Recientemente elegido para su cargo, carecía en absoluto de la tolerancia de los examinadores viejos y parecía deliberadamente resuelto a hacer fracasar a los candidatos que caían en sus manos.
Miró a Andrés arqueando arrogantemente las cejas y colocó delante de él seis preparaciones microscópicas. Andrés nombró correctamente cinco de las mismas, pero no pudo hacerlo con la sexta. En ésta, precisamente, insistió Gadsby. Durante cinco minutos mortificó a Andrés al respecto -se trataba, según parecía, del huevo de un oscuro parásito del Africa Occidental-. Luego, flojamente, sin interés, lo remitió al examinador siguiente, sir Robert Abbey.
Andrés se levantó y atravesó el recinto con el rostro pálido y el corazón que se le saltaba del pecho. Toda la laxitud, la inercia que había experimentado al comienzo de la semana había desaparecido ahora. Tenía un deseo casi desesperado de triunfar. Pero estaba persuadido de que Gadsby lo haría fracasar. Alzó los ojos para ver a Robert Abbey, que lo contemplaba con una sonrisa amistosa, casi picaresca. – ¿Qué le ocurre? – dijo inesperadamente Abbey.
–Nada, señor -balbuceó Andrés-. Creo que salí mal con el doctor Gadsby; eso es todo.
–No se preocupe por eso. Eche una mirada a estos ejemplares.
Diga lo que sepa de ellos.
Abbey sonreía estimulándolo. Era un hombre rubicundo, perfectamente afeitado, de unos sesenta y cinco años, de frente alta y labio superior largo y risueño. Aunque Abbey era actualmente, quizá, el tercer médico de Europa, había conocido la dificultad y las luchas amargas en sus días de principiante cuando, llegado de Leeds, su ciudad natal, sin otro apoyo que su reputación provinciana, se había encontrado con los prejuicios y la oposición en Londres. Mientras observaba a Andrés disimuladamente, notando su traje de mal corte, su camisa y cuello sin almidonar, la corbata ordinaria y mal anudada, y, sobre todo, la impresión de rigidez que revelaba su cara seria, le vinieron a la memoria los días de su juventud provinciana.
Instintivamente su corazón simpatizó con este candidato inusitado y sus ojos, mirando la lista que tenia delante, advirtieron con satisfacción que sus notas, particularmente en el ejercicio práctico reciente, estaban muy por encima del nivel medio.
Entretanto, Andrés, con la mirada fija en los frascos de vidrio que tenía al frente, había estado haciendo un comentario vacilante sobre los ejemplares.
–Bien -dijo Abbey de pronto. Tomó un ejemplar-: un anerisma de la aorta ascendente- y comenzó a interrogar a Andrés en forma amistosa. Sus preguntas, muy sencillas al principio, se ampliaron poco a poco y se hicieron más profundas, hasta que, finalmente, llegaron a converger sobre un tratamiento específico reciente por la inoculación de la malaria. Pero Andrés, tranquilo por la manera simpática de interrogar, respondió bien.
Por fin, al dejar el ejemplar, observó Abbey: -¿Sabe algo usted de la historia del aneurisma?
–Créese que Ambrosio Paré -respondió Andrés, y ya Abbey había esbozado su gesto aprobatorio-, descubrió ese mal. – ¿Por qué "créese", doctor Manson? Paré descubrió el aneurisma.
Andrés enrojeció y palideció luego mientras proseguía.
–Así es, señor; es lo que dicen los textos. Está en todos los libros… y yo mismo me di el trabajo de verificarlo respecto de seis de ellos. – Tomó aliento- Pero estaba leyendo a Celsus, al preparar mi latín, que necesitaba ser pulido, señor, cuando di con la palabra aneurismus. Celsus conocía el aneurisma. Lo descubrió íntegramente.
Y eso ocurrió como trece siglos antes de Paré.
Hubo un silencio. Andrés alzó los ojos, preparado para una bondadosa burla. Abbey lo miraba con una expresión extraña en su rostro bermejo.
–Doctor Manson -dijo al fin-, usted es el primer candidato en esta sala de exámenes que me ha dicho algo original, algo vermadero y que yo desconocía. Lo felicito.
Andrés enrojeció otra vez.
–Dígame una sola cosa más… como una curiosidad personal – concluyó Abbey-. ¿Cuál considera usted el principio fundamental, la idea básica, diré, que observa en el ejercicio de su profesión?
Hubo una pausa durante la cual Andrés reflexionó desesperadamente. Al fin, sintiendo que comprometía todo el buen efecto ya logrado, balbuceó:
–Creo… creo en mi fuero íntimo que no debo tomar nada como absoluto.
–Gracias, doctor Manson.
Mientras Andrés dejaba la sala, Abbey tomaba la pluma. Se sintió joven una vez más y un poco sentimental. Pensó: "Si me hubiera respondido que procuraba sanar a la gente, ayudar a la humanidad doliente, lo habría reprobado de pura desilusión." Y anotó el inaudito máximo, 100, frente al nombre de Andrés Manson. A la verdad, si hubiera estado en su mano, Abbey habría duplicado esa cifra.
Algunos minutos después, Andrés bajaba la escalera con los demás candidatos. Al pie de ésta, junto a su maletín de cuero, estaba un portero de librea con un montón de sobres al frente. A medida que pasaban los candidatos le daba a cada cual su sobre. Harrison, saliendo al lado de Andrés, rompió rápidamente el suyo. Se le alteró la expresión y dijo tranquilamente:
–Parece que no me necesitan mañana. – Luego, forzando una sonrisa-: ¿Y a usted?
Le temblaban los dedos a Andrés. Apenas podía leer. Oyó confusamente que Harrison lo felicitaba. Todavía tenía probabilidades.
Anduvo hasta el salón de té y se tomó su leche malteada, Pensó afiebradamente: "Si no logro éxito ahora, después de esto, me tiro debajo de un autobús."
Pasó el día siguiente. Apenas quedaba la mitad de los candidatos originales, y se rumoreaba que de éstos caería otra mitad. Andrés no tenía idea de si lo estaba haciendo!bien o mal; sólo sabía que le dolía atrozmente la cabeza, que tenía los pies helados y su interior vacío.
Al fin terminó todo. A las cuatro de la tarde, Andrés salía riel guardarropa extenuado y melancólico, poniéndose el abrigo. Entonces se dió cuenta de que Abbey estaba de pie frente al gran fuego que ardía en medio del hall. Hizo ademán de pasar. Pero Abbey, por algún motivo, le tendía la mano; sonriente, hablándole, diciéndole… diciéndole que había triunfado. ¡Santo Dios, había triunfado! ¡Había triunfado! Otra vez se sentía vivir, vivir gloriosamente, y olvidado de su dolor de cabeza y de todo su cansancio. Mientras corría al correo más próximo, el corazón le hacía escuchar una salvaje, una loca melodía. Había vencido; no desde el West End de Londres, sino desde un apartado rincón minero. Todo su ser se estremecía de dicha. Aquellas largas noches, aquellas carreras locas a Cardiff, aquellas torturantes horas de estudio estaban justificadas, después de todo. Y seguía su camino presurosamente, tropezando y dando empujones por entre el gentío, brillándole los ojos, corriendo, corriendo a telegrafiarle a Cristina la noticia del milagro.
Cuando llegó el tren, media hora más tarde, era cerca de la medianoche. Todo el trayecto valle arriba la locomotora había venido luchando con un fuerte viento en contra y al caminar sobre el andén de Aberalaw, Andrés casi fué arrebatado por el huracán. La estación estaba desierta. Los álamos nuevos plantadas en hilera a su entrada se doblaban como ramas, silbando y sacudiéndose con el temporal.
Arriba las estrellas brillaban resplandecientes.
Andrés caminó por la calle de la Estación, con el cuerpo azotado y el espíritu regocijado por la presión del vendaval. Lleno de su éxito, de su contacto con el grande y viciado mundo médico, resonándole: en los oídos las palabras de sir Robert Abbey, no llegaba al lado de Cristina bastante pronto para referírselo todo, todo lo que le había ocurrido. El telegrama le debía haber transmitido la buena nueva; pero ahora deseaba contarle en detalle toda la emocionante historia de su triunfo.
Al meterse con la cabeza gacha por la calle Talgarth, sintió de repente que alguien corría tras él. El hombre se le acercó penosamente, perdiéndose de tal modo en el vendaval el ruido de sus botas sobre el pavimento, que parecía una figura fantasmagórica.
Andrés se detuvo instintivamente. Al aproximársele. el hombre, le reconoció; era Frank Davis, individuo de la ambulancia del pozo nÚmero 3 de la mina de antracita, que la primavera anterior había asistido a su curso de auxilios de emergencia. En el mismo momento Davis reconocía a Andrés.
–Venía en busca suya, doctor. Había ido a su casa. Este viento ha destruído los alambres.
Una ráfaga se llevó el resto de sus palabras. – .. ¿Qué desgracia ha ocurrido? – gritó Andrés.. – Un derrumbe en el número tres.
Davis ahuecó las manos junto a la oreja de Manson.
–Un muchacho está allí casi enterrado. Parece que no pueden levantarlo. Sam Bevan; está en su lista.. Apúrese, doctor, y vaya a verlo.
Andrés recorrió unos cuantos pasos con Davis y luego una súbita reflexión lo hizo detener.
–Necesito mi maletín -le gritó a Davis-. Vaya a mi casa y tráigamelo. Yo seguiré hasta el número tres. Y agregó-: Dígale a mi mujer, Frank, a dónde he ido!
En cuatro minutos llegó al pozo número 3, impelido hasta allí por el viento persistente, después de cruzar el desvío de la líneá férrea y seguir a lo largo de la calle Roath. En la sala de auxilios halló al administrador y tres hombres más que lo esperaban. Al verlo se animó ligeramente la expresión angustiada del subadministrador.
–Me alegro de verlo, doctor. La tormenta nos tiene a todos deshechos. Y hemos tenido un espantoso derrumbe. Nadie ha muerto, a Dios gracias, pero uno de los muchachos ha sido cogido por el brazo .. No podemos moverlo una pulgada. Y el techo está en ruinas.
Fueron hasta el pozo, llevando dos de los hombres una camilla con tablillas atadas a la misma y un tercero una caja de madera con material de primeros auxilios. Al entrar ellos en el montacargas, otra figura atravesó el patio corriendo. Era Davis, que llegaba jadeante con el maletín.
–Ha llegado rápido, Frank -dijo Manson, mientras Davis se agachaba a su lado en el montacargas.
Davis asintió sencillamente; no podía hablar. Hubo un chirrido, un instante en el espacio y el montacargas llegó al fondo rocoso.
Salieron todos de a uno en fondo, adelante el subadministrador, luego Andrés, Davis -que llevaba todavía el maletín-,:¡ por fin, los tres hombres.
Andrés había estado antes bajo tierra y estaba acostumbrado a las cavernas de altas bóvedas de las minas de Drineffy, enormes socavónes obscuros y resonantes, muy profundos, desde cuyo lecho había sido barrenado y extraído el mineral. Pero este pozo número 3 era un pozo antiguo, con una galería tortuosa que conducía hasta los trabajos. La galería era menos un pasaje que una madriguera de techo bajo, y por cuyas paredes húmedas y viscosas se arrastraron, a menudo sobre las manos y las rodillas, en el espacio de casi media milla. De repente la luz que llevaba el subadministrador se detuvo delante de Andrés, quien supo entonces que habían llegado.
Se arrastró lentamente hacia adelante. Tres hombres apretados, de bruces en un extremo, hacían lo posible por salvar a otro, que yacía encogido, con su cuerpo de lado, y un hombro vuelto hacia atrás, al parecer perdido en la masa de roca derrumbada en torno suyo. Detrás de los hombres había herramienta.. esparcidas por el suelo, dos tarros de comida volcados y sacos hechos jirones. . – ¿Qué hay, muchachos?.– preguntó el subadministrador en voz baja.
–No podemos moverlo de ninguna manera. – El hombre que hablaba volvió su cara sucia con la transpiración- Todo lo hemos ensayado.
–No digan -dijo el subadministrador mirando rápidamente el techo- Aquí está el doctor. Retírense un poco, muchachos, y hagamos sitio. Retrocedan otro poco.
Los tres hombres retrocedieron desde su rincón, y Andrés. cuando le hubieron dejado sitio, pasando tras él, se adelantó. En un momento dado, al hacerla, le vino a la cabeza el recuerdo de su reciente examen, de su adelantada bioquímica, de su terminología altisonante y frases científicas. No había contemplado tal examen una contingencia como la presente.
Sam Bevan tenía todo el conocimiento. Pero sus facciones estaban desfiguradas bajo la capa de polvo. Trató débilmente de sonreírle a Manson.
–Parece que va a aplicarme a mí mismo un tratamiento de emergencia.
Bevan había sido alumno de ese curso de primeros auxilios y a menudo había sido solicitado para efectuar vendajes.
Andrés se le aproximó. A la luz que proyectaba el subadministrador, palpó con sus manos los hombros del accidentado. Todo el cuerpo de Bevan estaba libre a excepción de su antebrazo izquierdo, sepultado bajo el derrumbe, tan oprimido y destrozado bajo el enorme peso de la roca, que lo convertía en un inmóvil prisionero.
Andrés vió al instante que la única manera de libertar a Bevan era amputándole el antebrazo. Y Bevan, haciendo un esfuerzo con sus ojos atormentados, leyó esa decisión en el momento que fué tomada.
–Proceda, entonces, doctor -murmuró-. Sólo retírenme pronto de aquí.
–No se inquiete, Sam -le dijo Andrés-. Lo voy a hacer dormir ahora. Cuando despierte estará en su cama.
Tendido en un cenagal bajo el techo de dos pies, se quitó el saco, lo dobló y lo colocó bajo la cabeza. de Bevan. Se arremangó la camisa y pidió su maletín. El subadministrador se lo pasó y al hacerlo le dijo al oído:
–Apúrese, por Dios, doctor. Este techo caerá sobre nosotros antes de que sepamos dónde estamos.
Andrés abrió el maletín. Al momento sintió el vaho a cloroformo.
Casi antes de meter la mano en el interior y palpar vidrios quebrados, comprendió lo que había ocurrido. Frank Davis, en su apuro para llegar a la mina, había dejado caer el maletín. El frasco de cloroformo se había quebrado, desparramándose su contenido. Andrés se estremeció. No tenía tiempo de enviar a buscar otro. Y carecía de anestésico.
Durante unos treinta segundos estuvo como paralizado. Luego, automáticamente, buscó su jeringa de inyecciones, la cargó y le administró a Bevan una dosis máxima de morfina. No pudo aguardar que produjera todo su efecto. Arreglando de tal modo el maletín que los instrumentos necesarios le quedaran al alcance de su mano, se inclinó de nuevo sobre Bevan, y le dijo, mientras apretaba el torniquete: -¡Cierre los ojos, Sam!
La luz era confusa y parpadeante. A la primera incisión Bevan gimió entre sus apretados dientes. Volvió a gemir. Después, cuando el cuchillo operaba sobre el hueso, felizmente se desmayó.
Una transpiración helada brotó de la frente de Andrés mientras apretaba las pinzas de torsión en la carne destrozada y sangrante. No podía ver lo que hacía. Se sentía ahogado en esta ratonera, sepultado a tanta profundidad bajo la superficie de la tierra, tendido en el lodo. No había anestesia, ni sala de operaciones, ni cuerpo de enfermeras que corrieran a ejecutar sus órdenes. El no era cirujano. Se sentía impotente.
No terminaría jamás. El techo se desplomaría encima de todos ellos.
Detrás de él la respiración anhelante del subadministrador. Por una gotera el agua le caía a gotas lentas y heladas sobre el cuello. Sus dedos trabajaban febrilmente, manchados y calientes. El rechinamiento de la tierra sobre el hueso. La voz de sir Robert Abbey, a mucha distancia:
"La oportunidad de la medicina científica… Oh, Dios! ¡No concluiría nunca!
Al fin. Casi sollozó de alivio. Colocó un tapón de gasa sobre el muñón sangriento. Temblándole las rodillas, dijo:
–Sáquenlo.
Cincuenta yardas más atrás, en un ensanchamiento de la galería, donde podía estar de pie y con cuatro lámparas en torno suyo, terminó la tarea. Aquí era más fácil. Limpió, ligó, empapó la herida en antiséptico. Un tubo ahora. En seguida un par de suturas. Bevan seguía inconsciente. Pero su pulso, aunque débil, era firme. Andrés se pasó la mano por la frente. Había terminado.
–Lleven firme la camilla. Envuélvanlo en estas mantas.
Necesitamos botellas de agua caliente al salir.
La lenta procesión, inclinada hasta la cintura en los sitios bajos, comenzó a moverse por entre las sombras de la galería. No habían andado sesenta pasos cuando un derrumbe sordo resonó en la oscuridad allá abajo, a espaldas de ellos. Fué como el último rumor sordo de un tren que desaparece en el interior de un túnel. El subadministrador no se volvió. Sólo le dijo a Andrés, con tranquilo horror:
–Ahí tiene. El resto del techo.
El viaje de salida les tomó como una hora. Tenían que ladear oblicuamente la camilla en los sitios malos. Andrés no podia decir cuánto tiempo habían estado sepUltados. Pero al fin llegaron a la base del pozo.
Emergieron de las profundidades. Los recibió el contacto helado del viento cuando salieron del montacargas. Andrés respiró profundamente con una especie de éxtasis.
Se detuvo al pie de la escalera, asido a la baranda. Todavía estaba oscuro, pero en el patio de la mina habían encendido una hoguera de nafta que silbaba Y saltaba en muchas lenguas. Alrededor del fuego vió una multitud de figuras que aguardaban. Había mujeres entre ellas, con chales en sus cabezas.
De repente, mientras la camilla continuaba lentamente dejándolo atrás, Andrés oyó que gritaban agudamente su nombre y un instante después los brazos de Cristina le rodeaban el cuello. Sollozando histéricamente, se aferró a él. Sin sombrero, con sólo un abrigo encima del camisón, los pies desnudos dentro de unas pantuflas, parecía una mujer abandonada en la tempestuosa oscuridad. – ¿Qué te ha ocurrido? – preguntó Andrés estremecido, procurando desembarazarse de sus brazos para verle la cara.
Pero ella no lo dejaba. Apretada frenéticamente a él como una mujer que se ahoga, le decía con voz entrecortada:
–Nos dijeron que el techo se había desplomado…, que tú no…, que tú no saldrías más.
Cristina tenía la piel azul, le castañeteaban los dientes de frío.
La llevó al fuego de la sala de auxilios, avergonzada pero hondamente conmovido. Allí había cacao caliente. Bebieron de la misma taza el líquido hirviente. Pasó mucho tiempo antes de que ninguno de los dos recordara nada de lo concerniente a su nuevo gran título.