VII

La noticia de que el secretario le había llevado su tarjeta a Andrés se divulgó rápidamente por el distrito, e hizo algo para detener la oleada de impopularidad del nuevo médico.

Aparte de esta ganancia material, Cristina y él se sintieron mejor después de la visita de Owen. Hasta aquí la vida social de la ciudad había prescindido enteramente de ellos. Bien que Cristina nunca se quejaba, había momentos durante las largas ausencias de Andrés, motivadas por sus visitas, en que ella sentía el peso de la soledad. Las mujeres de los empleados superiores de la compañía tenían un concepto demasiado elevado de su propia importancia, para visitar a las de los ayudantes del Socorro Médico. La señora Llewellyn, que le había prometido un afecto imperecedero y gratas excursiones en automóvil a Cardiff, dejaba tarjetas cuando Cristina estaba ausente y no se dejó ver más. Entretanto, las esposas de los doctores Medley y Oxhorrow, del consultorio del este -la primera una mujer marchita y la otra una fanática que hablaba una hora, por el reloj de segunda mano de la Regency, de las misiones del Africa occidental-, se habian ilustrado singularmente reservadas. Parecía, a la verdad, no existir ninguna conciencia de unidad o solidaridad social entre los médicos ayudantes o sus esposas. Eran indiferentes, pasivos y hasta serviles en la actitud en que se presentaban ante la ciudad.

Una tarde de diciembre, cuando Andrés regresaba a Vale View por el camino de atrás, que seguía por la cresta de la colina, vieron acercarse a un joven larguirucho pero enhiesto, de su misma edad,, al que reconoció al instante como Ricardo Vaughan. Su primer impulso fué atravesar al otro lado para evitarlo. Y entonces le asaltó tenazmente el pensamiento: ¿Por qué he de hacerla? No me importa ese hombre.

Con sus ojos vueltos a otra parte, se preparaba a dejar atrás a Vaughan, cuando, para sorpresa suya, oyó que lo llamaban en un tono amistoso, casi jovial. ¡Hola! ¿Usted es el médico que hizo volver al trabajo a Ben Chenkin, no?

Andrés se detuvo, alzando la mirada cautelosamente, con una expresión que decía: -¿Y qué- No lo he hecho por usted.

Aun cuando respondió cortésmente, se dijo a sí mismo que no estaba dispuesto a dejarse dominar ni Siquiera por el hijo de Edwin Vaughan. Los Vaughan eran los propietarios virtuales de la compañía de Aberalaw; sacaban todas las regalías de las minas adyacentes, eran ricos, exclusivos, inaccesibles. Ahora que el viejo Edwin se había retirado a una finca cerca de Brecon, Ricardo, el hijo único, se había hecho cargo de la dirección de la Compañía. Casado recientemente, se había construído una gran casa moderna que dominaba la ciudad.

En seguida, mirando a Andrés y atusándose el ralo bigote, díjole:

–Hubiera gozado viendo la cara del viejo Ben.

–No la encontré particularmente divertida.

El labio de Vaughan se encogió detrás de su mano, ante el terco orgullo escocés. Añadió en tono amable:

–Ustedes serán nuestros vecinos más cercanos. Mi mujer, que ha estado en Suiza estas últimas semanas, irá a ver a la suya, ahora que están establecidos.

–Gracias -dijo secamente Andrés, continuando su camino.

Aquella noche, en el té, le refirió burlescamente el incidente a Cristina: -¿Qué pretendía? Dímelo. Lo he visto, al cruzarse en la calle con Llewellyn, hacerle apenas una venia. Tal vez creyó que me induciría a hacer volver al trabajo a sus malditas minas, a unos cuantos hombres más.

–No, Andrés -protestó Cristina- Eso se te ocurre a ti. Eres suspicaz, terriblemente suspicaz.

–Piensa que sospecho de él. Orgulloso, nadando en dinero, educado en colegio de aristócratas Y feo como macaco… "Mi esposa, que ha estado paseando en los Alpes mientras ustedes se consumían en la colina Mardy hará una visita a la suya" ¡Ah! Yo la veo llegando a nuestra casa, querida. Y si lo hace -se indignó súbitamente -, ten mucho cuidado de no humillarte ante ella.

Cristina respondió tan lacónicamente como jamás la oyera él en todos aquellos primeros meses de ternura:

–Creo saber comportarme.

A pesar de los pronósticos de Andrés, la señora Vaughan visitó a Cristina y se quedó evidentemente mucho más rato que el exigido por la mera etiqueta. Cuando Andrés regresó esa tarde, encontró a Cristina alegre, ligeramente colorada, con todas las muestras de haberse divertido. No respondió a sus irónicas averiguaciones, pero admitió que la cosa había sido un éxito.

Andrés se burló de ella:

–Supongo que sacaste a relucir la platería de la familia, la mejor platería, la tetera enchapada de oro. ¡Oh, y una torta de Parry! – No.

Comimos pan con manteca -respondió tranquilamente- Y la tetera marrón.

El alzó las cejas burlescamente. – ¿Y les gustó?

–Espero que sí.

Algo inquietaba extrañamente a Andrés después de esta conversación, una emoción que, de haberla intentado analizar, no lo hubiera conseguido del todo. Diez días después, cuando la señora Vaughan llamó al teléfono y los convidó a comer a él y Cristina, quedó estupefacto. En ese momento Cristina estaba en la cocina, preparando un pastel, y él en persona atendió el teléfono.

–Lo siento -respondió-, temo que me sea imposible. Atiendo el consultorio casi hasta las nueve todos los días.

–Pero no el domingo, seguramente. – La voz de ella era suave, encantadora-.. Vengan a comer el domingo próximo. Queda convenido, entonces. Los esperamos.

Andrés arremetió contra Cristina.

–Estos malditos amigos tuyos encopetados nos obligan a ir comer con ellos. No podemos ir. Tengo la convicción positiva de que el domingo próximo por la tarde me tocará un parto.

Ahora tú me escuchas a mí, Andrés Manson. – Los ojos de Cristina se habían iluminado al decir esto, pero, sin embargo, lo sermoneó severamente- Debes dejar ya de ser tonto. Somos pobres y todo el mundo lo sabe. Tú llevas trajes gastados y yo atiendo la cocina.

Pero no importa. Tú eres médico, y un buen médico, además, y yo soy tu mujer -su expresión perdió por un momento su tensión ~. ¿Me estás escuchando? Sí, puede causarte sorpresa, pero tengo la libreta de matrimonio guardada en mi cajón. Los Vaughan tienen mucho dinero, pero esto no es más que un detalle ante el hecho de que son personas bondadosas, encantadoras e inteligentes.

Juntos somos maravillosamente felices aquí, amor mío, pero debemos tener amigos. ¿Por qué no seríamos sus amigos sí ellos nos lo permiten? No te avergüences, pues, de ser pobre. Olvida lo del dinero, de la situación y todo lo demás, y aprende a tomar a la gente por lo que realmente es.

Oh, bien!… -refunfuñó Andrés.

El domingo, pues, acudieron a la invitación. Andrés iba inexpresivo, con una docilidad aparente, y mientras recorrían la magnífica explanada que tenía a su lado una cancha nueva de tenis, murmuró entre dientes:

–Probablemente no nos recibirán, viendo que yo no soy aristócrata.

Contra lo que esperaba, fueron bien recibidos. El rostro huesudo y feo de Vaughan sonrió amablemente por encima de una cajita de plata que, por alguna razón desconocida, sacudía vigorosamente. La señora Vaughan los saludó con natural sencillez. Había otros dos invitados, el profesor Challis y su señora, que pasaban el fin de semana con los Vaughan.

Después del primer cocktail de toda su vida, Andrés se dió cuenta de la gran pieza en que estaba, con su alfombra amarilla, sus floreros, libros y amueblado antiguo extrañamente hermoso. Cristina conversaba alegremente con Vaughan y su esposa y la señora Challis, mujer de edad, con cómicas arrugas en torno de sus ojos.

Sintiéndose aislado y singular, Andrés se aproximó cautelosamente a Challis, que, a pesar de su larga barba blanca, despachaba alegremente y con todo éxito su tercer traguito. – ¿Habrá algún médico joven que emprenda bondadosamente una investigación -dijo dirigiéndose sonriente a Andrés-, referente a la función exacta de la aceituna en el martini? Le advierto de antemano que tengo mis sospechas. Pero, ¿qué piensa usted, doctor?

–Vaya… balbuceó Andrés-. Yo…, yo apenas sé…

–Mi teoría! – Challis se compadeció de él- Una conspiración de mozos de bar y sujetos poco hospitalarios, como nuestro amigo Vaughan. Una explotación de la ley de Arquímedes -pestañeó rápidamente bajo sus pobladas cejas negras-. Por la simple acción del desplazamiento esperan ahorrar el gin.

Andrés no podía sonreírse, pensando en su propia cortedad.

Carecía de aptitudes para moverse en sociedad, y jamás en toda su vida había estado en casa tan magnífica. No sabía qué hacer con el vaso vacío, con las cenizas del cigarrillo, con sus propia manos. Se alegró cuando pasaron al comedor. Pero aquí se sinti6 nuevamente en una posición desventajosa.

La comida era sencilla, pero bien presentada: una taza de consommé esperaba en cada plato, y luego vino una mayonesa de aves con tierna lechuga extraña y exquisitamente condimentada.

Andrés fué colocado al lado de la señora Vaughan.

–Su esposa es encantadora, doctor Manson -observó ella mientras se sentaban.

Era una mujer alta y delgada, de aspecto muy delicado, no hermosa en absoluto, pero de grandes ojos inteligentes y maneras fáciles y distinguidas. Su boca tenia una especie de curvatura hacia arriba, una movilidad que en cierto modo indicaba ingenio y reflexión. .

Empezó a conversarle a Andrés acerca de su trabajo, manifestándole que su marido había tedo noticias de su escrupulosidad en más de una ocasión.

Ella procuró, bondadosamente, hacerlo conversar, preguntándole con todo interés cómo creía que mejorarían las condiciones de la profesión en el distrito.

–Bien…, no sé… -dijo, mientras, en su atolondramiento, derramaba algo del caldo-. Supongo…, me gustaría. que se pusiesen en práctica métodos más científicos.

Obtuso y torpe de lengua. en su mismo tema favorito, con el cual había tenido extasiada a Cristina durante horas, mantuvo los ojos fijos en el plato hasta que, para alivio suyo, la señora. Vallghan se puso a conversar con ChaHis, su otro vecino.

Challis, dado a conocer en ese momento como profesor de metalurgia en Cardiff, profesor de la misma materia en la Universidad de Londres y miembro de la ponderada Junta de Trabajo Minero, era un conversador alegre y ameno. Hablaba con el cuerpo, las manos y la barba, argumentando, riendo, rebatiendo, ingiriendo entretanto grandes cantidades de comida y bebida, como un fogonero que alimenta afanosamente la caldera. Pero su conversación era buena y parecía gustar al resto de los comensales.

Andrés, sin embargo, rehusaba admitir el valor de la conversación, y escuchó de mala gana mientras se hablado de música, de las cualidades de Bach, y luego, gracias a uno de esos saltos prodigiosos de Challis, de la literatura rusa. Oyó mencionar los nombres de Tolstoi, Tchekov, Turguenev, Pushkin, con los nervios de punta.

"Tonterías", se decía rabioso para sí, "puras tonterías sin importancia. ¿Quién se cree que es este castor viejo? Quisiera verlo efectuando una traqueotomía, digamos, en una mísera cocina allá en la calle Cefan. No sacaría mucho con su Pushkin"

Cristina, sin embargo, se estaba divirtiendo mncho. Al mirar alrededor, Andrés vió que le sonreía a Challis, que tomaba parte en la discusión. No exhibía pretensión alguna, era perfectamente natural. Una o dos veces aludió a su escuela de la calle del Banco. Le sorprendía lo bien que ella argumentaba con el profesor, con cuánta rapidez y naturalidad puntualizaba sus razones. Comenzó Andrés a mirar por primera vez a su mujer bajo una nueva y extraña luz. "Parece saberlo todo de estos bichos raros, se decía, "y nunca me habla de ellos." Y después, cuando Challis le daba golpecitos en la mano a Cristina, – en signo de aprobación, pensaba malhumorado Manson: "¿No puede prescindir de palmoteos ese vejete? ¿No tiene una mujer suya?".

Una o dos veces sorprendió los ojos de Cristina que lo invitaban a un intercambio de impresiones íntimas, y varias desvió la conversación hacia él.

–Mi marido se interesa mucho por los trabajadores de antracita, profesor Challis. Ha iniciado una serie de investigaciones sobre la inhalación del polvo.

–Sí, si -exclamó Challis, dirigiendo a Manson una mirada de interés. – ¿No es así, querido? – díjole estimuladoramente Cristina-. Tú me los estabas refiriendo la otra noche.

–Oh, no sé! – refunfuñó Andrés-. Probablemente no hay nada sobre el particular. Todavía no tengo datos suficientes. Tal vez esta enfermedad no procede del polvo.

Andrés estaba furioso consigo mismo, por supuesto. Quizá este Challis pudiera haberlo ayudado; no que él hubiera tenido que solicitar su ayuda, sino que el hecho de que estuviera en relación con la Junta de Trabajo Minero parecía ciertamente ofrecer una oportunidad magnífica. Por alguna incomprensible razón su ira se volvió contra Cristina. Mientras regresaban a Vale View, al término de la velada, los celos le pusieron mudo. Y con el mismo silencio se fué antes que ella al dormitorio.

Mientras se desvestían, momento habitualmente comunicativo y sin ceremonias, en que, con los tiradores raídos y el cepillo de dientes en la mano, él se explayaba sobre los acontecimientos del día, mantuvo su mirada premeditativamente desviada.

Cuando Cristina observó: "Hemos pasado un rato agradable, ¿verdad, querido?", él respondió con toda cortesía: "Oh, si, excelente!". En la cama se mantuvo junto al borde, alejado de ella y haciendo fracasar la menor tentativa suya para aproximársele, con un largo y pesado ronquido.

A la mañana siguiente subsistía en ellos la misma tirantez. Se fué a su trabajo de mal humor, estúpidamente disgustado consigo mismo.

Como a las cinco de la tarde, mientras tomaban té, tocaron el timbre de la puerta del frente. Era el chófer de Vallghan, con un montón de libros y un gran ramo de narcisos sobre ellos. ' -De parte de la señora Vaughan, señora – dijo sonriendo, llevándose la mano a la gorra al retirarse.

Cristina. volvió a la sala con los brazos cargados y el rostro radiante.

–Mira, amor mío! – gritó nerviosa- ¿No es demasiada hondad?

Todo Trollope facilitado por la señora Vaughan. Siempre había deseado leerlo entero. ¡Y estas flores encantadoras. El se levantó secamente, regañando: -¡Muy hermoso! Libros y flores de la esposa del señor feudal.

Te las has ingeniado para conseguirlos, supongo, a fin de que te ayuden a tolerar la vida conmigo. Soy demasiado rústico para ti. Yo no soy de aquellos brillantes conversadores que parecían gustarte tanto anoche. Ignoro a los rusos. Soy precisamente uno de estos vulgares ayudantes médicos. – ¡Andrés! – todo el color se le había ido del rostro- ¡Cómo puedes tú!… .

–Es cierto, ¿no? Pude verlo mientras hacía el papel de un necio en esa maldita comida. Tengo ojos en la cara. Ya estás aburrida de mí. Sólo sirvo para andurrear por el fango, para revolver cobertores sucios, para recoger pulgas. Tengo mucho de patán para tu gusto ahora.

Los ojos oscuros de Cristina en su pálido rostro denotaban piedad. Pero dijo con firmeza: -¿Cómo puedes hablar así? Te amo porque tú eres el que eres.

Y nunca amaré a nadie más.

–Bien se ve -murmuró él, y salió de la pieza cerrando con estrépito la puerta.

Durante cinco minutos estuvo oculto en la cocina, paseándose en todas direcciones, mordiéndose los labios. En seguida regresó de pronto, se precipitó a la sala donde ella estaba de pie mirando al fuego, con la cabeza baja, en actitud de desamparo. La tomó impetuosamente en sus brazos. – ¡Cristina, mi amada! – gritó fervorosamente arrepentido-.

Querida, lo siento en el alma! Perdóname, por Dios. No pensé ni una palabra de lo que te dije. No soy más que un loco celoso. Te adoro.

Se abrazaban apretada, frenéticamente. El aire estaba saturado con los narcisos. ¿No sabes -sollozó ella- que me moriría sin ti?

Después, sentada con su mejilla pegada a la de él, Andrés le dijo sumisamente, inclinándose para alcanzar uno de los libros: l. ¿Quién es, pues, ese Trollope, Cristina? Me hablarás de él, querida. Soy un ignorante egoísta.