MANSON.

–¿Bien? – preguntó. – ¡Nistagmo! – gritó Chenkin-. Certificado de nistagmo.

–No puede reírse de nosotros. Durante quince años hemos obtenido certificado de nistagtmo.

–No lo ha conseguido ahora -dijo Andrés. Una multitud se había apiñado detrás de la puerta abierta. Se daba, cuenta de que la cabeza de Urquhart lo acechaba curiosamente desde la otra pieza, de que Gadge contemplaba feliz el tumulto a través de su tabique.

–Por Última vez…, ¿ nos va a dar certificado de nistagmo? – aulló Chenkin.

Andrés perdió la paciencia. – ¡No, no! – le gritó- Y salga de aquí antes de que lo ecbe. Ben jadeaba. Parecía como que quísiera barrer el suelo con Andrés. Luego bajó los ojos, se volvió, y profiriendo juramentos y amenazas salió del consultorio.

Apenas se había marchado, Gadge salió de la farmacia y se abrió camino hasta llegar a donde estaba Andrés. Se frotaba las manos con melancólico deleite. – ¿Sabe a quién acaba de despedir? A Ben Chenkin. Su hijo es un personaje del Comité.

V

Fué enorme la sensación producida por el raso Chenkin. En un instante se rumoreó por todo el distrito de Manson. Algunos decían que había sido "una buena obra" -unos pocos llegaron hasta decir: "algo magnífico"-, el que se hubiera puesto fin a la estafa de Ben y se lo hubiera declarado apto para el trabajo. Mas la mayoría estaba de parte de Ben. Todos los que obtenían indemnizaciones por incapacidad estaban particularmente irritados con el nuevo médico. Al hacer sus jiras se daba cuenta Andrés de las torvas miradas que se le dirigían. Y por las noches, en el consultorio, tenía que afrontar una manifestación aún peor de impopularidad.

Aunque nominalmente cada ayudante estaba adscripto a un distrito, los trabajadores del mismo tenían derecho a elegir libremente su médico. Cada hombre tenía una tarjeta que, entregándola a otro médico, le permitía efectuar un cambio. Fué esa ignominia la que hubo de soportar Andrés desde entonces. Durante esa semana hombres a quienes jamás había visto venían cada noche al consultorio -algunos que temían el encuentro personal enviaban a sus mujeres- a decirle, sin mirarlo:

–Si no tiene inconveniente, doctor, desearía mi tarjeta.

La humillación de tener que levantarse para sacar estas tarjetas del cajón de su escritorio era intolerable. Y cada tarjeta que entregaba significaba diez chelines menos de su sueldo.

El sábado por la noche Urquhart lo invitó a su casa. El anciano que durante toda la semana había exhibido en sus coléricas facciones un aire de justificación de sí propio, comenzó por mostrarle los tesoros de sus cuarenta años de ejercicio de la profesión. Tenia, tal vez, una veintena de violines amarillos, todos ellos por él mismo, colgados de sus paredes, pero éstos carecían de importancia comparados con lo selecto de su colección de porcelana antigua.

Era una colección soberbia: Spode, Wedgwood, Crown Derby y mejor todavía, Swansea antigua, todo estaba allí. Sus platos y cubiletes, sus tazones, tazas y jarros, llenaban todas las piezas de la casa y aun llegaban hasta el cuarto de baño, donde le era posible a Urquhart, al hacerse la toilette, contemplar con orgullo un servicio de té de modelo original.

La porcelana era, de hecho, la pasión de la vida de Urquhart y era un maestro viejo y astuto en el arte de adquirirla. Siempre que veía un "bocado apetitoso" -conforme a su propia frase en la casa de algún paciente, lo visitaba continuamente con infatigable atención, mientras miraba con una especie de persistente avidez la codiciada pieza, hasta que al fin, desesperada, la buena dueña de casa exclamaba:

–Doctor, usted parece enormemente impresionado por esa pieza. No puedo menos de ponerla a su disposición.

Entonces Urquhart hacía una protesta virtuosa y luego, tomando su trofeo, lo envolvía en un diario, y se lo llevaba triunfalmente a su casa para colocarlo amorosamente en sus escaparates.

El anciano era característico en el pueblo. Se decía de sesenta años, pero probablemente tenía más de setenta y puede que cerca de ochenta. Flexible como barba de ballena, sin otro vehículo que la suela de sus zapatos, cubría distancias increíbles, profería juramentos homicidas contra sus pacientes, y, sin embargo, podía ser tierno como una mujer. Vivía solo…-desde la muerte de su esposa once años atrás-, y se alimentaba casi exclusivamente de sopas de conserva.

Esta tarde, habiendo desplegado ufanamente su colección, observó de pronto a Andrés, como enfadado:

–Hombre del diablo. Yo no quiero ninguno de sus enfermos.

Tengo suficientes. ¿Pero qué puedo hacer si vienen a jorobarme?

No pueden ir todos al consultorio del lado este, es demasiado lejos.

Andrés se enrojeció. No podía decir nada.

–Tiene que ser más prudente, hombre -prosiguió Urquhart con tono alterado. ¡Oh, lo sé, lo sé! Usted quiere derribar las murallas de Babilonia. Yo también he sido joven. Pero de todos modos, no se apresure, no se cree dificultades, mire antes de saltar. ¡Buenas noches! Saludos a su señora.

Con las palabras de Urquhart zumbándole en los oídos, Andrés se esforzó por ser cauto. Pero aun así le sobrevino inmediatamente un desastre mayor.

El lunes siguiente fué a la casa de Tomás Evans, en la calle Cefan. Evans, operario de la mina de carbón de Aberalaw, se había derramado una caldera de agua hirviendo sobre el brazo izquierdo.

Era una quemadura seria, que cubría una gran área y particularmente grave en la región del codo. Cuando llegó Andrés halló que la enfermera del distrito, que se hallaba en la vecindad en el momento del accidente, había tratado la quemadura con aceite de linaza y luego había proseguido su jira. Andrés examinó el brazo, reprimiendo cuidadosamente el horror que le producía el inmundo vendaje. Con el rabo del ojo observó la botella de aceite de linaza, taponada con papel de diario y que contenía un sucio líquido blancuzco, en el que casi podía ver pululando las bacterias. – ¿La enfermera Lloyd lo ha hecho muy bien, no, doctor? – dijo Evans nerviosamente. Era un mocetón de ojos obscuros y fuerte musculatura. Su mujer, que se hallaba allí cerca, observando atentamente a Andrés, también estaba nerviosa como su marido. .

–Hermoso vendaje -dijo Andrés con desbordante entusiasmo-.

Pocas veces he visto uno más limpio. Sólo un primer vendaje, por supuesto. Ahora creo que ensayaremos ácido pícrico.

Sabía que si no usaba rápidamente el antiséptico, el brazo se infectaría casi seguramente. Y entonces, pensaba, ¡que el cielo salve esa articulación del codo!

Lo observaban sospechosamente mientras, con escrupulosa finura, limpiaba el brazo y le colocaba una compresa empapada en ácido pícrico. – jYa está! – exclamó-o ¿No se siente mejor?

–No sé cómo estará -dijo Evans-. ¿Está seguro de que no habrá peligro, doctor?

–Positivamente -dijo Andrés con una sonrisa inspiradora de confianza- Debe dejarnos esto a la enfermera y a mí.

Antes de abandonar la casa escribió una pequeña nota a la enfermera del distrito, haciendo lo posible para ser discreto y considerado respecto de los sentimientos de ella. Le daba las gracias por su espléndido tratamiento de emergencia y le pedía, como medida contra posibles infecciones, tuviera la bondad de insistir en las compresas de ácido pícrico. Cerró cuidadosamente el sobre.

A la mañana siguiente, al volver, Andrés vió que las compresas de ácido pícrico habían sido arrojadas al fuego y que el brazo había sido curado nuevamente con aceite de linaza. Preparada para la batalla, la enfermera del distrito estaba esperándolo.

–Me agradaría saber qué significa todo esto. ¿No es bastante bueno para usted mi trabajo, doctor Manson?

Era una mujer de edad mediana, gruesa, de pelo gris desarreglado y rostro fatigado y envejecido. Apenas podía hablar a causa de la palpitación de su pecho.

El corazón de Andrés se encogió. Pero se dominó firmemente y forzó una sonrisa.

–Venga, enfermera Lloyd, no me comprenda mal. ¿Quiere que conversemos sobre esto en la pieza de enfrente?

La enfermera se irguió, mirando al rincón en que Evans y su mujer, que tenía pegada a su falda a una pequeñuela de tres años, escuchaban alarmados Y con unos ojos enormes.

–No, lo hablaremos aquí. No tengo nada que ocultar. Mi conciencia está limpia. Nacida y educada en Aberalaw, me he casado aquí, aquí he tenido niños, aquí he perdido a mi marido y trabajado veinte años como enfermera del distrito. Y nadie me dijo jamás que no usara aceite de linaza en una quemadura o escaldadura.

–Escuche ahora, enfermera -alegó Andrés-. Tal vez el aceite de linaza esté muy bien en algunos casos. Pero aquí hay peligro de contracción. – Puso rígido el codo de ella por vía de ejemplo- Por esto quiero que emplee mi compresa.

–Jamás oí hablar de eso. El anciano Urquhart no la usa. Y eso es lo que le dije al señor Evans. ¡No me gustan las ideas nuevas de alguien que no ha estado aquí más de una semana!

Andrés tenía la boca reseca. Se sentía enfermo y vacilante ante la perspectiva de una nueva dificultad, de las repercusiones de esta escena, porque la enfermera, que iba de casa en casa y en todas partes exponía sus ideas, era una persona con quien resultaba peligroso indisponerse. Pero él no podía, no se atrevía a exponer a su paciente con ese tratamiento anticuado. Le dijo en voz baja:

–Si no quiere poner la compresa, enfermera, yo mismo vendré mañana y tarde para ello.

–Usted puede hacerlo, entonces; para lo que me importa exclamó la enfermera Lloyd, humedeciéndosele los ojos-. y espero que Tom Evans salga con vida.

Un minuto después se había ido de la casa.

En profundo silencio Andrés quitó el vendaje. Estuvo casi media hora lavando y curando pacientemente el brazo accidentado. Al dejar la casa prometió volver esa noche a las nueve.

Esa misma tarde, al entrar a su consultorio, la primera persona que se presentó fué la señora Evans, con el rostro pálido y con sus negros ojos espantados evitando la mirada de Andrés.

–Doctor -balbuceó-, le aseguro que no deseo molestarlo; pero, ¿podría devolverme la tarjeta de Tom?

Una oleada de pesimismo pasó por Andrés. Se levantó sin decir palabra, buscó la tarjeta de Tom Evans y se la pasó.

–Usted comprende, doctor, usted…, usted, no será llamado otra vez.

El respondió inseguramente:

–Comprendo, señora Evans. – Luego, mientras ella se acercaba a la puerta, le preguntó, tenía que preguntarle-: ¿De nuevo están con el aceite de linaza?

Ella asintió y se fué.

Después del consultorio, Andrés, que se iba habitualmente a casa lo más rápidamente, marchó fatigado a Vale View. "Un triunfo para el método científico! – pensaba amargamente- Y, una vez más, ¿soy honrado o sencillamente extravagante?.. Extravagante y estúpido, estúpido y extravagante!".

Estuvo muy callado durante la comida. Pero después en la sala, ahora confortablemente amueblada, mientras estaban sentados junto al alegre fuego, colocó su cabeza sobre el blando seno de Cristina.

–Oh, querida! – gimió- He comenzado en forma desastrosa.

Mientras ella lo acariciaba, golpeándole cariñosamente la frente, sorprendió lágrimas en sus ojos.