Temiendo haber descuidado algún sintoma capital, con dificultad reprimió la tentación de levantarse y volver a examinar el caso en una inusitada hora de la madrugada. Efectivamente, mientras se volvía y revolvía a lo largo de aquella inquieta noche, vino a preguntarse a sí mismo si sabía siquiera algo de medicina.
El temperamento de Manson era extraordinariamente impresionable.
Probablemente lo había heredado de su madre, una montañesa que en la infancia había presenciado las auroras boreales desde su hogar de Ullapool.
Su padre, John Manson, pequeño agricultor de Fifeshire, había sido fuerte, industrioso y constante. Nunca había tenido éxito en el campo, y al caer muerto en el servicio de la caballería el último año de la guerra, había dejado los asuntos de la pequeña propiedad en una triste confusión. Durante todo un año Jessie Manson había tratado de administrar la finca como una lechería, aun manejando el carromato para el reparto, cuando comprendía que Andrés estaba demasiado ocupado en sus libros para hacerlo él. Luego la tos, que sin sospechar nada había soportado durante años, se convirtió en algo serio y de repente sucumbió de la enfermedad pulmonar que hace estragos en ese tipo de gentes de pelo oscuro y piel suave.
A los dieciocho años, Andrés se halló solo, en su primer año de estudios en St Andrews University (1), disfrutando de una beca de cuarenta libras: anuales, pero por lo demás sin un penique. Su salvación había sido la dotación Olen, esa fundación típicamente escocesa que, en la ingenua terminología del difunto Sir Andrés Olen, "invita a los estudiantes meritorios y necesitados que posean el nombre de bautismo de Andrés, a solicitar préstamos no superiores a cincuenta libras anuales, durante cinco años, con tal de que se hallen dispuestos en conciencia a reintegrar tales sumas cuando obtengan su titulo", La Dotación Glen había enviado a Andrés por el resto de su curso a St Andrews y luego a la Medical School de la ciudad de Dundee. y la gratitud a la Dotación, junto con una honradez nada productiva, lo habían encaminado apresuradamente a Gales del Sur -donde los ayudantes recientemente recibidos podían disponer de la más alta remuneración-, por un sueldo de doscientos cincuenta libras anuales, cuando en el fondo de su alma hubiera preferido un cargo clínico en el Edinburgh Royal, con un honorario de la décima parte de aquella suma.
Y ahora estaba en Drineffy levantándose, afeitándose, vistiéndose, todo en medio del angustioso ofuscamiento ocasionado por su primer paciente. Desayunóse rápidamente, y corrió de nuevo a su habitación. Abrió su maleta y sacó un pequeño estuche de cuera azul. Lo abrió y miró seriamente la medalla que contenía, la Hunter Gold Medal, concedida anualmente en San Andrés al mejor estudiante de clínica médica. El, Andrés Manson, la había ganado. La estimaba por sobre todas las cosas, había llegado a considerarla su talismán, su inspiración para el futuro. Pero esta mañana la miraba menos con orgullo que con una extraña y secreta súplica, como tratando de restaurar su confianza en sí mismo. Después salió rápidamente a su labor matinal del consultorio.
Cuando llegó Andrés, ya estaba Jenkins en la casita de madera dejando correr el agua de la canilla hacia una gran vasija de barro. Era un hombrecito diminuto y vivaracho, de mejillas con venas púrpuras hundidas, y unos ojos que miraban a todas partes a la vez. En sus delgadas piernas llevaba los pantalones más ajustados que Andrés jamás había visto.
Saludó a Manson procurando captarse su buen.a voluntad.
–No tiene que venir tan temprano, doctor. Yo puedo repetir sus preparaciones y hacer los certificados antes de que usted llegue. La señorita Page tenia un sello de goma con la firma del doctor cuando él se enfermó.
–Gracias -respondió Andrés-. Preferiría ver yo mismo a los enfermos. – Se detuvo, distraído momentáneamente de su ansiedad por el procedimiento del boticario- ¿Qué hace?
Jenkins pestañeó.
–Sabe mejor sacada de aquí. Nosotros sabemos, doctor, lo que significa el agua natural. Pero los enfermos no. Parecería yo un verdadero tonto, si así no lo hiciese, llenando sus frascos en la canilla a la vista de ellos.
Sencillamente el pequeño boticario quería ser comunicativo, pero en este instante una voz poderosa salió desde la puerta trasera de la casa, a cuarenta yardas de distancia.
–Jenkins, Jenkins! Te necesito…, al momento.
Jenkins saltó. Evidentemente, su estado nervioso era lamentable.
Murmuró:
–Excúseme, doctor, la señorita Page me está llamando. Debo… debo ir corriendo.
Afortunadamente había poca gente en la consulta matinal, que terminó a las diez y media, y Andrés, habiendo recibido de Jenkins una lista de llamados, partió al momento con Tomás en el cochecito. Con expectación casi dolorosa le dijo al viejo que guiara directamente al número 7 de la calle Glydar.
Veinte minutos después salía del número 7, pálido, con sus labios fuertemente apretados y una extraña expresión en el rostro. Anduvo dos puertas más abajo, hasta el número 11, cruzó la calle hacia el número 13. De éste dobló la esquina hacia la calle Radnor, en la que Jenkins había anotado otras dos visitas como ya atendidas el día anterior. Además, en el espacio de una hora efectuó siete visitas en las inmediaciones. Cinco de ellas, incluyendo la del número 7 de la calle Glydar, que presentaba ahora una erupción típica, eran casos evidentes de tifus. Durante los diez últimos días Jenkins había estado tratándo1os con creta y opio. Ahora, a pesar de las dudas torpes de la noche anterior, Andrés se daba cuenta con un estremecimiento de temor, de que tenía en sus manos una epidemia de fiebre tifoidea.
Realizó el resto de las visitas tan rápidamente como pudo, en un estado de ánimo rayano en el pánico. En el almuerzo, durante el cual la señorita Page dió cuenta de un plato de pescado, hervido que, según explicó malhumorada, "hice preparar para el doctor Page, mas él parece no apreciarlo", Andrés meditaba el problema en un helado silencio. Vió que no obtendría gran información ni ayuda alguna de la señorita Page y decidió hablar1e al doctor en persona.
Pero cuando subió a la pieza de éste, las cortinas estaban corridas y Eduardo yacía postrado con gran dolor de cabeza, con la frente intensamente encendida y arrugada por el sufrimiento. Aunque invitó a su visitante a que se sentara con él un momento, Andrés sintió que sería una crueldad comunicarle en tal situación sus preocupaciones. Cuando se levantaba para irse, después de permanecer sentado junto al lecho algunos minutos, tuvo que limitarse a preguntar:
–Doctor Page, ¿qué es lo mejor que puede hacerse si nos toca un caso de enfermedad infecciosa?
Hubo una pausa. Page replicó con los ojos cerrados, inmóvil, como si el mero acto de hablar fuera suficiente para agravar su malestar:
–Siempre ha sido difícil. No tenemos hospital, menos aun una sala aislada. Si le toca algo muy difícil, acuda a Griffiths, en Toniglan. Está a quince millas más abajo, en el valle. Es el funcionario médico del distrito. – Otra pausa, más larga que la anterior-. Pero temo que no sea de mucho provecho.
Fortalecido por esta información, Andrés bajó al hall y llamó por teléfono a Toniglan. Mientras esperaba con el receptor en el oído, divisó a Anita, la sirvienta, que lo observaba por la puerta de la cocina.
–Hola! iHola! ¿La casa del doctor Griffiths, en Toniglan? _ Por fin había logrado comunicación..
Una voz masculina respondió con gran precaución: -¿ Quién lo necesita?
–Manson, de Drineffy, el ayudante del doctor Page. – El tono de Andrés era muy firme- He tenido hasta ahora cinco casos de fiebre tifoidea.
Necesito que el doctor Griffiths venga inmediatamente.
Hubo una larga pausa; en seguida se oyó la respuesta con una entonación melosa, muy galesa y obsequiosa:
–Lo siento mucho, doctor; lo siento realmente, pero el doctor Griffiths ha ido a Swansea.. Tiene un importante asunto oficial. – ¿Cuándo estará de vuelta? – gritó Manson. La línea estaba mala.
–A la verdad, doctor, no podría decirlo con certeza.
–Pero, oiga…
Hubo un "clac" en el lejano término. Muy suavemente el otro había cortado. Manson estalló en algunos juramentos en voz alta, con nerviosa violencia.
–Maldito! Creo que era Griffiths en persona.
Volvió a llamar al mismo número, pero no obtuvo comunicación. Sin embargo, insistiendo porfiadamente, estaba por llamar de nuevo cuando, volviéndose, encontró que Anita había avanzado hasta el hall, con las manos cruzadas sobre el delantal, mientras sus ojos lo miraban reposadamente. Era una mujer tal vez de unos cuarenta y cinco años, muy limpiea y arreglada, con una grave y constante placidez de expresión.
–No pude menos de escuchar, doctor -dijo- Usted no encontrará nunca al doctor Griffiths en Toniglan a esta hora. Va al golf, a Swansea, casi todas las tardes.
Andrés respondió con rabia:
–Pero creo que hablaba con él mismo.
–Quizá. – Ella sonrió débilmente.-. Cuando no va a Swansea, he oído decir que declara que ha ido. – Lo miró con tranquila simpatía antes de marcharse- En su lugar, no perdería mi tiempo con él.
Andrés volvió a colgar el receptor con un sentimiento de creciente indignación y angustia. Salió maldiciendo y visitó a sus enfermos una vez más. Cuando regresó era la hora de la consulta de la tarde. Durante hora y media se sentó en el cuchitril de trastienda que era el consultorio, atestado de gente, trabajando duramente hasta que las paredes se humedecieron y el ambiente se saturó con el vapor de los cuerpos húmedos. Mineros con golpes en la rodilla, dedos cortados, nistagmus, artritis crónica. También sus esposas y sus niños, con tos, resfrías, torceduras…, todos los achaques menores de la humanidad. Lo natural era que él se hubiera complacido en ello, que hubiera aceptado, contento el examen tranquilo de estas gentes de piel oscura y cetrina, con quienes sentía que se ensayaba. Pero ahora, obsesionado con lo más grave, su cabeza vacilaba frente a estos males insignificantes. Sin embargo, durante todo el tiempo estaba afirmándose en su decisión, pensando, mientras anotaba prescripciones, auscultaba pechos y daba consejos: -"Fué él quien me señaló la pista. Lo aborrezco. Sí, lo odio como al infierno, es el mismo demonio. Pero no puedo evitarlo. Tendré que recurrir a él".
A las nueve y media, cuando el último paciente hubo dejado el consultorio, salió de aquel cuchitril con una resolución reflejada en sus ojos.
–Jenkins: ¿dónde vive el doctor Denny?
El pequeño boticario, cerrando apresuradamente la puerta exterior, de miedo de que entrara otro rezagado, se volvió con una expresión de horror casi cómica en su rostro.
–Supongo que usted no irá a meterse para nada con ese mozo, doctor.
La señorita Page…, no lo puede ver.
Andrés preguntó secamente: -¿Por qué no le gusta a la señorita Page?
–Por la misma razón que a nadie. Se ha portado muy descortésmente con ella. – Jenk\ns se detuvo; luego, leyendo en la mirada de Manson, añadió como contra su voluntad:- jOh!, bien, si usted desea saberlo, es con la señora Seagel con quien vive, número 49 de la calle Chapel..
A la calle otra vez. Había estado moviéndose todo el largo día, y sin embargo, cualquier cansancio qué hubiera podido experimentar se perdía en un sentimiento de responsabilidad; el peso de esas enfermedades presionaba insistentemente sobre sus hombros. Su principal sensación fué de alivio cuando, al llegar a la calle Chapel, encontró que Denny estaba en casa. La patrona lo hizo entrar.
Si Danny se sorprendió de verlo, lo ocultó. Sólo preguntó después de una larga e irritante mirada: -jBien! ¿Aun no ha matado a nadie?
Todavía de pie en la puerta del salón tibio y desordenado, Andrés enrojeció. Pero, haciendo un gran esfuerzo, reprimió sus nervios y su orgullo. Dijo bruscamente:
–Usted tenia razón. Era tifus. Debiera ser fusilado por no haberlo reconocido. He tenido cinco casos. No me da precisamente mucho gusto venir aquí. Pero yo todavía no estoy al tanto de las cosas. Llamé al médico fiscal y no pude sacarle una palabra, He venido a pedirle su parecer.
Denny, medio encogido en la silla junto al fuego, escuchaba pipa en boca, e hizo al fin un gesto de desagrado..
–Entre, mejor. – Con súbita irritación-: iOh, y por Dios, siéntese! No esté de pie como un párroco presbiteriano en trance de lanzar excomuniones. ¿Bebe algo?.jNo! Pensé que no lo haría.
Aunque Andrés aceptó con desgano la invitación sentándose, y aun a la defensiva, encendiendo un cigarrillo, Denny no pareció apresurarse. Se sentó aguijoneando al perro Hawkins con la punta de su rota zapatilla. Pero al fin, cuando Manson hubo terminado su cigarrillo, dijo con un movimiento de cabeza:
–Dele una mirada a eso, si le parece. Sobre la mesa señalada había un microscopio, un hermoso. Zeiss, y algunos portaobjetos. Andrés enfocó uno por inmersión, luego lo hizo girar e inmediatamente percibió los innumerables núcleos de bacterias en forma de bastoncitos.. – Está hecho muy toscamente, por. supuesto -dijo Denny rápida y cínicamente, como anticipándose a la crítica- Prácticamente es una chapucería. iYo no soy un comerciante de laboratorio, gracias a Dios! Soy un cirujano, si es que soy algo. Bajo nuestro odioso sistema no somos más que sábelotodo. No cabe equivocación, ni siquiera a simple vista. Los herví en agar en mi horno. – ¿También le han tocado casos a usted? – preguntó. Andrés con el mayor interés.
–Cuatro. Todos en el mismo sector que los suyos. – Se detuvo-. y estos bichos vienen del pozo de la calle Glydar.
Andrés lo miró vivamente, ardiendo en deseos de hacerle una docena de preguntas, comprendiendo algo de lo concienzudo del trabajo del otro y, sobre todo, muy contento de que se le hubiera señalado el foco de la epidemia.
–Usted lo ve -prosiguió Denny, con esa misma ironía fría y amarga- El paratifo es más o menos endémico aquí. Pero pronto, muy pronto, lo veremos recrudecer. Es la alcantarilla principal la culpable. Destila como diablo y se cuela a la mitad de los pozos bajos de la parte honda del pueblo.
Se lo he repetido a Griffiths hasta el cansancio. Es un cerdo devoto, perezoso, esquivo e incapaz. Cuando lo llamé la última vez lo amenacé con aplastarle el cráneo en la primera ocasión que lo encontrara. Tal vez por eso se le negó esta tarde.
–Es una vergüenza – exclamó Andrés, dejándose llevar por un súbito ímpetu de indignación.
Denny se encogió de hombros.
–No quiere pedir nada al Consejo, temeroso de que el nuevo gasto se lo descuenten de su mísero sueldo.
Hubo un silencio. Andrés tenia grandes deseos de que la conversación continuara. A pesar de su hostilidad contra Denny, encontraba un extraño estimulo en el pesimismo del otro, en su escepticismo, en su cinismo frío y calculado. Ahora, sin embargo, no tenia pretexto alguno para prolongar su visita. Se levantó de su silla junto a la mesa y avanzó hacia la puerta, ocultando sus sentimientos, procurando expresar una gratitud formal, dar alguna señal de su alivio.
–Le estoy muy agradecido por su información. Me ha hecho conocer mi situación. Me inquietaba la causa, la creía relacionada con algún agente portador, pero ya que usted la ha localizado en el pozo, la cosa es mucho más sencilla. De aquí en adelante, cada gota de agua será hervida en la calle Glydar.
Denny también se levantó. Refunfuñó:
–Es Griffiths el que debe ser hervido. – Luego, recuperando su humor satírico- Ahora, nada de agradecimientos patéticos, por favor, doctor.
Probablemente tendremos que soportarnos recíprocamente algo más, antes de que esto concluya. Venga a verme cada vez que pueda tolerarlo. No tenemos mucha vida social en esta vecindad. – Miró al perro y terminó rudamente-: Hasta un doctor escocés será bien acogido. ¿No es así, sir John?
Sir John Hawkins azotó el felpudo con la cola, mientras le sacaba burlonamente la rosada lengua a Manson.
Sin embargo, de camino a casa por la calle Glydar, donde dejó instrucciones estrictas referentes al empleo del agua, Andrés se dió cuenta de que no detestaba a Denny tanto como lo había creído.