Aunque exteriormente tranquilo, su estado de ánimo era desesperado.
Oscilaba entre sombríos accesos de amargura y una incertidumbre emotiva que provenía no sólo de sus dudas respecto del futuro, sino del recuerdo vívido de todos los momentos pasados de su carrera médica. Seis semanas atrás, esa crisis lo habría sorprendido todavía anonadado por el dolor de la muerte de Cristina, incapaz de toda atención o interés. Pero ahora repuesto, ansioso y pronto a comenzar a trabajar de nuevo, experimentó con cruel intensidad el golpe que lo amenazaba. Entristecido, comprendió que la destrucción de sus esperanzas renacidas equivalía a su muerte.
Est.os y otros pensamientos dolorosos asediaban su cerebro, ocasionándole a veces estados de espantosa confusión. No podía creer que él, Andrés Manson, estuviera en esta horrible situación, próximo a afrontar la temida pesadilla de todo médico. ¿Por qué debía comparecer ante el Consejo? ¿Por qué deseaban borrarlo del registro? No había hecho nada vergonzoso. No era culpable de ninguna felonía, de ninguna incorrección:
Todo lo que había hecho era curar de la tisis a María Boland.
Su defensa estaba en manos de Hopper y Cía., de Lincoln's Inn Fields, firma de abogados que Denny le había recomendado con insistencia. A primera vista Tomás Hopper no impresionaba; era un hombre pequeño, de cara encarnada y gestos nerviosos, que llevaba unos anteojos con armazón de oro. Por algún defecto de la circulación se veía sujeto a ataques de congestión de la piel que le daban un aire de preocupación de sí mismo, peculiaridad que ciertamente no era la más indicada para inspirar confianza.
Sin embargo, Hopper tenía sus ideas claras respecto de la defensa que había de hacer. Cuando Andrés, en su primer ímpetu de angustiosa indignación, había querido correr a lo de sir Robert. Abbey, su único amigo influyente de Londres, Hopper le hizo saber que Abbey era miembro del Consejo. Con igual desaprobación el inquieto abogadito habia rechazado el ardoroso deseo de Andrés de cablegrafiar a Norte América para que Stillman regresara al momento. Poseían todos los testimonios que les pudiera proporcionar Stillman y la presencia de ese profesional sin título sólo podría contribuir a exasperar a los miembros del Consejo. Por la misma razón había que mantener al margen a Marland, jefe interino de Bellevue.
Poco a poco comenzó a comprender Andrés que el punto de vista legal del asunto era muy distinto del suyo. Mientras protestaba de su inocencia en la oficina de Hopper, su lógica arrebatada hizo que éste frunciese el ceño en señal de desaprobación. Al fin tuvo que declararle:
–Si hay algo que debo rogarle, doctor Manson, es que no se exprese en tales términos durante la audiencia del miércoles. Le aseguro que nada podría ser más fatal a nuestra causa.
Andrés se detuvo estupefacto, con las manos entrelazadas y mirando a Hopper con ojos ardientes.
–Pero quiero que sepan la verdad. Quiero mostrarles que curar a esta joven ha sido lo mejor que he hecho durante años. Después de enlodarme durante varios meses de ejercer la profesión en la forma especulativa vulgar, he realizado en realidad algo hermoso y por eso me acusan.
Los ojos de Hopper manifestaban profundo interés detrás de sus lentes. En su disgusto, la sangre se le agolpó a la piel.
–Por favor, por favor, doctor Manson. Usted no comprende la gravedad de nuestra situación. Debo aprovechar esta oportunidad para decirle francamente que, en el mejor de los casos, estimo escasas nuestras probabilidades de éxito. Los precedentes están absolutamente en contra nuestra: Kent en 1909, Louden en 1912, Foulger en 1919, fueron todos condenados por asociarse a elementos no profesionales. Y, por supuesto, en el caso famoso de Hexam, en 1921, éste fué condenado por haber administrado una anestesia general para Jarvis, el que arreglaba huesos. Lo que deseo rogarle ahora es esto: responda a las preguntas en forma afirmativa o negativa o, de lo contrario, en la forma más breve posible.
Porque yo le prevengo que si usted se lanza en una de estas digresiones que recientemente le he estado escuchando, perderemos con seguridad nuestra causa y será borrado del registro tan ciertamente como que yo me llamo Tomás Hopper.
Andrés comprendió obscuramente que debía tratar de reprimirse. Cual un paciente tendido sobre la mesa, tenía que someterse a las operaciones formales del Consejo. Pero le era difícil alcanzar ese estado de pasividad. La sola idea de que debía renunciar a todo intento de reivindicarse y responder estúpidamente "sí" o "no", era más de lo que podía soportar.
La tarde del martes 9 de noviembre, cuando su febril ansiedad por lo que ocurriría al día siguiente había llegado al máximo, se encontró sin saber cómo en Paddington, caminando en dirección a la tienda de Vidler, llevado de un extraño impulso subconsciente. Profundamente sepultada en su mente yacía la imaginación morbosa, todavía no dimanada, de que todas las calamidades de esos últimos meses se habían producido en castigo por la muerte de Vidler. La deducción era involuntaria, acudía sin su consentimiento. No obstante, allí estaba, emergiendo de las raíces profundas de su creencia primitiva. Sentíase irresistiblemente atraído hacia la casa de la viuda de Vid1er, como si el solo verla pudiera ampararlo, proporcionarle,. por extraño modo, algún alivio a su tormento.
Era una noche oscura y lluviosa y había poca gente en las calles. Tenía Andrés un sentimiento de extraña irrealidad, al caminar de incógnito por este distrito en que había sido tan bien conocido. Su propia figura oscura se convertía en un fantasma entre otras sombras que se apresuraban, se apresuraban bajo la densa lluvia. Llegó a la tienda justamente antes de qne la cerraran, vaciló y luego, al salir un parroquiano, él se introdujo precipitadamente.
La señora Vidler estaba sola, detrás del mostrador de la seccción de limpieza y planchado, doblando un abrigo de mujer que le acababan de llevar. Llevaba una pollera negra y una blusa vieja teñida del mismo color, un poco ancha de cuello. El luto la hacía verse algo más pequeña. De pronto alzó los ojos y lo vió. – jEl doctor Manson! – exclamó, iluminándose1e el rostro-. ¿Cómo está, doctor?
La respuesta reveló la nerviosidad de Andrés. Advirtió que la mujer no sabía nada de sus actuales dificultades. Permaneció de pie en la puerta de entrada, mirándola, mientras le goteaba el agua del ala de su sombrero.
–Entre, doctor. ¡Vaya, está empapado! Es una nochc infame…
El la interrumpió con una voz alterada, casi irreal:
–Señora Vidler, durante mucho tiempo he deseado venir a verla. Me he preguntado a menudo ¡ cómo le iría…
–Trabajo, doctor. No tan mal. Tengo un joven nuevo para las composturas. Trabaja bien. Pero entre y permítame ofrecerle una taza de té.
Andrés sacudió negativamente la cabeza.
–Pasaba…, pasaba al azar. – Después entró, casi desesperadamente_.
Usted debe echar mucho de menos a Harry.
–Bueno, sí, por supuesto. A lo menos, al principio. Pero es maravilloso… (llegó hasta sonreír)… cómo uno se acostumbra a todo.
Andrés dijo rápida y confusamente:
–Yo me reprocho…, en un sentido. iOh!, todo ocurrió tan sorpresivamente para usted que a menudo he creído que podía culparme… -¡Culparlo a usted! – La señora Vidler movió negativamente la cabeza-. ¿Cómo puede decir tal cosa, cuando usted lo hizo todo, aun con la clínica, y lo encomendó al mejor ciudadano,.,?
–Pero usted ve -prosiguió secamente Andrés, con una rigidez helada de todo su cuerpo-, si hubiera procedido en otra forma, tal vez si Harry hubiera ido al hospitaL..
–Habría sido lo mismo, doctor, Mi Harry tuvo lo mejor que podia proporcionarle el dinero. Vaya, aun sus funerales, me hubiera gustado que los hubiera visto… ¡las coronas! En cuanto a culparlo a usted,." ¡vaya!, muchas veces he dicho en esta tienda que Harry no pudo tener un doctor más bondadoso, hábil ni mejor que usted…
Mientras ella proseguía hablando, Andrés vió con pena definitiva que, aun cuando él lo confesara todo, ella nunca le creería. La señora tenía su ilusión sobre la muerte apacible, inevitable,.,, y dispendiosa de Harry.
Hubiera sido una crueldad quitarle esa ilusión a la que se asía tan felizmente. Dijo después de una pausa:
–Me alegro mucho de haberla visto de nuevo, señora Vidler. Como he dicho, deseaba verla otra vez.
Le dió la mano deseándole buenas noches y se marchó.
El encuentro, lejos de tranquilizarlo, o consolarlo, sólo sirvió para aumentar su desdicha. Su estado de ánimo padeció un completo trastorno. ¿Qué habia esperado? El perdón, según la mejor tradición novelesca. ¿La condenación? Pensó amargamente que tal vez la señora tenía ahora de él mejor idea que nunca. Mientras caminaba de regreso por las calles mojadas, tuvo la repentina convicción de que al día siguiente perdería su causa. Este convencimiento se acentuo hasta convertirse en una aterradora certeza.
No lejos de su hotel, en una tranquila calle lateral, pasó frente a la puerta abierta de una iglesia. Una vez más lo dominó el impulso, lo hizo detenerse, volver sobre sus pasos y entrar. Adentro estaba tenebroso, tibio y vacío, como si poco antes hubiese terminado una misa. No sabía qué iglesia era, ni le importaba. Se sentó sencillamente en el último asiento, y fijó la triste mirada en el ábside envuelto en la penumbra. Reflexionó en que Cristina, en la época de su alejamiento mutuo, había tornado al pensamiento de Dios. El no habia sido jamás un devoto; pero, sin embargo, aquí estaba ahora, en esta iglesia desconocida. La tribulación traía aquí a los hombres, los volvía a sus sentidos, los volvía al pensamiento de Dios.
Allí estuvo sentado, cabizbajo, como un hombre que reposa al final de una jornada. Sus pensamientos fluían, no en alguna plegaria definida, sino llevados en alas de los anhelos de su alma. "¡Dios! ¡No permitas que me condenen! ¡Oh, Dios!, ¡no permitas!" Acaso durante media hora continuó en esta extraña meditación; luego se levantó y se fué directamente al hotel.
A la mañana siguiente, aunque había dormido profundamente, despertó con una sensación angustiosa todavía mayor. Al vestirse le temblaban ligeramente las manos. Se reprochaba el haber venido a este hotel vinculado a los recuerdos de su examen. El sentimiento que ahora experimentaba era exactamente el del temor que precede a un examen, pero multiplicado por ciento.
Abajo no pudo desayunarse. Su causa se veía a las once y Hopper le había pedido que estuviera temprano. Calculó que no tardaría más de veinte minutos en llegar a la calle Hallam, y estuvo hojeando los diarios -pretexto nervioso- en el hall del hotel, hasta las diez y media. Pero cuando partió su taxi se vió detenido en una larga espera debido a una obstrucción en la calle Oxford. Estaban dando las once cuando llegó a las oficinas de la G. M. C.
Corrió a la sala del Consejo, recibiendo sólo una perturbadora impresión de su tamaño, de la elevada mesa en que estaba el Consejo con su presidente, Sir Jenner Halliday, en la silla central. Sentados allá lejos estaban los participantes en su causa, como actores que esperan su turno.
Allí estaban Hopper, Maria Holand acompañada de su padre, la enfermera Sharp, el doctor Thoroughgood, el señor Eoon, la enfermera de la sala.
Myles. La mirada de Andrés recorrió las filas de asientos. En seguida se sentó apresuradamente junto a Hopper.
–Creo que le pedí que llegara temprano -dijo el abogado en tono serio.
El caso anterior está por terminarse. Con el Consejo es fatal un atraso.
Andrés no respondió. Como lo decía Hopper, el presidente pronunciaba en ese mismo momento, la sentencia del caso anterior al suyo, un fallo condenatorio, eliminación del registro. Andrés no pudo apartar los ojos del médico convicto de alguna incorrección de menor cuantía, un individuo desharrapado que parecía como si hubiera trabajado mucho para poder vivir. La expresión de absoluta desesperanza con que estaba allí condenado por este augusto cuerpo de sus colegas, hizo estremecer a Andrés.
Pero éste no tenía tiempo para pensar, para sentir más que un estremecimiento pasajero de piedad. Un instante después, se anunciaba su causa, y, al iniciarse, se le oprimió el corazón.
Se dió lectura a la acusación. En seguida tomó la palabra el abogado acusador, señor Jorge Boon. Delgado, perfectamente afeitado, usaba levita y se aseguraba los lentes con una ancha cinta negra. Hablaba muy mesuradamente.
–Señor presidente, señores: este caso que se va a considerar no tiene nada que ver con ninguna teoría medica de las definidas en el artículo veintiocho de la Ley Médica. Por el contrario, es un ejemplo neto y claro de asociación con una persona no registrada, tendencia que, puedo tal vez observar, el Consejo ha tenido recientemente motivos de deplorar.
"Los hechos son los siguientes: La enferma, María B'oJand, afectada de tisis apical, fué admitida en la sala del doctor Thofoughgood en el Hospital Victoria, el 16 de julio. Allí permaneció bajo los cuidados del referido médico, hasta el 14 de septiembre, en que ella se retiró con el pretexto de que deseaba volver a su hogar. Digo pretexto, porque el día de su partida, en vez de regresar a su casa, la enferma se encontró en la puerta del hospital con el doctor Manson, quien la llevó de inmediato a una institución conocida con el nombre de Bellevue que, según tengo entendido, pretende realizar la curación de las enfermedades pulmonares.
"Al Ilegar a dicho sitio de Bellevue, la enferma fué puesta en cama y examinada por el doctor Manson en compañía del propietario del establecimiento, señor Ricardo Stillman, persona no titulada y, según entiendo, un extranjero. En vista del examen, fué decidido en consulta -pido especialmente al Consejo que tome nota de la frase-, en consulta, por el doctor Manson y el señor Stillman, hacerle a la enferma la operación del neumotórax. En seguida el doctor Manson le administró la anestesia local y el neumotórax fué aplicado por el doctor Manson y el sellor Stillman.
"Ahora, señores, habiendo expuesto sumariamcntc el caso, propongo, con permiso de ustedes, que escuchcmos a los testigos. Doctor Eustaquio Thoroughgood, tenga la bondad."
El doctor Thoroughgood se levantó y avanzó. Quitándose los anteojos y teniéndolos listos en la mano para acentuar sus puntos, Boon comenzó a interrogarlo.
–Doctor Thoroughgood, no deseo molestarIo. Todos conocemos su reputación, puedo decir su celebridad como especialista en enfermedades del pulmón y no dudo de que usted puede verse movido por un sentimiento de benignidad hacia su colega más joven; pero, doctor Thoroughgood, ¿no es un hecho que el 10 de septiembre el doctor Manson lo invitó a ver en consulta a esta enferma María Boland?
–Sí. – ¿ Y no es verdad, también, que en el curso de dicha consulta él lo urgió a seguir una clase de tratamiento que usted no juzgaba indicada?
–El deseaba que le aplicaran el neumotórax. – ¡Exactamentel Y teniendo en cuenta las necesidades de la paciente, usted se negó.
–Efectivamente.
–Cuando usted se negó, ¿advirtió algo particular en la actitud del doctor Manson?
–Bueno… – Thoroughgood vacilaba. – iPor favor, doctor Thoroughgoodl Respetamos su natural repugnancia.
–No pareció el mismo esa mañana. Parecía estar en desacuerdo con mi opinión.
–Gracias, doctor 'Thoroughgood. Usted no tenía motivos para imaginar que la enferma se hallaba descontenta con los cuidados del hospital -la sola idea hizo dibujar una sonrisa en el serio rostro de Boon-, que ella tuviese razón alguna de queja contra usted o el personal.
–No, en absoluto. Siempre pareció muy complacida, feliz y contenta.
–Gracias, doctor Thoroughgood. Boon tomó otro papel.
–Y ahora, la enfermera de la sala, Myles, por favor.
El doctor Thoroughgood se sentó. La enfermera Mylcs avanzó. Boon continuó:
–Enfermera Myles, la mañana del lunes 12 de septiembre, dos días después de esa consulta entre el doctor Thoroughgood y el doctor Manson, ¿solicitó este último ver a la enferma?
–Sí. – ¿A la hora en que el acostumbraba?
–No. – ¿Examinó a la enferma?
–No. No teníamos cortinas esa mañana. Se sentó y conversó con ella.
–Precisamente, enfermera… una conversación prolongada y animada, si puedo emplear las palabras de su declaración escrita. Pero diganos, enfermera, con sus propias palabras ahora, ¿qué ocurrió inmediatamente después de la partida del doctor Man.son?
–Como media hora después; la enferma N 17, es decir, María Boland, me dijo: "Enfermera, he estado pensando las cosas, y he resuelto irme.
Usted ha sido muy bondadosa conmigo. Pero quiero irme el próximo miércoles".
Boon interrumpió rápidamente.
–El próximo miércoles. Gracias, enfermera. Era el punto que deseaba establecer. Bastará por el momento.
La enfermera Myles se retiró.
El abogado hizo un gesto muy gentil con sus anteojos encintados. – y ahora la enfermera Sharp, por favor. – Una pausa-. Enfermera Sharp, usted está en situación de dar testimonio de los movimientos del doctor Manson la tarde del 14 de septiembre. – iSí, estuve allí!
–Veo por su tono, enfermera Sharp, que usted estuvo allí contra su voluntad.
–Cuando vi adónde ibamos y quién era ese Stillman, no un médico, o cosa parecida, me sentí…
–Ofendida – sugirió Boon.
–Eso es -asintió la enfermera Sharp-. Jamás he tenido que ver sino con verdaderos médicos especialistas, durante toda mi vida.
–Exactamente -.susurró Boon-. Ahora, enfermera Sharp, hay un punto precisamente que deseo que deje usted bien claro una vez más en homenaje al Consejo. ¿Cooperó efectivamente el doctor Manson con el señor Stillman en…, en la ejecución de esa operación?
–Lo hizo – respondió la Sharp en tono vengativo.
En este momento Abbey se inclinó hacia adelante y, previa autorización- del presidente, formuló suavemente una pregunta: -¿No es verdad que al ocurrir todo esto, enfermera Sharp, el doctor Manson le había comunicado que cesaría usted en sus funcíones?
La Sharp enrojeció, perdió su compostura y dijo con violencia:
–Sí, supongo.
Al sentarse ésta, un minuto después, Andrés tuvo una débil chispa de esperanza. Cuando menos, Abbey continuaba siendo amigo suyo.
Boon se volvió a la mesa del Consejo, algo amostazado por la interrupción.
–Señor presidente, señores: pudiera continuar llamando testigos, pero estimo demasiado el valor del tiempo del Consejo. Por otra parte, creo haber probado en forma concluyente mi acusación. No parece haber la menor duda de que la enferma María Boland fué sustraída, con entera connivencia del doctor Manson, a los cuidados de un especialista eminente de uno de los mejores hospitales de Londres para ser llevada a ese dudoso instituto, que por sí mismo constituye una grave trasgresión de las normas profesionales, y que el doctor Manson se asoció deliberadamente con el propietario no titulado de dicho instituto en la ejecución de una operación peligrosa ya contraindicada por el doctor Thoroughgood, el especialista, éticamente responsable del caso. Señor presidente, señores: en este caso no tenemos que contemplar, como pudiera aparecer a primera vista, un ejemplo aislado, una incorrección accidental, sino una infracción premeditada y casi sistemática del código médico.
El señor Boon se sentó muy complacido y comenzó a limpiar sus lentes. Hubo un instante de silencio. Andrés seguía con los ojos fijos en el suelo. Había sido un tormento para él soportar la exposición malintencionada del caso. Se dijo amargamente que lo estaban tratando como a un salteador de caminos. Entonces, su abogado avanzó y se aprestó para dirigirse al Consejo.
Como de costumbre, Hopper parecía bebido con su rostro encarnado y tenía dificultad en disponer sus papeles. Sin embargo, extrañamente, esto parecía conquistarIe la indulgencia del Consejo. El presidente dijo:
–Bien, señor Hopper… Este se aclaró la garganta.
–Señor presidente, señores, yo no discuto las pruebas aportadas por el señor Boon.. No tengo la intención de salirme de los hechos. Pero el modo de interpretarlos nos interesa profundamente. Hay, además, algunos puntos adicionales que le dan a la cuestión un aspecto mucho más favorable a mi cliente.
"Todavía no se ha establecido que la señorita Boland, anteriormente, era paciente del doctor Manson, ya que lo consultó antes de ver al doctor Thoroughgood, el qq de,julio. Además, el doctor Manson estaba personalmente interesado en el caso. La señorita Boland es hija de un amigo íntimo suyo. Así, pues, siempre se consideró personalmente responsable por la salud de la enferma. Debemos admitir francamente que la acción del doctor Manson fué completamente errónea. Pero sugiero respetuosamente que no fué ni deshonrosa ni malintencionada.
"Hemos oído lo referente a esta ligera diferencia de opinión entre el doctor Thoroughgood y el doctor Manson a propósito del tratamiento.
Recordando el gran interés del doctor Manson por la enferma, es muy natural que él quisiera hacerse cargo de ella nuevamente. Por supuesto que no quería ocasionar ninguna molestia a su colega jefe. Esa y no otra fué la razón del subterfugio que ha subrayado tanto el señor Baon."
A esta altura Hopper se detuvo, sacó un pañuelo y tosió. Tenía el aire de un hombre que se aproxima a un paso más difíciL -Y ahora llegamos a lo de la asociación del señor Stillman y de BeIlevue. Presumo que los miembros del Consejo no ignoran el nombre del señor Stillman. Aunque sin títulos, goza de cierta reputación y aun se dice que ha efectuado ciertas curaciones difíciles.
El presidente interrumpió gravemente:
–Señor Hopper ¿qué puede saber usted, un lego, de estas cosas?
–Convengo, señor presidente -repuso apresuradamente Hopper-. Mi verdadera tesis es que el señor Stillman resulta ser un hombre de carácter.
Así acaeció que él mismo se presentó hace años al doctor Manson en una carta en que lo felicitaba por cierto trabajo de investigación referente a los pulmones que éste había realizado. Ambos se encontraron en un terreno ajeno a la profesión cuando el señor Stillman vino a establecer su clínica. De este modo, aunque mal considerado, fué natural que el doctor Manson, al buscar un sitio en que el mismo pudiera hacer el tratamiento de la señorita Boland, se aprovechara de las facilidades que se le ofrecian en BelIevue. Mi amigo, el señor Boon, se ha referido a Bellevue como a un establecimiento "discutible". Sobre este punto creo que le interesará al Consejo, escuchar algun testimonio. Tenga la bondad, señorita Boland.
Al levantarse María, todas las miradas de los miembros del Consejo se posaron sobre ella con acentuada curiosidad. Aunque era nerviosa y mantenía su mirada fija en Hopper, sin mirar una sola vez a Andrés, parecía hallarse bien de salud, en estado normal.
–Señorita Boland -dijo Hopper….quiero que usted nos diga francamente, ¿halló algo de qué quejarse mientras estuvo enferma en Bellevue? – iNo! iTodo lo contrario! – Andrés advirtió al instante que ella había sido cuidadosamente aleccionada de antemano. Su respuesta fué muy moderada. – ¿No sufrió los efectos de la enfermedad?
–Al contrario, estoy mejor.
–En realidad, el tratamiento practicado allí ¿fué efectivamente el mismo que le sugirió el doctor Manson en su primera entrevista con éL.., déjeme ver… el 11 de julio?
–Sí. – ¿Es esto pertinente? – preguntó el presidente.
–He terminado con este testigo, señor -dijo rápidamente Hopper.
Mientras se sentaba María, extendió él las manos hacia el Consejo en su estilo suplicante:
–Lo que me atrevo a sugerir, señores, es que el tratamiento efectuado en Bellevue era en realidad el tratamiento del doctor Manson, aplicado, con olvido de la ética, tal vez, por otras personas. Sostengo que, dentro del significado del hecho, no existió cooperación profesional entre Stillman y el doctor Manson:
Quisiera llamar al doctor Manson.
Andrés se puso de pie, con la· viva conciencia de su situación, de que todos los ojos se clavaban en él. Estaba pálido e indeciso. Tenía una sensación de vacío helado en la boca del estómago. Escuchó que Hopper le decía:
–Doctor Manson ¿ usted no percibió ninguna remuneración en relación con esta pretendida cooperación con el señor Stillman?
–Ni un centavo. – ¿ Usted no tuvo una segunda intención, ningún propósito subalterno, al proceder como lo hizo?
–No. – ¿No intentó usted reprochar a su colega jefe, doctor Tho roughgood?
–No. Nos entendíamos perfectamente. Solamente que… en este caso no coincidieron nuestras opiniones.
–Exactamente -intervino Hopper, más bien con cierta premura-. ¿Usted le puede asegurar entonces al Consejo, honrada y sinceramente, que no tuvo intención de delinquir contra el código médico, y ni la más remota idea de que su conducta fuese indigna en forma alguna?
–Esa es la pura verdad.
Hopper reprimió un suspiro de alivio cuando, con una inclinación de cabeza, despidió a Andrés. Aunque se había sentido obligado a presentar su testimonio, había temido la impetuosidad del cliente. Pero ahora que había terminado sintió que, siendo breve su consideración final, podrían alentar alguna leve esperanza de éxito. Dijo con aire contrito:
–No deseo retener más tiempo al Consejo. He procurado mostrar que el doctor Manson sólo incurrió en una desgraciada equivocación. Yo apelo, no sólo a la justicia, sino a la clemencia del Consejo. y quisiera llamar la atención del Consejo hacia la historia de mi cliente. Su pasado podría enorgullecer a cualquier hombre. Todos conocemos casos en que hombres eminentes han incurrido en un solo error y, por no hallar comprensión, vieron tronchadas sus carreras. Yo espero. y a la verdad suplico, que el caso que se va a juzgar no sea uno de aquéllos.
La humildad del tono de Hopper, esa actitud como de quien se excusa, prodUujeron un efecto admirable sobre el Consejo. Pero casi al instante Boon estaba de nuevo de pie, solicitando la autorización del presidente.
–Con su permiso, señor, quisiera hacer una o dos preguntas más al doctor Manson – se dió media vuelta e invitó a Andrés a levantarse, con un movimiento hacia arriba de sus lentes-. Doctor Manson, su última respuesta apenas me fué comprensible. Usted dice que no sospechaba que su conducta fuese indigna. Sin embargo, sabía positivamente que el señor Stillman no posee título.
Andrés miró a Boon. La actitud del majadero abogado a través de toda la audiencia lo había hecho sentirse culpable de algún acto desacertado. En su helado vacío interior sintió un calor lento. Dijo distintamente:
–Sí, sé que no es médico.
En el rostro de Boon se diseñó una suave sonrisa de satisfacción. Dijo provocativamente:
–Ya lo veo, ya lo veo. Sin embargo, ni siquiera eso lo detuvo.
–Ni siquiera eso -repitió Andrés con súbita amargura. Sentía que perdía el dominio de sí mismo. Respiró profundamente-. Señor Boon, lo he oído hacer muchas preguntas. ¿Me permitiría hacerle una, a mi vez? ¿Ha oído hablar usted de Luis Pasteur'?
–Sí -respondió Boon, algo excitado-. ¿Quién no ha oido'?
–Exactamente. ¿Quién no ha oido? Usted probablemente desconoce el hecho, señor Boon, pero acaso me permitirá decirle que Luis Pasteur, la más alta figura de la medicina científica, no era médico. Ni lo fué Ehrlich, el hombre que le dió a la medicina el remedio mejor y más específico de toda su historia. Ní lo fué Haffkine, que combatió la peste en la Indía mejor que ningún caballero con título lo ha hecho jamás. Ni lo fué Metchnikoff, que sólo a Pasteur le cede en grandeza. Perdóneme que le recuerde estos hechos elementales, señor Boon. ¡Pueden mostrarle que el hombre que lucha contra la enfermedad sin tener su nombre en el registro, no es necesariamente un pillo o un necio!
Silencio electrizante. Hasta aqui el procedimiento se había arrastrado en una atmósfera de monotonía solemne, de formalismo arcaico, propio de un tribunal de segundo orden. Pero ahora todos los miembros de la mesa del Consejo estaban erguidos en sus sillas. Abbey en particular, tenía los ojos fijos en Andrés, con extraña intensidad. Pasó un momento.
Hopper, con la mano sobre el rostro gemía desalentadoramente. Ahora sí que estimó perdida la causa. Boon, aunque horriblemente desconcertado, hizo un esfuerzo para reponerse.
–Sí, sí, estos son nombres ilustres, lo sabemos. Seguramente usted no compara con ellos al señor Stillman. – ¿Por qué no? – prosiguió Andrés encendido de indignación-. Sólo son ilustres porque están muertos. Virchow se rió de Koch cuando vivía, lo ultrajó. No lo demostremos ahora. Ultrajamos a hombres como Stillman y Spahlinger. Ahí tiene otro ejemplo, Spahlinger, un pensador científico grande y original. No es médico. No tiene diploma. Pero ha hecho más por la medicina que miles de hombres con títulos, que viajan en automóviles y cobran honorarios, libres como el aire, en tanto que Spahlinger es combatido, denigrado y acusado, tiene que gastar su fortuna en la investigación y tratamientos, y seguir luchando con la pobreza. – ¿Tenemos, entonces, que usted admira a Ricardo Stillman de la misma manera? – dijo Boon, con aire despectivo. – ¡Sí! Es un gran hombre, un hombre que ha consagrado toda su vida al bien de la humanidad. Ha tenido que luchar contra la envidia, y los prejuicios, y también contra la mentira. En su país ha vencido todos los obstáculos. Mas parece que aquí no. Sin embargo, tengo la convicción de que ha hecho más contra la tuberculosis que cualesquiera de los que actualmente trabajan en este país. Está al margen de la profesión. ¡Sí! Pero hay muchos dentro de la misma que han estado luchando con la tuberculosis toda su vida y no han realizado un átomo de provecho en ese sentido.
Hubo sensación en la gran sala. Los ojos de María Boland, fijos ahora en Andrés, brillaban de ansiedad y admiración. Hopper reunía lenta y tristemente los papeles, metiéndolos en su cartera de cuero.
El presidente intervino: -¿Se da cuenta usted de lo que dice?
–Sí. – Andrés cogió vigorosamente el respaldo de su silla, comprendiendo que había sido arrastrado a una grave indiscreción, pero resueIto a mantener sus opiniones. Respirando anhelantemente, exaltado hasta el máximo, se apoderó de él una extraña inquietud. Si lo iban a descalificar, quería darles motivo para ello. Prosiguió impetuosamente-: He escuchado el alegato que se ha pronunciado hoy en mi favor, y me he estado preguntando todo el tiempo qué daño he hecho. No quiero trabajar con curanderos: no creo en falsos remedios. Por eso abro la mitad de los avisos altamente científicos que me llegan profusamente por cada correo. Sé que estoy hablando más fuertemente de lo que debiera, mas no puedo evitarlo.
Ni siquiera somos bastante liberales. Si continuamos pretendiendo que todo es malo fuera de la prOfesión y todo es bueno dentro de ella, será la muerte del progreso científico. Nos convertiremos en una pequeña y hermética sociedad mercantil de ayuda mutua. Es hora de que comencemos a poner en orden nuestra propia casa, y no me refiero sólo a lo superficial. Hay que ir a las fuentes, pensar en la enseñanza irremediablemente inadecuada que reciben los médicos. Cuando yo me recibí más bien constituía una amenaza para la sociedad; Todo lo que sabía eran los nombres de algunas enfermedades y las drogas con que se suponía debía combatirlas. Ni siquiera podía manejar un par de forceps de obstetricia. Todo lo que sé lo he aprendido después. Pero, ¿cuántos médicos aprenden algo fuera de los rudimentos vulgares que adquieren en el ejercicio de la profesión? No tienen tiempo, los pobres diablos corren tras los honorarios. Ello se debe a que toda nuestra organización se halla en un estado lamentable. Deberíamos estructurarnos en unidades científicas. Deberia haber clases obligatorias de postgraduados. Debería hacerse una gran tentativa para poner a la ciencia en primer plano, para desterrar a la vieja idea del frasco de remedio y dar a cada médico la oportunidad de estudiar, de cooperar en la investigación. ¿Y qué decir del mercantilismo? Los tratamientos inútiles con miras al dinero, las operaciones innecesarias, la enormidad de preparaciones seudocientíficas e inútiles que usamos, ¿no deberían ser ya eliminados? La profesión en su conjunto es demasiado intolerante Y presuntuosa. Somos orgánicamente conservadores. Jamás pensamos en progresar, en modificar nuestro sistema.
Decimos que haremos las cosas Y no las hacemos. Por años nos hemos venido lamentando de las condiciones de explotación bajo las cuales trabajan nuestras enfermeras, de los míseros salarios que les pagamos: ¿Y bien? Todavía siguen siendo explotadas, recibiendo salarios miseros. No es nada más que un ejemplo. Lo que pretendo decir es algo más profundo. No damos oportunidad a nuestros hombres de avanzada. El doctor Hexam, el hombre que fué lo suficientemente valiente para cooperar como anestesista, con Jarvis, el manipulador, cuando éste comenzaba su trabajo, fué borrado del registro. Diez añós más tarde, cuando Jarvis había curado a centenares de enfermos ante quienes se habían mostrado impotentes los mejores cirujanos de Londres, cuando hubo recibido un título de nobleza, cuando toda la "gente bien" lo proclamaba un genio, entonces volvimos sobre nosotros y le otorgamos un doctorado honorario. Por entonces, Hexam se había muerto de tristeza. Sé que he cometido muchas equivocaciones, Y algunas graves. Las deploro. Pero no me he equivocado con Ricardo Stillman. Y no siento lo que hice con él. Todo lo que os pido es que miréis a María Boland. Padecía de tuberculosis apical cuando fué puesta en manos de Stillman. Ahora está sana. Si queréis alguna justificación de mí indignidad profesional, está en esta sala, delante de vosotros.
Terminó en forma absolutamente brusca y se sentó. En la alta mesa del Consejo una extraña luz iluminaba el rostro de Abbey. Boon, todavía de pie, miraba a Manson con sentimientos encontrados. Después, reflexionando vengativamente en que al menos le había proporcionado a este médico presuntuoso la cuerda suficiente para que él mismo se ahorcara, se inclinó ante el presidente y tomó asiento.
Por un momento hubo en la sala un silencio extraordinario, y luego el presidente hizo la declaración acostumbrada:
–Pido a todos los extraños que se retiren.
Andrés salió pon los demás. Ahora se había disipado su inquietud, y su cabeza, como todo su cuerpo, vibraba como una máquina sobrecargada.
La atmósfera de la sala del Consejo lo sofocaba. No podía tolerar la presencia de Hopper, de Boon, de Mary y los demás testigos. Temía especialmente ese reproche melancólico en el rostro de su abogado. Sabía que se había conducido como un necio, un pobl'e necio declamador. Su honradez le parecía ahora mera locura. Sí, había sido locura arengar al Consejo como lo había hecho. No debería haber sido médico, sino un orador político del Hyde Park. ¡Bien! Pronto dejaría ue ser médico. Lo borrarían sencillamente del registro.
Fué al guardarropa, con el único deseo de estar solo, y se sentó en el borde de uno de los lavatorios, buscando mecánicamente un cigarrillo. Pero la lengua reseca le impedía sentir el gusto del humo y aplastó el cigarrillo con el pie. Era extraño, después de las cosas duras, cosas verdaderas, que había dicho de la profesión hacía unos momentos, cuán miserable se sentiría al ser expulsado de ella. Quizá podría hallar trabajo en lo de Stillmano Pero no era éste el trabajo que quería. ¡No! Quería estar con Denny y Hope, seguir su propia inspiración, hundir la lanza de su sistema en la piel de la apatía y la rutina. Pero todo esto debía hacerse desde dentro de la profesión.
Nunca, nunca podría ser logrado desde fuera, en Inglaterra. Ahora Denny y Hope deberían montar solos el caballo troyano. Sintióse dominado por un gran sentimiento de amargura. El porvenir se extendía desolado ante su vista. Ya tenía ese sentimiento de aislamiento, el más penoso de todos, y junto con él, la convicción de que todo estaba concluído, de que éste era el fin.
El ruido de la gente que transitaba por el corredor lo hizo ponerse fatigosamente de pie. Al reunírseles y entrar de nuevo a la sala del Consejo, se dijo con decisión que sólo le quedaba una cosa. No debía humillarse.
Rogábase a sí mismo que no diese muestra alguna de servidumbre, de debilidad. Con los ojos fijos en el suelo inmediato, no vió a nadie, no miró a la mesa del Con¡;ejo, permaneció pasivo e inmóvl. Todos los sonidos triviales de la sala -toses, cuchicheos, movimientos de sillas, aun el ruido inverosímil de alguien que tamborileaba con un lápiz-, lo golpeaban en forma enloquecedora.
Pero de pronto hubo silencio. Andrés fué invadido por un espasmo de rigidez. ¡Ahora, pensó, ahora llega! Habló el presidente. Habló lenta y solemnemente.
–Andrés Mansan, debo informarle que el Consejo ha considerado maduramente la acusación que se le ha formulado y los testimonios que la apoyan. El Consejo opina que, a pesar de las circunstancias particulares del caso y de su defensa personal, nada ortodoxa, usted actuó de buena fe y deseó sinceramente obedecer al espíritu de la ley que exige una gran nobleza de conducta profesional. En consecuencia, tengo que comunicarle que el Consejo no ha creído conveniente disponer que el Inspector borre su nombre del registro.
Durante un segundo de deslumbramiento Andrés no comprendió.
Luego lo invadió el escalofrío de la emoción. No lo habían condenado.
Estaba libre, limpio, rehabilitado.
Alzó vacilantemente la cabeza hacia la mesa del Consejo. Todos los rostros, extrañamente confusos, se volvieron hacia el suyo: el único que divisó más claramente fué el de Robert Abbey. La comprensión revelada en los ojos de Abbey lo emocionó todavía más. En un destello de lucidez percibió que Abbey lo había salvado. Ya no ostentaba su aspecto de indiferencia. Murmuró débilmente, y aun cuando se dirigió al presidente, fué a Abbey a quien le habló en realidad:
–Gracias, señor.
El presidente dijo:
–La causa queda terminada.
Andrés se levantó, rodeado de inmediato por sus amigos, por Con, María, el despavorido Hopper, por gentes a quienes no había visto jamás antes, que ahora le estrechaban calurosamente la mano. De algún modo llegó a la calle, todavía palmoteado en la espalda por Con. Fué restituído a la realidad en medio de su confusión nerviosa por los autobuses y la corriente normal del tránsito. Recordaba de cuando en cuando, con un estremecimiento de alegría, la increíble maravilla de su liberación. De pronto advirtió a María que lo contemplaba con los ojos todavía llenos de lágrimas.
–Si le hubieran hecho algo, después de todo lo que usted ha hecho por mí, ¡oh!, yo hubiera asesinado a ese vejestorio de presidente. – ¡En nombre de Dios! – exclamó Con inconteniblemente-, no sé por qué se inquietaban ustedes. En el instante en que Manson se levantó para comenzar, comprendí que los iba a dejar sin aliento.
Andrés reía débilmente, feliz.
Los tres llegaron después de la una al Museum Hotel. Y alli esperaba Denny en el hall. Se adelantó hacia ellos sonriendo gravemente. Hopper le había dado noticias por teléfono Pero no tenía nada que comentar. Sólo dijo:
–Tengo apetito. Pero no podemos comer aquí. Vengan todos a almorzar conmigo.
Lo hicieron en el restaurante Connanught. Aunque riingún temblor de emoción cruzó el rostiro de Felipe, aunque le hablo a Con principalmente de automóviles, supo celebrar el triunfo, hacerlo un feliz acontecimiento.
Después le dijo a Andrés:
–Nnestro tren parte a las cnatro. Hope nos espera en Stanborough, en el hoteL Podemos adquirir por poco aquella dichosa propiedad. Tengo que efectuar algunas compras. ¡Pero nos encontraremos en Euston a las cuatro menos diez!
Andrés miró a Denny, con el sentimiento de su amistad, de todo lo que le debía desde el primer instante en que se conocieron, en el pequeno consultorio de Drineffy. Dijo de pronto: ¿ Y suponiendo que me hubieran borrado?
–No lo han hecho Felipe volvió la cabeza. Y yo me preocuparé de que nunca lo hagan.
Cuando Denny partió a efectuar sus compras, Andrés acompanó a Con y Maria a tomar el tren en Paddlngton. Mientras e:speraban en el andén, más bien callados, ahora, les repitió la invitación que ya les había hecho:
–Ustedes vendrán a vernos a Stanborough.
–Lo haremos -le aseguró Con-. Para la primavera, en cuanto arregle mi cacharro. '
Cuando partió el tren le, quedaba todavía una hora a Andrés. Pero no abrigaba la menor duda sobre lo que deseaba hacer. 1nstintivament subió a un ómnibus y pronto estuvo en Kensal Green. Entró al cementerio, estuvo largo tiempo junto a la tumba de Cristina, pensando en muchas cosas. Era una tarde fresca y luminosa, con esa aspereza en la brisa que a ella siempre le había gustado. En lo alto, sobre la cabeza de Andrés, en la rama de un árbol, mustio, gorjeaba alégremente un gorrión. Cuando por fin se alejó apresuradamente, temerosó de llegar tarde, al1á en el cielo delante de él resplandecía una hermosa nube en forma de muralla almenada.