En otro tiempo habría corrido anhelante a casa de Cristina, con el diario en la mano, diciendo:
"Mira, Cristina.,Ha llegado Ricardo Stillman. Tú recuerdas…
Me carteaba con él en aquellos meses. ¿Le agradaría verme?..
Sencillamente…, me gustaría encontrarme con él."
Pero ahora había perdido la costumbre de acudir a Cristina. En vez de hacerlo, meditó profundamente, diario en mano, contento de poder ver a Stillman, no como un ayudante médico, sino con la autoridad de un profesional de la calle Welbeck. Redactó cuidadosamente una carta haciéndose recordar del americano e invitándolo para el miércoles al grill del Plaza.
A la mañana siguiente lo llamó al teléfono Stillman. Su voz era tranquila, amistosa, atenta.
–Me alegro de hablarle, doctor Manson. Me gustaría que almorzáramos juntos. Pero no lo hagamos en el Plaza. Yo odio ese lugar. ¿Por qué no viene a almorzar conmigo aquí?
Andrés encontró a Stillman en la sala de su departamento del Brooks, hotel selecto y tranquilo, ante el cual daba vergüenza el bullicio del Plaza. Era un día caluroso, la mañana había sido agitada y Andrés casi se arrepintió de haber venido cuando divisó a su huésped.
El norteamericano tenía unos cincuenta años, era pequeño y frágil, de una cabeza desproporcionadamente grande y mandíbula inferior encajada. Su tez era de un rosado y blanco infantil, su pelo rubio era fino y partido al medio. Sólo cuando Andrés miró sus ojos, de un azul pálido, firmes y glaciales, vino a darse cuenta, casi sintió el efecto, de la energía animadora oculta tras ese cuerpo insignificante.
–Espero que no le moleste el venir aquí -dijo Ricardo Stillman con ese tono tranquilo del hombre por acercarse al cual muchos se habrían sentido dichosos-. Sé que se cree que a los americanos nos gusta el Plaza -sonrió, revelándose humano-. Pero acude allí una muchedumbre indeseable. – Se detuvo-. Y ahora que lo he visto, permítame felicitarlo realmente por ese espléndido trabajo sobre la inhalación. ¿No le molestó lo que le dije sobre la ceresita? ¿Qué ha hecho últimamente?
Bajaron al restorán; donde el jefe de un grupo de mozos se puso a las órdenes de Stillman. – ¿Qué se sirve usted? Yo deseo jugo de naranja dijo Stillman rápidamente, sin mirar el largo menú francés- y dos costillas de cordero con arvejas. Después café.
Andrés indicó su lista y se volvió luego, con creciente respeto, a su compañero. Era imposible permanecer largo tiempo en presencia de Stillman sin rendirse al interés avasallador de su personalidad. Su historia, que Andrés conocía en sus grandes líneas, era en sí misma única.
Ricardo Stillman provenía de una antigua familia de Massachusetts, que durante generaciones había ejercido el Derecho en Boston. Mas, a pesar de esta tradición, el joven Stillman manifestó un fuerte deseo de seguir la profesión médica y, finalmente, a los dieciocho años, persuadió a su padre que le permitiera empezar sus estudios en Harvard. Había seguido durante dos años el curso de medicina en esta Universidad cuando su padre murió repentinamente, dejando a Ricardo, su madre y una hermana, en una dificil situación económica.
En este momento, cuando debian haberse encontrado algunos medios de sostén para la familia, el viejo Juan Stillman, abuelo de Ricardo, insistió en que su nieto debería abandonar los estudios médicos en homenaje a la tradición jurídica de la familia. Los argumentos fueron inútiles -el anciano era implacable- y Ricardo se vió forzado a tomar, no el diploma médico que había deseado, sino un grado en Derecho, al cabo de tres años de tedioso estudio. En seguida en 1906, ingresó a las oficinas de la familia en Boston, y durante cuatro años se consagró en Derecho.
Sin embargo, era una consagración a nedias. La bacteriología, y en particular la microbiología, lo habían fascinado desde sus primeros días de estudiante, y en el desván de su casa de Beacon Hill instaló un pequeño laboratorio, tomó a un empIeado como ayudante y dedicó todos los momentos libres a satisfacer su pasión. Este desván fué en realidad el comienzo del Instituto Stillman. Ricardo no era un aficionado. Por el contrario, desplegaba no sólo la más alta habilidad técnica, sino una originalidad rayana con el genio. Y cuando en el invierno de 1903 su hermana María, a la que quería mucho, murió de tisis galopante comenzó a concentrar sus esfuerzos sobre el bacilo de la tuberculosis. Utilizó los trabajos de Pierre Louis y del discípulo americano de aquél, James Jackson, hijo. Su examen de la obra de Laennee sobre la auscultación lo llevó al estudio fisiológico del pulmón. Inventó un nuevo tipo de estetoscopio. Con el limitado instrumental de que disponía, comenzó sus tentativas para producir un suero de la sangre.
En 1910, ¿uando falleció el viejo Juan Stillman, Ricardo había conseguido, por fin, sanar la tuberculosis en los conejos de Indias. Los resultados de este doble acontecimiento fueron inmediatos. La madre de Stillman había simpatizado siempre con su labor científica. No necesitó de mucho para renunciar a la abogacía en Boston, y, con su herencia de la finca del anciano, comprar una propiedad cerca de Portland, en Oregón, donde se entregó de inmediato a la finalidad real de su vida.
Ya había malgastado tantos años valiosos, que no hizo la menor tentativa por alcanzar un grado médico. Quería progresos, resultados.
Pronto produjo un suero de los caballos bayos y tuvo éxito con una vacuna bovina en la inmunización en masa de vacas, en Jersey. Al mismo tiempo aplicaba las observaciones fundamentales de Helmoltz y Willard Gibbs, de Yale, y de médicos posteriores, como Bisaillon y Zinks, al tratamiento de los pulmones enfermos mediante la inmovilización. De aquí pasó derecho a la terapéutica.
Su obra curativa en el nuevo Instituto lo destacó luego con triunfos todavía mayores que los de su laboratorio. Muchos de sus pacientes eran tuberculosos "ambulantes", que vagaban de un sanatorio a otro, temidos por incurables. Su éxito con estos casos le atrajo inmediatamente las invectivas, las acusaciones y la resuelta hostilidad de los profesionales.
Entonces comenzó para Stillman una lucha muy distinta y más larga: la batalla en pro del reconocimiento de su obra. Había invertido todo el dinero que poseía en el establecimiento de su Instituto, cuyo mantenimiento era costoso. Aborrecía la publicidad y resistió todas las sugestiones de que mercantilizara su trabajo. A veces pareció que las dificultades materiales, sumadas a una oposición inclemente, iban a hundirlo. Stillman, sin embargo, con magnífico coraje, se sobrepuso a todas las crisis, aun a una campaña periodística nacional dirigida contra él.
Pasada la etapa de las falsedades, decayó la tempestad de la controversia. Poco a poco ganó Stillman el malhumorado reconocimiento de sus adversarios. En 1925 visitó el Instituto una comisión de Washington e informó calurosamente sobre su labor. Stillman, reconocido ahora, comenzó a recibir grantles donaciones de individuos particulares, de directorios de trusts y aun de organismos públicos. Dedicó esos fondos a la arnpliación y perfeccionamiento de su Instituto, que con su magnífico instrumental y ubicacíón, sus rebaños de ganado de Jersey y de caballos irlandeses finos para sueros, llegó a ser algo importantísimo en el Estado de Oregón. l Aun cuando Stillman no se hallaba del todo libre de enemigos – en 1929, por ejemplo, las recriminaciones de un ayudante de laboratorio despedido ocasionaron otro escándalo-, cuando menos se había asegurado la inmunidad para proseguir sus trabajos. Sin que el triunfo lo envaneciese, siguió siendo la misma personalidad reposada y modesta que cerca de veinticinco años atrás había ensayado sus primeros cultivos en el desván de Beacon Hill.
Y ahora, sentado allí en el restorán del Brooks Hotel, miraba a Andrés con apacible benevolencia.
–Es muy agradable -dijo- estar en Inglaterra. Me gusta su país.
Nuestros veranos no son tan frescos como éste.
–Supongo que ha venido en jira de conferencias,¿no? Stillman sonrió. – ¡No! Ahora no doy conferencias. ¿Será vanidad decir que dejo que mis resultados hablen por mí? La verdad, estoy aquí tranquilamente. Resulta que el señor Cranston, su compatriota, me refiero a Herbert Cranston, que fabrica esos autos pequeños maravillosos, vino a verme a Norteamérica hace como un año. Había sido mártir del asma toda su vida, y yo…, bueno, en el Instituto logramos curarlo.
Desde entonces ha estado insistiendo para que venga a instalar aquí una pequeña clínica según el modelo de la de Portland. Convine en ello hace seis meses. Aprobamos los planos, y ahora los trabajos están por terminarse, en un lugar que llamamos Bellevue, en Chiltners, cerca de High Wycombre. Luego de iniciar su funcionamiento se la confiaré a Marland, uno de mis ayudantes. Lo considero un experimento, francamente, muy prometedor, con mis métodos, especialmente desde el punto de vista del clima y de la raza. ¡El aspecto financiero carece de importancia!
Andrés se inclinó hacia adelante.
–Eso parece interesante. ¿En qué se va a especializar? Me agradaría visitar el sitio.
–Puede venir cuando estemos listos. Tendremos nuestro régimen radical para el asma. Cranston lo quiere. Y, además, he indicado especialmente el tratamiento de unos pocos casos de tuberculosis incipiente. Digo unos pocos porque… -aquí sonrió Stillman- yo no olvido que soy precisamente un biofísico que sabe algo sobre el aparato respiratorio; pero en Norteamérica nuestra dificultad está en salvarnos de que nos aplasten. ¿Qué le estaba diciendo? jAh, sí! Estas tuberculosis incipientes. Esto le interesará a usted. Poseo un nuevo método de aplicar el neumotórax. Es realmente un progreso. – ¿Se refiere al Emile-Weil?
–No, no. Mucho mejor. Sin los inconvenientes de la fluctuación negativa -el rostro de Stillman se iluminó-. Usted conoce la dificultad del aparato de frasco fijo, ese punto en que la presión intrapleural equilibra la presión del fluido y cesa completamente la emisión de gas. En el Instituto hemos recurrido a una cámara accesoria de presión que se la mostraré cuando venga, con lo cual podremos introducir gas con una presión negativa determinada desde el principio. – ¿Pero la embolia gaseosa? – insinuó rápidamente Andrés.
–Eliminamos totalmente el peligro. Mire. Introduciendo un pequeño manómetro de bromoformo junto a la aguja, evitamos la rarefacción. Una fluctuación de 14 cm. proporciona sólo 1 cc. de gas en la punta de la aguja. De otra parte, nuestra aguja tiene un cuádruple enchufe que funciona algo mejor que el de Sangman.
A pesar· suyo -y de su puesto de honorario en el Victoria-, Andrés estaba impresionado. – iVaya! – dijo-. Si es así, se va a reducir a nada el shock pleural.
Usted sabe, señor Stillman…, bueno, parece extraño, para mí es sorprendente que todo esto proceda de usted. ¡Oh!, perdóneme, me he expresado mal, pero usted sabe lo que quiero decir… Tantos médicos, que siguen usando los viejos aparatos…
–Mi querido médico -le contestó Stillman con una mirada traviesa-, no olvide que Carson, el primero que usó el neumotórax, era sólo un experimentador fisiólogo.
Después de eso se abismaron en cuestiones técnicas. Discutieron sobre la apicolisis y la frenicotomía, sobre los cuatro puntos de Brauer, y pasaron después al oleotórax y al trabajo de Brenon en Francia: inyecciones macizas intrapleurales en el empyema tuberculoso. Sólo cesaron cuando Stillman miró su reloj y advirtió, con una exclamación, que se hallaba con media hora de retraso para un compromiso con Churston.
Andrés abandonó el Brooks Hotel con el espíritu tonificado y exaltado. Pero detrás de eso vino una extraña reacción de confusión, de descontento con su propio trabajo. "Me he dejado arrastrar por ese hombre", se dijo para sí, molesto.
Al llegar a la calle Chesborough no se hallaba en una disposición de espíritu muy favorable. Sin embargo, al enfrentarse con su casa procuró imprimir a sus facciones un aire indiferente. Sus relaciones con Cristina habían llegado a exigir esta actitud, pues ella se presentaba ahora ante él con un rostro tan sumiso e inexpresivo, que Andrés sentía, por mucho que interiormente estuviese disgustado, que debía responder en el mismo tono bondadoso.
Le parecía que ella se había concentrado en si misma, recluyéndose en una vida interior, a la cual él no podía tener acceso.
Cristina leía mucho, escribía cartas. Una o dos veces, al regresar la encontró jugando con Florrie…; juegos infantiles, con fichas de colores que compraban en las tiendas. Comenzó también, con discreta regularidad, a frecuentar la iglesia. Y esto lo exasperó más que todo.
En Drineffy, Cristina había acompañado todos los domingos a la iglesia parroquial a la señora Watkins, y Andrés no había encontrado motivo de queja. Pero ahora, alejado de ella y nada benévolo, sólo vió en ello un nuevo desaire, una actitud devota hostil a su persona.
Esta tarde, al entrar a la pieza de la calle, Cristina estaha allí sola, sentada con los codos sobre la mesa, calados los lentes a que había recurrido últimamente, un libro frente a ella, dando la impresión de una colegiala muy concentrada en su lección. Un áspero sentimiento de verse desdeñado agitó a Andrés. Por encima de los hombros le cogió el libro, que ella intentó ocultar demasiado tarde. Y allí, en el margen superior, pudo leer: El Evangelio según San Lucas. – iBueno, bueno! – Andrés estaba ofuscado, furioso. A esto has llegado? ¡Dedicada a la Biblia! – ¿Por qué no? Acostumbraba a leerla antes de conocerte.
–Ah!, lo hacías, ¿eh?
–Sí -en los ojos de Cristina había una extraña mirada de tristeza-.
Es posible que tus amigos del Plaza no le de, importancia al hecho.
Pero a lo menos es buena literatura. – iAsí es! Bueno, déjame decírtelo, en caso de que no lo sepas: te estás convirtiendo en una neurótica calamitosa.
–Muy probablemente. Eso también es culpa mía únicamente.
Pero déjame decirte esto: prefiero ser una neurótica calamitosa y estar espiritualmente viva, a ser un triunfador calamitoso… y espiritualmente muerto.
Se interrumpió de repente, mordiéndose los labios, reprimiendo las lágrimas. A duras penas consiguió el dominio de sí misma.
Mirándolo firmemente, con ojos tristes, le dijo en voz baja:
–Andrés, ¿no crees que sería bueno para los dos que yo saliera por un tiempo? La señora Vaugh¡an me ha escrito invitándome a pasar con ella dos o tres semanas. Han tomado una casa en Newquay por el verano. ¿No crees que debo ir?
–Si Anda. Anda. dio media vuelta y se fue.