Cristina lo ayudaba a transcribir sus notas, trabajando ambos frente al hermoso fuego de carbón -era una ventaja del distrito el que nunca carecieran de carbón barato en abundancia.-, cuando él regresaba de su última consulta. A menudo tenían largas conversaciones, en que la extensión de la cultura de Cristina, aun cuando ella nunca hiciera alarde de la misma, y su familiaridad con los libros, asombraban a Andrés. Más aun, éste comenzó a discernir en ella una fineza instintiva, una intuición que daba una misteriosa exactitud a sus juicios sobre literatura, sobre música y especialmente sobre las personas.
Gustaba de hacerle bromas.
–Estoy comenzando a conocer a mi mujer. En caso de que te pongas infatuada, en media hora te derrotaré en el piquet.
Los Vaughan les habían ensañado dicho juego.
A medida que los días se alargaban, Cristina comenzó a trabajar en esa aridez que era el jardín, sin decir una palabra a Andrés. Jenny, la criada, tenía un tío abuelo -estaba orgullosa de este único pariente-, un minero de edad e inhabilitado, que por diez peniques la hora se convirtió en el ayudante de Cristina. Al atravesar e1 derruido puente, junto al lecho del arroyo, los sorprendió Manson una tarde de marzo en que la habían emprendido contra las mohosas latas de salmón que había allí. – jAh! ¡Ustedes allí! – gritó desde el puente-, ¿Qué están haciendo? ¿Malogrando mi pesca?
Ella respondió a sus pullas con una alegre inclinación de cabeza.
–Espera y verás.
En unas cuantas semanas ella había arrancado las maleza y limpiado los senderos abandonados. El lecho del arroyo estaba igualmente limpio y sus bordes arreglados. Al pie del arroyo se erguía un nuevo cerco hecho de piedras sueltas de los alrededores, El jardinero de Vaughan, John Roberts seguía viniendo, trayendo bulbos y estacas y dando sus consejos. Con verdadero triunfo Cristina llevó del brazo a Andrés para que viera el primer narciso.
Luego, el último domingo de marzo, sin aviso ninguno, vino a visitarlos Denny. Lo recibieron con los brazos abiertos y palmoteándolo en su regocijada acogida. Le produjo gran placer a Andrés volver a ver esa figura rechoncha, ese rostro colorado de cejas rubias. Una vez que le hubieron mostrado la casa, dado de comer lo mejor que pudieron e instalado en la sil1a más confortable, le pidieron ansiosamente noticias.
–Page ha partido -les comunicó Felipe-. Sí, el pobre hombre murió hace un mes. Otro derrame. Y algo bueno también -chupó su pipa, mientras su cinismo familiar le arrugaba los ojos-. Blodwen y vuestro amigo Rees parecen listos para el matrimonio.
–De modo que ha ocurrido eso… -dijo.Andrés con inusitada amargura- ¡Pobre Eduardo!
–Page era un espíritu noble.. Un buen médico -observó Denny.
Ustedes saben que yo aborrezco hasta la pronunciación de esas letras fatales y todo lo que:representan. Pero Page se desprendió de ellas silenciosamente.
Hubo una pausa, en que ellos pensaron en Eduardo Page, que había suspirado por Capri con sus pájaros y su sol en medio de aquellos años de trabajo rudo entre las escorias de Drineffy. _¿Y qué nos cuentas de ti, Felipe? – preguntóle al fin Andrés. – ¡Oh, no sé! Me estoy poniendo inquieto. – Denny sonreía serenamente-. Drineffy no parece el mismo desde que ustedes se fueron. Creo que haré un viaje a algún país extranjero. Cirujano de barco, tal vez…, si algún barco de carga barato me acepta.
Andrés se quedó callado, apenado nuevamente con el pensamiento de este hombre inteligente, este cirujano de verdadero mérito, que malgastaba deliberadamente su vida con una especie de sadismo contra si mismo, Sin embargo, ¿estaba Dcnny realmente malgastando su vida?
Cristina y Andrés habían conversado a menudo sobre Felipe, procurando descifrar el enigma de su vida. Sabían vagamente que se habla casado con una mujer de mejor posición social que él, la que había intentado amoldarlo a las exigencias de una clientela en que no daba prestigio el trabajar bien cuatro días a la semana, si no se dedicaba a la caza los otros tres. Después de cinco años de esfuerzos por parte de Denny, ella lo había premiado abandonándolo sencillamente por otro hombre. No era extraño que Denny hubiese huido lejos de las grandes ciudades, despreciando los convencionalismos y aborreciendo la orto-.Tal vez algún día volvería a la civilización.
Conversaron toda la tarde, y Felipe esperó hasta el último tren.
Se interesaba en los informes de Andrés sobre las condiciones del trabajo profesional de Aberalaw, y cuando Andrés llegó, indignado, a la cuestión del porcentaje de Llewellyn, deducido de los sueldos de los ayudantes, dijo Denny con una extraña sonrisa: -:No te imagino tolerando eso por mucho tiempo.
Una vez que hubo partido Felipe, Andrés fué acentuando su convicción,a medida que los días pasaban, de la existencia de un extraño vacío en su trabajo. En Drineffy, cerca de Felipe, siempre había tenido conciencia de un vínculo común, un propósito definido compartido entre ambos. Pero en Aberalaw no había tal cosa y no advertía propósito semejante entre sus colegas.
El doctor Urquhart, su colega del consultorio del oeste, era un hombre bondadoso, a pesar de todo su mal humor. Sin embargo, era anciano, más bien mecanizado, y carente en absoluto de inspiración.
Aunque una larga experiencia lo capacitaba, según sus palabras, para oler la neumonía en cuanto "ponia su. 'J.c,J:"Íz" en la pieza del enfermo, aunque era diestro en la aplicacIón de emplastos y entablillamientos, y un adepto del tratamiento cruciforme de los forúnculos, aunque a veces se complacía en demostrar que podía efectuar algunas pequeñas operaciones, sin embargo era perfectamente anticuado en muchos sentidos. A los ojos de Andrés, representaba a las claras el tipo del "buen viejo", del doctor de familias, según la expresión de Felipe; astuto, sacrificado, de experiencia, un médico sentimentalizado por sus pacientes y por el público en general, que no había abierto un libro de medicina en veinte años, y estaba casi peligrosamente atrasado en sus conocimientos. Aunque Andrés estaba siempre pronto a discutir con Urquhart, el anciano tenía escaso tiempo para la charla. Cuando su jornada de trabajo había terminado, gustaba de tomar su sopa de conserva -la de tomate era su preferida-, lijar su nuevo violín, inspeccionar su porcelana antigua e irse luego al club masónico a jugar damas y fumar.
Los dos ayudantes del consultorio del este. eran igualmente desalentadores. El doctor Medley. el de más edad, de unos cincuenta años-, de rostro inteligente y despierto, era, desgraciadamente, casi tan sordo como una tapia. De no ser por esta dolencia, que por alguna razón el vulgo siempre encontraba divertida, Carlos Medley habría estado a mucha distancia de una ayudantía en los valles mineros. Y, como Andrés, era esencialmente médico. Era notable en sus diagnósticos. Pero cuando sus pacientes le hablaban no podía oírles palabra. Por supuesto que era muy experto en leer en los labios. No obstante, era tímido, pues incurría a menudo en errores risibles. Era doloroso mirar sus ansiosos ojos fijos, en una especie de escudriñamiento desesperado, sobre los labios en movimiento de la persona que le hablaba, Porque temía tanto cometer un grave error, no prescribía sino las dosis más pequeñas de cualquier droga. No tenía fortuna, pues su familia ya grande le había originado dificultades y gastos, y del mismo modo que su marchita mujer, se había convertido en un ser incapaz y extrañamente patético, que vivía receloso del doctor Llewellyn y del Comité, temiendo que lo despidieran.
El otro ayudante, el doctor Oxborrow, era un carácter muy distinto del pobre Medley, y Andrés no sentía el mismo aprecio por él. Era un hombronazo fofo, de dedos regordetes y muy alegre. Andrés pensaba a menudo que con más sangre en las venas hubiera podido ser un admirable "bookmaker". Pero tal como era Oxborrow, se dirigía los sábados por la tarde, acompañado por su mujer, que tocaba el armonio portátil, al pueblo vecino de Fernley -los convencionalismos le impedían hacerla en Aberalaw-, y allí, en el mercado, instalaba su pequeña tribuna alfombrada y celebraba una reunión religiosa al aire libre, Oxborrow era evangelista. A fuer de idealista, creyente en una fuerza suprema vivificadora de la existencia, Andrés pudiera haber admirado su fervor. Pero Oxborrow, ¡ay!, era desagradablemente emotivo. Lloraba inesperadamente y oraba en forma aún más desconcertante. En presencia, una vez, de un parto difícil que superaba su habilidad, se puso súbitamente de rodillas al lado del lecho e imploró gimiendo un milagro divino en favor de la pobre mujer. Urquhart, que aborrecía a Oxborrow, le refirió el incidente a Andrés. pues había sido él quien, acudiendo, se había trepado al lecho con zapatos y socorrido con éxito a la paciente ayudado del fórceps.
Mientras más consideraba Andrés la situación de los ayudantes, sus colegas y el sistema bajo el cual trabajaban, más deseaba asociarlos.
No había unidad alguna entre ellos, ningún sentido de cooperación, y poca camaradería. Estaban sencillamente allí, uno contra otro, en la competencia ordinaria que existe en el ejercicio de la profesión en todo el país, procurando cada cual conseguir para sí todos los pacientes que pudiera. La suspicacia y la antipatía eran a menudo el resultado. Andrés había presenciado que Urquhart, por ejemplo, una vez, habiéndole llevado a este último su tarjeta uno de los pacientes de Oxborrow, tomó el frasco de medicina a medio usar de las manos del enfermo allí en el mismo consultorio, lo destapó, lo olfateó con desprecio Y exclamó: "¡De modo que esto es lo que le había estado dando Oxborrow! ¡Echelo a la basura! ¡Lo ha estado envenenando lentamente!" .
Entretanto, frente a estas desavenencias, el doctor Llewellyn tomaba tranquilamente su parte del cheque de pago de cada ayudante.
Andrés ardía, ansiaba crear una situación diferente, instituir una comprensión nueva y mejor, que permitiera a los ayudantes mantenerse unidos, sin subvencionar a Llewellyn. Pero sus propias dificultades, el sentimiento de su mismo carácter de recién llegado y sobre todo, los yerros cometidos al comienzo en su propio distrito, lo hacían ser cauto. Hasta taparse con Con Boland no se decidió a acometer el gran intento.