Y ahora, comprendiendo que su trabajo allí debía terminar dentro de un mes, comenzó inmediatamente a buscar otro puesto, recorriendo las últimas páginas del "Lancet", solicitando cualquier cosa que pareciera conveniente. Había numerosos avisos en la columna "se necesitan ayudantes". El adjuntaba en sus esmeradas solicitudes copias de sus testimonios y aun, como se solicitaba con frecuencia, fotografías de sí mismo. Pero al final de la primera semana y de nuevo al terminar h segunda, no había recibido ni una sola respuesta a sus requerimientos. Estaba desilusionado y consternado. Entonces Denny le dió la explicación en una frase concisa:
–Usted ha estado en Drineffy.
Entonces comprendió Andrés, con desalentadora angustia, que el hecho de haber ejercido la profesión en esta remota ciudad minera de Gales, lo condenaba. Nadie quería ayudantes de "los valles"; tenían mala reputación. Como transcurrieran quince días del plazo, Andrés comenzó realmente a inquietarse. ¿Qué diablos haría? Debía todavía más de cincuenta libras a la Dotación Glen. Por supuesto que le permitirían suspender sus pagos. Pero, fuera de esto, ¿cómo iba a vivir, si no podía encontrar otro trabajo? Tenía dos o tres libras en dinero contante, nada más. No tenía equipo, ni reservas. Ni siquiera se había comprado un nuevo traje desde su llegada a Drineffy, y sus ro pas actuales va estaban bastante usadas cuando llegó. Tenia momentos de verdadero terror cuando se veía hundirse en el desamparo.
Rodeado de dificultades e incertidumbre, sentía ansias de ver a Cristina. Las cartas no servían de nada; él no tenía talento para expresarse por escrito; y cualquier cosa que pudiera redactar, produciría indudablemente. una impresión equivocada. Con todo, ella no regresaría a Drineffy hasta la primera semana de setiembre. Miraba el calendario con ojos ávidos y aterrados, contando los días que faltaban. Doce todavía. Sintió, con creciente desaliento, que bien podían haber transcurrido, dada la expectativa que le ofrecían.
La tarde del 30 de agosto, tres semanas después de que hubo dado su notificación a la señorita Page y había comenzado, por la dura necesidad, a alimentar la idea de procurarse un puesto de boticario, caminaba abatido por la calle Chapel, cuando encontró a Denny. En estas últimas semanas se habían mantenido en términos de amable y estirado formalismo. y Andrés quedó sorprendido cuando el otro le detuvo.
Golpeando su pipa en el tacón de su zapato, Felipe la examinó como si le absorbiera toda su atención.
–Siento que se vaya, Manson. Su permanencia aquí ha creado una gran diferencia. – Vaciló- He oído decir esta tarde que la Sociedad de Auxilio Médico de Aberalaw busca un nuevo ayudante.
Aberalaw… está precisamente a treinta millas a través de los valles.
Tal como andan las cosas, es una Sociedad muy decente. Creo que el doctor jefe, LlewelIyn, es un hombre eficaz. y como es una ciudad de valle, no pueden poner inconveniente u un hombre de valle. ¿Por qué no intenta?
Andrés lo miraba dudando. Sus esperanzas habían ascendido tan alto últimamente para caer tan bajo, que había perdido toda fe en su capacidad para el éxito.
–Bien, sí -asintió lentamente- Si tal es la situación, puedo intentar.
Unos pocos minutos después, marchaba a casa, bajo la densa lluvia que ahora caía, para solicitar el puesto.
El 6 de setiembre tuvo lugar una reunión en pleno de la Comisión de la Sociedad de Socorro Médico de Aberalaw, con el fin de elegir sucesor al doctor Leslie, que había renunciado recientemente para hacerse cargo de un puesto en una plantación malaya de caucho.
Siete candidatos habían solicitado el puesto, y todos se les había pedido que esperaran.
Era una hermosa tarde de verano, cerca de las cuatro, según el reloj grande de los almacenes de la Cooperativa. Paseándose por la vereda pavimentada de las Oficinas del Socorro Médico en la plaza de Aberalaw, Andrés esperaba nerviosamente el primer golpe de la hora, lanzando inquietas miradas a los otros seis candidatos. Ahora que sus presentimientos habían resultado errados y él estaba aquí, realmente tomado en cuenta para el cargo, anhelaba triunfar con todo su corazón.
Por lo que había visto, le gustaba Aberalaw. Descansando en el extremo del valle Gethly, el pueblo estaba menos en el valle que en la cumbre. Alto, sano, mucho más grande que Drineffy -cerca de 20.000 habitantes era su cálculo- con buenas calles y tiendas, dos cinematógrafos y una impresión de extensión, dada por los campos verdes de sus alrededores. Aberalaw le pareció a Andrés, después de los abrasados confines de la hondonada de Penelly, todo un paraíso.
"Pero nunca lo conseguiré", pensaba, irritado, mientras se paseaba, "nunca, nunca, nunca." No, no podía ser tan afortunado.
Todos los demás candidatos parecían tener mucha más opción que él, se veían más expansivos, más confiados. El doctor Edwards, especialmente, irradiaba optimismo. Andrés sintió que aborrecía a Edwards, hombre de edad mediana, vigoroso, rozagante, que había manifestado espontáneamente en la conversación general de hacía un momento en la puerta de la oficina, que él acababa de vender su propio estudio más abajo del valle para "solicitar" este puesto.
"Maldito", se decía Andrés, para sus adentros; "él no habría renunciado a una situación segura si no hubiera estado cierto de la presente."
Iba y venía, para allá y para acá, la cabeza gacha, las manos en los bolsillos. ¿Qué pensaría Cristina de él, si fracasaba? Regresaba ese día o el siguiente a Drineffy… En su carta no se mostraba completamente segura. La escuela de la calle del Banco se abría el próximo lunes. Aunque él no le había escrito ni una sílaba sobre su candidatura a este cargo, el fracaso significaría salir al encuentro de ella abatido, o, lo que sería peor, con una alegría ficticia, en el mismo instante en que él deseaba, por sobre todo en el mundo, reconciliarse con ella, merecer su sonrisa tranquila, íntima, estimulante.
Al fin, las cuatro. Al volverse hacia la entrada, un hermoso automóvil cerrado llegó silenciosamente a la plaza y se detuvo en las Oficinas. Del asiento trasero emergió un hombre bajo y vestido con pulcritud, que sonrió a los candidatos viva y afablemente, pero con una especie de seguridad despreocupada. Antes de subir los peldaños reconoció a Edwards, y lo saludó algo distraídamente. – ¿Cómo está, Edwards? – y luego, aparte- Todo andará bien, supongo.
–Gracias, gracias, doctor Llewellyn -murmuró Edwards con profunda deferencia.
–Todo concluído – se dijo amargamente, para sí, Andrés. La sala de espera en los altos era pequeña, desmantelada, de olor penetrante, y ocupaba el extremo de un corto corredor que conducía a la sala de reunión del Comité. Andrés fué el tercero que entró en la amplia sala.
Lo hizo con nerviosa obstinación. Si el puesto ya estaba prometido, no se iba a humillar por él. Ocupó el asiento que le ofrecían, con expresión de indiferencia.
Llenaban la habitación como treinta mineros que, sentados y fumando, lo miraban con una curiosidad descortés, pero no exenta de amabilidad. En una pequeña mesa lateral había un hombre pálido y reposado, con rostro despierto e inteligente, que, por ciertas cicatrices, parecía haber sido minero. Era Owen, el secretario. Repantigado al borde de la mesa, sonriendo bondadosamente a Andrés, estaba el doctor Llewellyn.
Comenzó la entrevista. Con voz tranquila, Owen explicó las condiciones del puesto:
–Es, como lo va a escuchar, doctor. Dentro de nuestro sistema, los trabajadores de Aberalaw: aquí hay dos minas de antracita, una de carbón y un establecimiento de elaboración de acero, pagan cierta cantidad semanal a la Sociedad con sus salarios. Con ello la Sociedad administra los servicios médicos necesarios, proporciona un pequeño hospital bien instalado, consultorios, drogas, etc. Además. la Sociedad contrata doctores; el doctor Llewellyn, médico y cirujano jefe, y cuatro ayudantes, junto con un cirujano dentista, y les paga un sueldo proporcional: tanto a cada uno, según el número de gentes inscriptas en su lista. Creo que el doctor Leslie sacaba como unas quinientas libras anuales cuando nos dejó. – Hizo una pausa- Todos lo estimamos como un buen sistema. – Hubo un murmullo de asentimiento por parte de los treinta hombres del Comité. Owen alzó la cabeza y los miró- Y ahora, señores, ¿tienen alguna pregunta que hacer?
Comenzaron a bombardear a Andrés con preguntas. Este trató de responder con calma, verídicamente, sin exageración. En un momento dado se detuvo. ¿Habla usted galés, doctor? – le preguntó un minero joven y obstinado, llamado Chenkin.
–No -dijo Andrés-. Yo fui educado en el gaélico.
–De poco le servirá aquí.
–Siempre lo he encontrado útil para jurar contra mis pacientes – dijo fríamente Andrés, mientras se producía hilaridad general, a costa de Chenkill.
Al fin terminó:
–Muchas gracias, doctor Manson -le dijo Owen. Y Andrés estuvo de nuevo afuera, en la pequeña y desagradable sala de espera, sintiendo como si hubiera sido juguete de olas embravecidas, mirando entrar a los demás candidatos.
Edwards, el último de los llamados, estuvo adentro mucho, mucho tiempo. Salió sonriente, expresando claramente con su mirada: "Lo siento por ustedes, camaradas. El puesto es mío".
Luego, una espera interminable. Pero al fin se abrió la puerta de la sala de reunión, y desde las profundidades densas de humo de cigarro salió el secretario Owen con un papel en la mano. Después de recorrerlos a todos, sus ojos se fijaron por fin sobre Andrés en forma muy amistosa. – ¿Querría entrar un minuto, doctor Manson? El Comité desearía verlo otra vez.
Con los labios descoloridos, saltándosele el corazón, Andrés siguió al secretario a la pieza del consejo. No podía ser, no, no podía ser que se interesaran por él.
De nuevo en la silla del interrogatorio, vió que se le dirigían sonrisas e inclinaciones de cabeza estimuladoras. El doctor Llewellyn, sin embargo, no lo miraba. Owen, el secretario, comenzó:
–Doctor Manson, podemos ser francos con usted. El Comité abriga alguna duda. De hecho, por consejo del doctor Llewellyn, se inclina -fuertemente en favor de otro candidato que posee una considerable práctica en el valle Gethly.
–Es demasiado gordo ese Edwards -interrumpió un miembro canoso, del fondo- Me gustaría verlo trepar a las casas de la eblina Mardy.
Andrés estaba demasiado nervioso para reír. Sin aliento esperaba las palabras de Owen.
–Pero hoy -prosiguió el secretario-, debo decir que el Comité ha sido muy bien impresionado por usted. El Comité, como lo expresó poéticamente hace un minuto Tomás Kettles, necesita hombres jóvenes y activos.
Risas, con exclamaciones de: "¡Bravo, bravo! ¡Muy bíen viejo Tomás!" -Más aún, doctor Manson -continuó Owen-. El Comité ha tenido muy en cuenta dos recomendaciones, puedo decir recomendaciones no gestionadas por usted, lo cual les confiere mayor valor a nuestros ojos, llegadas esta mañana por correo. Pertenecen a dos médicos de su mismo pueblo, es decir, de Drineffy. Una de ellas procede del doctor Denny, que posee el título M.S., alta distinción, según reconoce el doctor Llewellyn, que tiene razones para saberlo. La otra, incluida en la del doctor Denny, la firma el doctor Page, a cuyo lado actúa usted como ayudante, según tengo entendido. Bien, doctor Manson. El Comité tiene cierta experiencia en materia de recomendaciones y certificados, y estas dos hablan de usted en términos que han impresionado muy favorablemente a sus integrantes.
Andrés se mordió el labio y bajó la mirada, midiendo por primera vez en toda su importancia esa acción generosa de Denny.
–Pero hay una dificultad, doctor Manson. – Owen se detuvo, moviendo nerviosamente la regla sobre el escritorio- El Comité está unánimemente inclinado a su favor, pero este cargo, con sus… responsabilidades… es para un hombre casado. Debe saber que, además de la preferencia de los hombres en el sentido de que un médico casado atienda a su familia, hay una casa, Vale View, una buena casa, anexa al cargo. No sería… no sería muy apropiada para un hombre soltero.
Silencio pesado. Andrés suspiró profundamente y su pensamiento, como un brillante rayo de luz blanca, se proyectó sobre la imagen de Cristina. Todos, incluso el doctor Llewellyn, lo miraron aguardando su respuesta. Habló sin pensarlo, con absoluta independencia de su voluntad. Escuchóse a sí mismo, declarando serenamente:
–Muy bien; señores, estoy comprometido en Drineffy. Precisamente he estado… he estado esperando un puesto conveniente… como éste… para casarme.
Owen soltó la regla, satisfecho. Hubo una aprobación significada por un golpeteo de zapatos pesados. Y el incontenible Keitles exclamó:
–Muy bien, joven. Aberalaw es un sitio extraordinariamente bueno para una luna de miel.
–Supongo que están conformes, caballeros -se impuso por sobre el ruido la voz de Owen-. El doctor Manson queda nombrado por unanimidad.
Hubo un fuerte rumor de aprobación. Andrés experimentó una inmensa emoción de triunfo. – ¿Cuándo puede hacerse cargo de su trabajo, doctor Manson?
Cuanto antes, mejor, por lo que toca al Comité.
–Podría comenzar a principios de la semana próxima respondió Manson. Luego se heló al pensar: "¿Y si Cristina no me acepta? ¿Y si la pierdo, juntamente con esta maravillosa ocupación?" -Acordado entonces, doctor Manson. Gracias. Tengo la seguridad de que el Comité le desea, y también a la futura señora Manson, todo éxito en su nueva ocupación.
Aplausos. Todos lo felicitaron ahora, los miembros, Llewel1yn y, con un cordial apretón de manos, Owen. Luego se encontró afuera, en la sala de espera, procurando no delatar su satisfacción, procurando no darse por notificado del rostro incrédulo y consternado de Edwards.
Pero era inútil, enteramente inútil. Mientras iba de la plaza a la estación, el corazón se le dilataba con su jubiloso triunfo. Su andar era rápido y elástico. Al descender la colina vió a su derecha un parquecito público con una fuente y un tabladillo de músicos. ¡Un tabladillo de músicos!, cuando la única prominencia, el único relieve del paisaje de Drineffy era un montón de escoria! ¡Y ese cinema más allá, esas hermosas y grandes tiendas, el excelente y duro camino -no una senda rocosa de montaña- bajo sus pies! ¿Y no había dicho algo Owen de un hospital pequeño y hermoso? jAh! Al pensar en lo que significaría para su trabajo el hospital, Andrés exhaló un profundo suspiro. Se precipitó en el compartimiento vacío del tren a Cardiff. Y mientras se aproximaba a ese lugar, no cabía en sí de felicidad.