Tal vez, tuvo suerte en éste su primer combate. A medir. que se aproximaba el fin del mes, todos sus enfermos de tifus se iban mejorando y parecía que él había localizado la epidemia. Cuando pensaba en sus precauciones, tan rígidamente aplicadas -el hervir el agua, la desinfección y el aislamiento, las sábanas impregnadas de fenol en todas las puertas, las libras de cloruro de cal que había hecho comprar a cuenta del doctor Page y que él mismo había echado a los desagües de la calle Glydar-, exclamaba entusiasmado: "Está dando resultado. No lo merezco Pero Por Dios! Yo lo estoy haciendo!" Hallaba un placer secreto y maligno en el hecho de que sus enfermos estaban mejorando antes que los de Denny..
Este todavía lo desconcertaba, lo exasperaba. Naturalmente se veían a menudo, debido a la proximidad de sus enfermos. Agradaba a Denny desplegar toda la fuerza de su ironía en la obra que estaban realizando. Se refería a Manson y a sí mismo como si estuvieran "batallando inflexiblemente con la epidemia", y paladeaba la frase clisé con una fruición vengativa. Pero con toda su sátira, con sus mofas de "no lo olvide, doctor, estamos defendiendo el honor de una profesión verdaderamente gloriosa", visitaba asiduamente a sus enfermos, se sentaba en sus camas, colocaba sus manos sobre ellos, pasaba horas en sus habitaciones.
A veces Andrés llegaba casi a quererlo por un instante de tímida y orgullosa sencillez, pero luego todo se malograba por una palabra áspera y burlona. El ofendido y desilusionado Andrés acudió un día a la Guia Médica en busca de informes. Era un ejemplar de hacía cinco años existente en los estantes del doctor Page, pero que contenía unos datos sorprendentes.
Presentaba a Felipe Denny como un distinguido estudiante de Cambridge y Guy, un M.S. de Inglaterra, que por esa época practicaba en un cargo honorario en la ciudad ducal de Leeborough.
El 10 de noviembre recibió un llamado telefónico inesperado de Denny.
–Manson, me gustaría verlo. ¿Puede venir acá a las tres? Es importante.
–Muy bien, estaré allá.
Andrés se fué a almorzar pensativo. Mientras comía el pastel que constituía su porción, sentía los ojos de Blodwen page fijos en él con una mirada escrutadora.. – ¿Quién llamó por teléfono? ¿Era Denny, eh? Usted no debe meterse con ese mozu. No sirve para nada.
El la miró fríamente.
–Al contrario, me ha sido muy útil.
–Haga lo que quiera, doctor! – La señorita Page parecía fuera de sí por la respuesta-o Es un extravagante. La mayoría de las veces no da remedio alguno. Mire, cuando Megan Rhys Morgan, que toda su vida ha necesitado remedios, fué a verlo, le dijo que subiera dos millas cerro arriba cada día y que dejara de tomar porquerías. Fueron éstas sus propias palabras. Ella nos vino a ver en seguida, se lo puedo decir, y desde entonces Jenkins le ha administrado frascos y frascos de magníficos remedios. Ah, es un demonio insolente! Según se dice, ha conseguida casarse en alguna parte. Viven separados. Mire! Casi siempre está ebrio. Déjelo solo, doctor y recuerde que está trabajando para el doctor Page.
Mientras ella le lanzaba a la cabeza la consabida orden, Andrés sintió que lo abrasaba una oleada de cólera. Hacía lo más que podía para agradarla y, sin embargo, parecía que sus exigencias no tenían límite. Su actitud. que oscilaba entre la dureza y la jovialidad, parecía siempre calculada para aprovecharse de é1 hasta el máximo. Andrés experimentó una súbita e irracional 1ndignación. El pago de su primer mes ya se hallaba atrasado en. tres días, tal vez por inadvertencia de ella, pero eso lo había preocupado y molestado considerablemente. Al verla allí, audaz y segura de sí misma, convertida en juez de Denny, se le agotó la. paciencia, Y dijo con súbita vehemencia:
–Es probable que recordara que trabajo para el doctor Page si tuviera mi sueldo del mes, señorita.
Ella enrojeció tan indignada que él tuvo la certeza de que había olvidado por completo el asunto. Luego irguió la cabeza:
–Lo tendrá! i Qué ocurrencia! Durante el resto de la comida se mantuvo altanera, sin mirarlo, como si él la hubiera insultado. Y en realidad Andrés sentía un fastidio semejante contra sí mismo. Había hablado sin pensarlo, sin el propósito de herirla. Comprendía que su impetuoso temperamento lo había colocado en una falsa posición.
Al terminar la comida no pudo menos de reflexionar en sus relaciones con la hermana del doctor Page. La verdad era que en cuanto llegó a Bryngower había sentido que no simpatizaban. Quizá la culpa fuese suya -la comprensión de esto le puso más malhumorado y triste que nunca- pues sabía que su carácter era inflexible y difícil.
Sin duda Blodwen Page era una mujer estimable, una buena y ahorrativa ama de casa, que no desperdiciaba un minuto de tiempo. Tenía muchos amigos en Drineffy y todos hablaban bien de ella. Y, en fin de cuentas, la generosa devoción a su hermano, la instintiva lealtad respecto de sus intereses hacían de ella un verdadero modelo.
No obstante, para Andrés ella siempre era una solterona estéril, enjuta y seca, cuya sonrisa jamás podría convencerle completamente de que tuviese una cordialidad real. Si fuera casada, si estuviera rodeada por una bandada de chiquillos retozones, le habría resultado más agradable.
Luego de la comida se levantó y, momentos más tarde, lo llamaba a la salita. Su tono era de dignidad, incluso austero.
–Aquí tiene usted su dinero, doctor. He comprobado que mis ayudantes prefieren el pago en efectivo. Siéntese, lo contaré delante suyo.
Se sentó en el sillón de felpa verde y, junto a su cartera, colocó en la falda una cierta cantidad de billetes. Tomando los billetes, comenzó a ponerlos en manos de Manson, contándolos meticulosamente. Uno, dos, tres, cuatro… Luego de contar veinte. abrió la cartera y, con idéntica exactitud, contó dieciséis chelines y ocho peniques. Luego subrayó:
–Creo que es lo exacto, doctor, lo correspondiente Habíamos establecido una remuneración anual de cincuenta libras.
–Absolutamente exacto – contestó embarazosamente.
Ella lo miró con indiferencia.
–De modo que ahora sabe usted que no me propongo engañarlo, doctor.
Andrés salió de la habitación ardiendo de indignación. El reproche lo hería tanto más cuanto que lo sabia justificado.
Cuando llegó al correo, compró un sobre certificado y expidió las veinte libras a la Dotación Glen, conservando para sí las monedas; advirtió que el doctor Bramwell se aproximaba y su expresión se encendió más aún.
Bramwell se acercó lentamente, con sus grandes pies, aplanando majestuosamente el pavimento, erguida su desaliñada figura, con los albas y descuidados cabellos flotándole sobre el cuello manchado, los ojos fijos sobre el libro que mantenía a prudente distancia. Cuando alcanzó a Andrés, al que había divisado a media cuadra de distancia, afectó un reconocimiento teatral.
–Ah, Manson, hijo mío! Estaba tan abstraído que casi no lo veo.
Andrés sonrió. Ya estaba en relaciones amistosas con el doctor Bramwell, quien, a la inversa del. doctor Nicholls, el otro doctor de la lista, le había dispensado una cordial acogida a su llegada. La clientela de Bramwell no era extensa y no le permitía el lujo de un ayudante; mas tenía buenas costumbres y algunas actitudes dignas de un gran médico.
Cerró su libro, señalando prolijamente el sitio con un sucio dedo índice, y luego se metió pintorescamente su mano libre en el pecho, dentro de su descolorida chaqueta. Era tan artificioso que apenas parecía real. Pero ahí estaba, en la calle principal de Drineffy. No era extraño que Denny lo hubiera llamado el rey de las enfermedades pulmonares. _¿Y qué le parece nuestra pequeña sociedad, querido amigo? Como se lo dije cuando nos visitó a mi mujer y a mí en El Retiro, no es tan mala como parecería a primera vista. Tenemos nuestro talento, nuestra cultura.
Mi querida mujer y yo hacemos lo posible por fomentarla. Mantenemos la antorcha, Manson, aun en el desierto. Usted nos debe visitar una noche. ¿canta usted?
Andrés sintió un miedo terrible de tener que reírse. Bramwell proseguía con unción:
–Por supuesto que todos hemos oído hablar de su obra en los casos de tifus. Drineffy está orgulloso de usted, amiguito. Sólo hubiera deseado que la -oportunidad se me hubiera presentado a mí. Si hay alguna emergencia en que yo pueda serie útil, llámeme.
Un sentimiento de remordimiento (¿quién era él para divertirse con un hombre de más edad?), impulsó a Andrés á responder:
–Magnífico, doctor Bramwell! Tengo una mediastinitis secundaria realmente interesante en uno de mis casos, muy rara. Usted podría verla conmigo si dispone de tiempo. – ¿Sí? – preguntó Bramwell con un ligero enfriamiento en su entusiasmo-. No deseo molestarlo.
–Está precisamente a la vuelta de la esquina -dijo Andrés apresuradamente- Y dispongo de media hora antes 4e encontrarme con el doctor Denny. Estaremos allá en un segundo.
Bramwell dudaba, reflexionó un minuto como si pudiera rehusar y luego hizo un gesto resignado de asentimiento. Bajaron hasta la calle Glydar y entraron a ver al enfermo.
Como lo había anunciado Manson, el caso era de extraordinario interés, pues envolvía un raro ejemplo de persistencia de la glándula timo.
Estaba realmente orgulloso de haberlo diagnosticado y experimentaba un cálido sentimiento de ardor comunicativo mientras invitaba a Bramwell a compartir la emoción de su descubrimiento.
Pero a pesar de sus protestas el doctor Bramwell no parecía atraído por la oportunidad. Siguió a Andrés a la pieza lentamente, respirando por la nariz, y de una manera medio afeminada se aproximó al lecho. Aquí se detuvo y en un plano seguro realizó una precipitada investigación. No estaba dispuesto a quedarse. Sólo cuando abandonaron la casa y él hubo inhalado una larga bocanada de aire fresco, recuperó su elocuencia normal. Miró vivamente a Andrés.
–Me alegro de haber visto con usted su caso, hijo mío, en primer lugar porque entiendo que forma parte de la vocación del médico el no retroceder jamás ante el peligro de la infección, y en segundo lugar, porque me regocija la posibilidad del progreso científico. Créalo o no, es éste el mejor caso que he visto jamás de inflamación del páncreas!
Le dió un apretón de manos y se fué rápidamente, dejando a Andrés enteramente estupefacto. "El páncreas!", pensaba Andrés, confundido. No era un mero desliz verbal el que había hecho cometer a Bramwell ese craso error. Toda su conducta en el caso revelaba su ignorancia. Sencillamente no sabía. Andrés se pasó la mano por la frente. Pensar que un calificado clínico, en cuyas manos estaban las vidas de cientos de seres humanos, no conocía la diferencia entre el páncreas y el timo, cuando uno se halla en el vientre y el otro en el pecho! iVaya, no era poco motivo para desplomarse!
Caminó lentamente calle arriba hacia la casa de Denny, dándose cuenta una vez más de cómo toda su ordenada concepción del ejercicio de la medicina vacilaba en torno suyo. El se sabía inexperto, inadecuadamente preparado, muy capaz de cometer errores por su inexperiencia. Pero BramwcU tenía experiencia y por esto mismo su ignorancia era inexcusable.
Inconscientemente los pensamientos de Andrés volvieron a Denny, que nunca cejaba en sus burlas contra esa profesión a la que ellos pertenecían.
Al principio Dimny lo había exasperado enormemente con su enfadosa afirmación de que en toda Gran Bretaña había miles de médicos incapaces que no se destacaban sino por su absoluta estupidez y cierta aptitud adquirida de engañar a sus pacientes. Ahora comenzaba a preguntarse seriamente si no había algo de verdad en lo que decía Denny. Resolvió reabrir la cuestión esa misma tarde.
Pero cuando entró al cuarto de Denny, vió al momento que la ocasión no era indicada para la discusión académica. Felipe lo recibió con un malhumorado silencio, mirada sombría y frente ceñuda. Al cabo de un momento manifestó:
–El pequeño Jones murió esta mañana a las siete. Perforación. – Hablaba tranquilamente, con una furia fría y sosegada- y ahora tengo dos nuevos casos de tifus en Ystrad Row.
Andrés bajó los ojos, como acongojado, pero sin saber casi qué decir.
–No finja -continuó Denny amargamente- A usted le es grato ver que mis enfermos van mal, y los suyos mejoran. Pero no será tan hermoso cuando esa maldita alcantarilla le infecte su camino.
–No, no! Lo siento sinceramente -dijo Andrés con vehemencia.Tendremos que hacer algo al respecto. Debemos escribir al ministro de Salubridad.
–Ya podríamos escribir una docena de cartas -respondió Felipe conteniendo su impaciencia-, y todo lo que obtendríamos sería que nos enviaran un funcionario parásito dentro de seis meses. No! Lo he pensado bien. Sólo hay una manera de hacer que le construyan una nueva alcantarilla. – ¿ Cuál?
–Hacer volar la vieja!.
Durante un segundo Andrés dudó de si Denny había perdido el juicio.
Después comprendió algo de la dura intención del otro. Lo miró consternado. Hiciera lo que hiciera para reconstruir sus ideas vacilantes, Denny parecía condenado a demolerlas. Murmuró:
–Habrá un gran revuelo… si se descubre.
Denny alzó la mirada arrogantemente.
–Usted no está obligado a acompañarme, si no desea.
–Oh!, estoy con usted -respondió pausadamente Andrés. – Pero sólo Dios sabe porqué.
Toda esa tarde Andrés se sintió de mal humor durante su trabajo, deplorando la promesa que hiciera. Ese Denny era un loco que, tarde o temprano, lo envolvería en algún asunto grave. Lo que ahora proponía era algo terrible, una infracción legal que, de ser descubierta, los llevaría ante un tribunal, y aun pudiera ser causa de que los borraran del registro médico.
Un estremecimiento de puro horror pasó por Andrés al pensar en su hermosa carrera, que se dilataba tan brillantemente delante de él, truncada de pronto, arruinada. Maldijo violentamente a Felipe, juró una docena de veces para sus adentros que no lo acompañaría.
Sin embargo, por alguna razón extraña y compleja, no retrocedería, no podía retroceder.
Esa noche a las once, Denny y él salieron juntos en compañía del mestizo Hawkins en dirección al extremo de la calle Chape!. Estaba muy oscuro, había un viento borrascoso y una llovizna que les azotaba la cara en las bocacalles. Denny había hecho su plan, ajustándolo a tiempos precisos.
Hacía una hora que había entrado en la mina la última tanda de obreros.
Unos pocos muchachos estaban junto a la casa del viejo Tomás, al extremo de la calle, mas, por otro lado, ésta se hallaba desierta.
Los dos hombres y el perro avanzaban tranquilamente. En el bolsillo de su pesado abrigo, Denny llevaba seis cartuchos de dinamita que Tom Seager, el hijo de su patrona, había robado especialmente para él en la cantera, esa tarde. Andrés llevaba seis latas de cocoa, todas con la tapa agujereada, una linterna eléctrica y un trozo de mecha. Deslizándose con el cuerpo inclinado, con las solapas del saco levantadas, mirando medrosamente por encima del hombro, la mente convertida en un torbellino de encontradas emociones, daba sólo las respuestas más lacónicas a las breves observaciones de Denny. Meditaba tétricamente en lo que pensaría de él Lamplough, circunspecto profesor de medicina ortodoxa, al saberlo envuelto en esta delictuosa aventura nocturna.
Al atravesar la calle Glydar llegaron a la entrada principal de la alcantarilla, una tapa de hierro herrumbroso incrustada en frágil concreto, y allí pusieron manos a la obra. La gangrenosa cubierta no había sido tocada durante años, pero al cabo de algunos esfuerzos, la levantaron. Entonces Andrés dirigió discretamente la linterna a las profundidades mal olientes, por cuya ruinosa construcción de piedra un torrente de agua sucia se deslizaba viscosamente. – ¿Hermoso, no? – murmuró Denny-. Eche una mirada a las grietas en aquel punto. Dé una última mirada, Manson.
No se dijo más. Inexplicablemente, las disposiciones de Andrés habían cambiado y sentía ahora un salvaje impulso, una resolución igual a la del mismo Denny. La gente se estaba muriendo a causa de esta pestífera abominación, y la administración no había hecho nada. No era el momento de las actitudes clínicas ni del inofensivo frasco de remedio.
Rápidamente comenzaron a operar con los tarritos de cocoa, metiendo en cada uno un cartucho de dinamita. Cortaron y ataron mechas de longitudes apropiadas. Un fósforo brilló en la oscuridad, iluminando el rostro pálido y duro de Denny y sus temblorosas manos. Chisporroteó la primera mecha. Uno por uno fueron echados a flotar en la mansa corriente los tarros de cocoa, comenzando por los provistos de mechas más largas.
Andrés no podía ver claramente. El corazón le golpeaba excitado. Esto no era medicina ortodoxa, pero era el instante más hermoso que había conocido. En el momento en que era soltada la última lata con su corta mecha crepitante, se le metió en la cabeza a Hawkins cazar un ratón. Fueron instantes de angustiosa expectación, aquellos en que preocupados con los ladridos del perro y las espantosas posibilidades de una explosión bajo sus pies lo persiguieron y cazaron. En seguida colocaron nuevamente la tapa de la boca de la alcantarilla y corrieron como locos treinta yardas calle arriba.
Apenas habían negado a la esquina de la calle Radnor y detenídose a mirar en torno cuando, pam!, voló la primera lata.
–Por Dios! Está hecho, Denny! – exclamó Andrés regocijado.
Experimentaba un sentimiento de camaradería con el otro, necesitaba tomarlo efusivamente de la. mano, gritar estentóreamente.
Luego, hermosamente, se produjeron las explosiones subterráneas, dos, tres, cuatro, cinco, y finalmente, una detonación gloriosa que debió haber ocurrido a lo menos un cuarto de milla valle abajo.
–Ahí tiene! – dijo Denny con voz apagada, como si toda la secreta amargura de su vida se le escapara en esa sola palabra- Ese es el fin de una porción de podredumbre.
Apenas había hablado, cuando se produjo la conmoción. Se abrieron puertas y ventanas, iluminando la oscura calle. La gente salía corriendo de sus casas. En un minuto la calle se vió repleta. Al principio circuló el rumor de que se trataba de una explosión en la mina. Pero esto fué desmentido luego, pues los estampidos provenían de la parte baja del valle. Se formulaban argumentos y raciocinios en voz alta. Una partida de hombres salió a explorar con linternas. El barullo y la confusión ensordecían la noche. A favor de la oscuridad y del ruido, Denny y Manson se escabulleron en dirección a sus casas por calles apartada. Andrés se sentía triunfante.
A la mañana siguiente, antes de las ocho, llegaba al sitio del suceso, en un automóvil, el doctor Griffiths, gordo, con su cara de ternero pálida por el pánico, después de haber sido sacado con grandes juramentos suyos de su tibio lecho por el consejero Glyn Morgan. Griffiths podía negarse a los llamados de los doctores locales, pero le era imposible resistir al áspero mandato de Glyn Morgan. Y, a la verdad, Glyn Morgan tenía motivo de estar iracundo. La nueva villa del consejero, media milla valle abajo, había amanecido casi cercada por un foso de inmundicia más que medioeval.
Durante media hora el consejero, sostenido por sus partidarios, Hamar Davies y Deawn Roberts, le manifestó al funcionario médico, con palabras que muchos pudieron oír, exactamente lo que pensaban de él.
Después de ello, enjugándose la frente, Griffiths se dirigió vacilante hacia Denny que, con Manson, estaba en medio de la curiosa y edificante multitud. Andrés experimentó un súbito desasosiego al aproximarse el funcionario de salubridad. Una noche de inquietud habíale amenguado su entusiasmo. A la fría luz de la mañana, avergonzado por la desolación del despedazado camino, se sintió de nuevo molesto, nerviosamente perturbado.
Pero Griffiths no estaba en condiciones de sospechar.
–Hombre, hombre -le dijo vibrantemente a Felipe, tendremos que conseguir al momento la nueva alcantari11a.
El rostro de Denny continuó inexpresivo.
–Se lo advertí a usted hace meses -dijo fríamente- ¿No lo recuerda? ¿No lo recuerda?
–Sí, sí, en verdad. Pero, ¿cómo adivinar que la mísera alcantarilla iba a terminar en esta forma? Es un misterio para mí cómo ha ocurrido esto.
Denny lo miró fríamente.. – ¿Dónde está su conocimiento de la salubridad pública, doctor? ¿No sabe usted que estos gases de las cloacas son en alto grado inflamables?
La construcción de la nueva alcantarilla fué iniciada el lunes siguiente.
V
Era una hermosa tarde de marzo, tres meses después de lo narrado, La promesa de la primavera perfumaba la blanda brisa que soplaba de las montañas, donde vagas manchas verdes parecían desafiar a la fealdad dominante. Bajo el rasgado cielo azul, aun Drineffy era hermoso.
Mientras iba a atender un llamado que acababa de recibir de la calle Riskin N 3, Andrés sentía rejuvenecer su corazón con el día, Poco a poco se aclimataba a esta extraña ciudad, primitiva y aislada, sepultada entre montañas, sin lugares de diversión, ni siquiera un cinematógrafo, nada, sino su hosca mina, sus canteras y sus fundiciones de mineral, sus filas de capillas y casas heladas, una comunidad extraña y silenciosamente cohibida.
Y las gentes eran también extrañas, Sin embargo, Andrés, que las veía tan ajenas a sí mísmo, no podía menos de sentir impulsos de afecto hacia ellas. A excepción de los comerciantes, los predicadores y unos cuantos profesionales, todos estaban empleados directamente en la Compañía. Al fin y al comienzo de cada turno las pacíficas calles despertaban súbitamente, resonando con pisadas de zapatos claveteados y animándose inesperadamente con un ejército de figuras en marcha. Zapatos, ropas, manos y caras de los trabajadores de la mina de hematites. Estaban cubiertos de un polvo rojo brillante. Los picapedreros usaban pieles de topos y almohadillas ligadas a las rodillas. Los pudeladores se daban importancia con sus pantalones de sarga azul.
Hablaban poco, y mucho de lo que decían era en el idioma galés, En su aislamiento tan reservado daban la impresión de ser una raza aparte. Sin embargo, eran bondadosos, Sus diversiones eran sencillas, y corrientemente se los encontraba en sus casas, en las capillas, en la reducida cancha de rugby, en la parte más alta del pueblo, Su pasión dominante era, tal vez, el amor a la música, no las melodías fáciles del momento, sino la música severa, clásica. No era, raro que Andrés, caminando de noche por las calles, oyera los sanes de un piano provenientes de uno de estos hogares pobres, una sonata de Beethoven o un preludio de Chopin, hermosamente tocados, flotando en el aire quieto y elevándose hasta más allá de las impenetrables montañas.
Su posición con relación al doctor Page le era ahora clara a Andrés.
Eduardo Page ya no volvería a ver a otro enfermo. Pero a los primeros no les agradaba "abandonar" a Page, que los había servido lealmente durante más de treinta años. Y la audaz Blowden, juntando el engaño y la lisonja con respecto a Watkins, el administrador de la mina, mediante quien eran pagadas las contribuciones médicas de los obreros, había logrado mantener a Page en la lista de la Compañía, y recibía en consecuencia una buena renta, de la que pagaba quizá una sexta parte a Andrés, que hacía todo el trabajo.
Andrés estaba profundamente apenado por el estado de Eduardo Page, alma buena y sencilla, que no había gozado mucho con su solitaria vida de soltero. Se había agotado literalmente, en el estricto cumplimiento del deber en esos ásperos valles. Ahora, acabado y postrado en el lecho, era un hombre sin interés. En realidad, Blowden y Page se tenían un cariño recíproco, que ella alimentaba ocultamente, a su modo, con intensidad. Page era su querido hermano. A veces, cuando Andrés se hallaba sentado junto al enfermo, Blodwen entraba en la habitación, aparentemente sonriendo, pero con un extraño sentimiento de celoso exclusivismo, y exclamaba:
–Eh! ¿De qué conversan ustedes?
Era imposible no sentir afecto por Eduardo Page, que sin duda poseía cualidades espirituales de sacrificio y abnegación. Allí estaba, desvalido e impotente en el lecho, consumido, sumiso a todos los cuidados de su hermana, agradeciéndole simplemente con una mirada, con una contracción de las cejas.
No tenía necesidad alguna de quedarse en Drineffy y ansiaba irse a un sitio más templado, más benigno. Una vez que Andrés le preguntó: "¿Qué desearía, señor?", él había suspirado: "Me gustaría salir de aquí, hijo mío.
He estado leyendo acerca de esa isla, Capri; van a hacer allí un santuario para los pájaros." En seguida, había recostado su cabeza sobre la almohada.
El anhelo que palpitaba en su voz era muy triste.
Nunca hablaba de la profesión salvo para confesar ocasionalmente con una voz gastada: "Me atrevo a decir que no sabía gran cosa. Sin embargo, hacía lo que podía." Pero pasaba horas tendido, absolutamente inmóvil, observando el alféizar de su ventana en que Anita colocaba cariñosamente, cada mañana, migas, desechos de tocino y coco rallado. Los domingos por la mañana, un anciano minero, Enoch Davies, entraba a visitarlo, muy tieso en su viejo traje negro descolorido y su pechera de celuloide. Ambos observaban los pájaros en silencio. En una ocasión Andrés encontró a Enoch que bajaba estrepitosamente la escalera excitado. "Buen Dios!", decía el viejo minero; "hemos tenido una mañana hermosa como pocas. Dos avecitas jugando como a él le gustaban en el alféizar durante casi una hora." Enoch era el único amigo de Page. Tenía gran influencia entre los mineros. Juraba firmemente que ni un solo hombre se borraría de la lista del doctor mientras él tuviera un soplo de vida. No sospechaba qué flaco servicio le hacía su lealtad al pobre Eduardo Page.
Otro visitante asiduo de la casa era el gerente del Banco de los Condados del Oeste, Aneurin Rees, un hombre alto y enjuto, calvo, de quien a primera vista Andrés desconfió. Rees era un vecino sumamente respetado, que por ningún motivo cruzaba jamás sus ojos con los de nadie. Venía a pasar unos cinco minutos de ceremonia con el doctor Page y luego se encerraba una hora seguida con su hermana. Estas entrevistas eran perfectamente morales. La cuestión discutida era el dinero. Andrés pensaba que Blowden tenía gran cantidad invertida a su nombre y que bajo la admirable dirección de Aneurin Rees ella incrementaba solapadamente sus haberes. Por este tiempo el dinero no significaba nada para Andrés.
Bastábale pagar puntualmente a la Dotación. Guardaba unos cuantos chelines en su bolsillo para cigarrillos. Fuera de eso tenía su trabajo.
Ahora apreciaba, más que nunca, cuánto significaba para él un trabajo clínico. El conocimiento existía como una conciencia intima y cálida, siempre presente; era como un fuego en el que no se reanimaba cuando se hallaba cansado, deprimido, perplejo. En realidad, últimamente habían surgido en su interior y se agitaban más fuertemente que antes perplejidades aún más extrañas. Como médico había comenzado a pensar por si mismo.
Tal vez, Denny, con su criterio radical y destructivo, era principalmente ni responsable de esto. El código de Denny era literalmente el polo opuesto de todo lo que se le había enseñado a Manson. Resumido y en un marco, pudiera haber colgado como un texto encima de su cama: "Yo no creo."
Orientado hacia los modelos por su escuela médica, Manson habia mirado el porvenir con la confianza de un sólido libro de texto. Había adquirido un conocimiento superficial de física, química y biología…, a lo menos había disecado y estudiado la lombriz:-.. Después se le habían enseñado dogmáticamente las doctrinas aceptadas. Conocía todas las enfermedades con sus síntomas clasificados y correspondientes remedios.
La gota, por ejemplo. Se cura con cólquico. Todavía podía ver al profesor Lamplough diciendo suavemente a su clase: "Vinum Colchici, señores, veinte o treinta dosis mínimas, específico absoluto en la gota." ¿Pero era cierto?.. He aquí la pregunta que ahora se hacía. Hacia un mes había ensayado el cólquico, llevando las cosas hasta el extremo, en un caso genuino de gota, un caso grave y doloroso. El resultado había sido un absoluto fracaso. ¿Y qué decir de la mitad, de las tres cuartas partes de los demás remedios de la farmacopea? Esta vez escuchó la voz del doctor Eliot, profesor de "Materia Médica". – "Y ahora, señores, pasamos al elemí…, una concreta exudación resinosa, la fuente botánica de algo indeterminado, pero que probablemente es el "Canarium commune", importado principalmente de Manila, empleado en forma de ungüento, uno por cinco, un admirable estimulante y desinfectante para lastimaduras e "issues" (1). Disparates! Sí, disparates en absoluto. Ahora lo sabía. ¿Había ensayado jamás Eliot el ungüento de elemí? Tenía la convicción de que no. Toda la información de ese erudito venía de un libro y ésta, a su vez, de otro libro y así sucesivamente, en línea directa acaso hasta la Edad 'Media. La palabra "issue", ahora enterrada, confirmaba esta idea.
Denny se había burlado de él aquella primera noche por preparar ingenuamente un frasco de medicina. Denny siempre se burlaba de los preparadores de medicinas, de los grandes 'bebedores" de medicinas. sostenía Denny que sólo media docena de drogas servían para algo, y el resto lo calificaba cínicamente de "basura". Tal idea de Denny era como para hacer perder el sueño, un pensamiento disolvente, cuyas consecuencias Andrés, todavía no podía captar sino vagamente.
En este punto de sus reflexiones llegó a la calle Riskin y entró en el número 3. Vió que el paciente era un niño pequeño, de nueve años, llamado Joey Howells, que mostraba un sarampión suave y propio de la estación. El caso no tenía importancia, pero dadas las circunstancias del hogar, muy pobre, anunciaba molestias a la madre de Joey. El propia Howells, trabajador diurno de las canteras había estado en cama tres meses con pleuresía sin derecho a compensación alguna, y ahora su esposa, mujer delicada, que acababa de atender a un inválido, además de su trabajo de limpiar la capilla Bethesda, se veía en la necesidad de atender a otro enfermo.
Al término de la visita, mientras Andrés conversaba con ella en la puerta de la casa, observóla con pena:
–Usted trabaja mucho. Es lástima que deba tener en casa a Idris, sin ir a la escuela -Idris era el hermano menor de Joey.
La señora Howells levantó rápidamente la cabeza. Era una mujercita resignada, de manos coloradas y brillantes coyunturas digitales, hinchadas por el trabajo.
–Pero la señorita Barlow dijo que no tenia para qué retirarlo.
A pesar de la conmiseración que le inspiraba el caso, Andrés sintió una sensación de enojo. – ¿Y quién es la señorita Barlow? – preguntó.
–Es la maestra en la escuela de la calle del Banco -dijo la cándida señora Howells-. Vino a visitarme esta mañana. Y viendo al situación difícil en que me hallaba, ha dispuesto que el pequeño Idris continúe sus clases.
Sólo Dios sabe qué habría hecho yo si también hubiera tenido que preocuparme de él.
Andrés experimentó un vehemente impulso de decirle que debla obedecer sus propias instrucciones y no las de una entrometida maestra de escuela. Sin embargo, comprendió que la señora Ilowells no era culpable.
Por el momento, no hizo comentarios, pero mientras regresaba por la calle Riskin su rostro mostraba acentuado disgusto. Le molestaba la intromisión especialmente en su trabajo, y odiaba sobre todo a las mujeres intrusas.
Mientras más pensaba en ello más se encolerizaba. Era una evidente contravención de los reglamentos mantener a Idris en la escuela mientras su hermano Joey padecía de sarampión. Decidió de repente ver a esta oficiosa señorita Barlow y tratar con ella el asunto.
Cinco minutos después, subía la pendiente de la calle del Banco, penetraba en la escuela y, después de pedir indicaciones al portero, se encontraba frente a la sala de clase de los más pequeños. Golpeó la puerta, entró. Era una gran sala separada, bien ventilada, con un fuego ardiendo en un extremo. Todos los niños eran menores de siete años, y como entró a la hora de la merienda, cada cual tenía un vaso de leche -parte de un sistema de asistencia introducido por la rama local de la M.W.U. Sus ojos dieron al instante con la señorita. Estaba ocupada escribiendo sumas en el pizarrón, dándole a él la espalda, y no lo observó por de pronto. Pero de repente se dió vuelta.
Era tan diferente a la mujer de su indignada imaginación, que vaciló.
O fué tal vez la sorpresa reflejada en sus ojos obscuros, lo que inmediatamente hízole perder su aplomo. Se ruborizó y dijo: -¿Es usted la señorita Barlow?.
–Sí -contestó ella. Era una delicada jovencita que llevaba una pollera café de paño escocés, medias de lana y pequeños zapa. tos sólidos. De su misma edad, adivinó; no, más joven, de unos veintidós años. Ella lo examinó con mirada algo incierta, sonriendo débilmente, como si, fatigada de aritmética infantil, le agradara una distracción en este hermoso día de primavera- ¿No es usted el nuevo ayudante del doctor Page?
–Eso apenas importa -respondió secamente aunque, de hecho, soy el doctor Manson. Creo que tiene aquí un agente de contagio. Idris Howells.
Usted sabe que su hermano tiene sarampión.
Hubo una pausa. Los ojos de la profesora, aunque interrogantes ahora, seguían benévolos. Echándose atrás el pelo rebelde, respondió:
–Sí, lo sé.
El que ella no tomara a lo serio su visita volvía a irritado. – ¿No se da cuenta de que es enteramente contra los reglamentos el tenerlo aquí?
Ante semejante tono se le acentuó el color y perdió su aire de camaradería. Andrés no podía menos de advertir cuán fresca y clara era su piel, con un lunar pardo pequeñito, exactamente del mismo color de sus ojos, en su mejilla derecha. Ahora respiraba más bien aceleradamente, pero, sin embargo, habló con calma:
–La señora Howells estaba en una situación desesperada. La mayoría de estos niños ha tenido el sarampión. Los que no, lo tendrán seguramente, tarde o temprano. Si Idris se hubiera quedado en casa, le habría faltado su leche, que le está haciendo tanto bien.
–No es cuestión de su leche -dijo él, alzando la voz-. Debe estar aislado.
Ella replicó tercamente:
–Lo he aislado… en cierto modo. Si no lo cree, mire usted mismo.
El siguió la mirada de la maestra. Idris, de cinco años, sentado solo en un pequeño escritorio cerca del fuego, parecía extraordinariamente contento de la vida. Sus ojos, de un azul pálido, abiertos desmesuradamente, miraban satisfechos, por encima de su vaso de leche.
Eso enfureció a Andrés. Rió despreciativo, ofensivamente.
–Tal puede ser su idea del aislamiento. Temo que no sea la mía. Debe enviar ese niño a su casa, al instante.
Los ojos de la maestra despidieron leves destellos. – ¿No se da cuenta que yo soy la que manda en esta clase? Usted podrá ordenar a la gente en esferas más elevadas. Pero aquí es mi palabra la que vale.
El la miró con enfadada dignidad.
Usted está violando la ley! No puede tenerlo aquí. Si lo hace, tendré que denunciarla.
Siguió un corto silencio. Manson pudo verle la mano crispada sobre la tiza. Esa muestra de su emoción aumentó su rabia contra ella y contra sí mismo. La profesora dijo desdeñosamente:
–Entonces, denúncieme, mejor. O hágame arrestar. No dudo de que ello le dará una gran satisfacción.
Furioso, Manson no respondió, sintiéndose en una posición enteramente falsa. Procuró rehacerse, alzando sus ojos, tratando de abatir los de ella, que ahora resplandecían fríamente. Se miraron por un instante, tan de cerca, que él pudo advertir la suave palpitación de su cuello y el brillo de sus dientes entre sus labios separados. En seguida, dijo la maestra:
–No hay otra cosa, ¿no? – Se volvió bruscamente a la clase. – De pie, niños, y digan: Buenos días, doctor Manson. Gracias por haber venido.
Un alboroto de sillas mientras los pequeños se levantaban y cantaban su irónico saludo. A Manson le ardían las orejas mientras ella lo acompañaba hasta la puerta. Sentía una impresión exasperante de derrota, a lo que se añadía la infeliz sospecha de que se había conducido mal al perder la tranquilidad, mientras ella había dominado tan admirablemente la suya.
Buscó alguna frase aplastante, alguna aguda salida final intimidadora. Pero antes de que le acudiera a la imaginación, la puerta se cerró lentamente en sus narices.