I
Detrás, un viejo toldo embreado caía cubriendo la parte posterior. La herrumbrosa placa del número y el farol de aceite, nunca encendido, trazaban en el polvo una huella pareja. Las partes laterales se sacudían y chirriaban conforme al ritmo del viejo motor. Y adelante se apretujaban alegremente en el asiento de la dirección, en compañía de Gwilliam John, el doctor Manson y su esposa.
Se habían casado por la mañana. Este era su carruaje de bodas.
Debajo del toldo estaban las pocas piezas del mobiliario de Cristina, una mesa de cocina de segunda mano comprada en Drineffy por veinte chelines, varias ollas y vasijas nuevas y sus maletas. Ya que carecían de orgullo, habían resuelto que la manera mejor y más barata de transportar a Aberalaw este gran acopio de bienes terrenales, juntamente con ellos mismos, era el vehículo de mudanzas de Gwilliam John.
El día era hermoso y soplaba una brisa fresca que despejaba cielo azul. Iban riendo y contándose chistes con Gwilliam John, que, de cuando en cuando, los regalaba con su personal interpretación del Largo de Haendel, en la bocina de su camión. Se detuvieron en la posada solitaria de la cumbre de la montaña, en el paso Ruthin, a fin de que Gwilliam John brindara por ellos con cerveza Rhymney.
Gwilliam John, hombrecito atolondrado y bizco, brindó por ellos varias veces y luego se tomó un trago de gin por su cuenta. Después, el descenso a Ruthin, con sus dos recodos agudos que bordeaban un abrupto precipicio de quinientos años fué endemoniado.
Al fin remontaron la cresta final y bajaron a Aberalaw. Fue un momento cercano al éxtasis. El pueblo estaba ante ellos con sus largas y ondulantes líneas de tejados a lo largo del valle, sus comercios, iglesias y oficinas agrupadas en el extremo superior, y en el inferior sus minas y talleres, las chimeneas humeando incesantemente, el chato condensador vomitando nubes de vapor, y todo, todo bañado por el sol del mediodía. – ¡Mira, Cristina, mira! – murmuró Andrés, oprimiéndole fuertemente el brazo. Tenía todo el entusiasmo del cicerone. Es un lugar hermoso, ¿no? Allí está la plaza. Hemos llegado por el camino de atrás. ¡Y mira! Ya no más lámparas de aceite, querida. Allí está el gasómetro. Me pregunto dónde está nuestra casa.
Detuvieron a un minero transeúnte, y pronto fueron orientados hacia Vale View, que estaba, les dijo, en ese mismo camino, precisamente al borde del pueblo. Otro minuto, y habían llegado. – ¡Bien! – dijo Cristina- Es…, es hermoso, ¿no?
–Sí, querida. Parece una hermosa casa.
–Por Dios! – dijo Gwilliam John, llevándose la gorra hasta la nuca-. Tiene aspecto extraño.
Vale View era, a la verdad, un edificio extraordinario, a primera vista algo entre un chalet suizo y un refugio de cazadores de montaña, con gran profusión de tejados angulosos, de conjunto tosco, y en el centro de un área de medio acre. Un jardín abandonado, lleno de malezas y ortigas, por entre las cuales saltaba un arroyo sobre una multitud de latas vacías de todos los tipos, el que en la mitad de su curso se veía coronado por un rústico puente arruinado. Aunque entonces no lo sabían, Vale View era su primer contacto con el poder múltiple, la variada omnisciencia del Comité, que en el año de prosperidad de 1919, cuando afluían los ingresos, se había propuesto construir una casa, una casa hermosa que constituiría su prestigio, algo de estilo elegante. Cada miembro del Comité había tenido su idea positiva propia sobre lo que debería ser una tal construcción.
Había treinta miembros. Vale View fué el resultado.
Cualquiera que fuera su impresión del exterior, pronto, sin embargo, se reconfortaron dentro. La casa era sana, con buenos pisos y empapelados limpios. Pero el número de habitaciones era alarmante. Ambos se dieron cuenta al instante, aunque ninguno aludió al hecho, de que los pocos muebles que llevaba Cristina apenas llenarían dos de estos cuartos.
–Veamos, amor mío -dijo Cristina, contando prácticamente con sus dedos mientras estaban en el hall, después de una primera recorrida rápida-. Yo cuento un comedor, un salón y una biblioteca, o pieza de mañana o llámese como se quiera, en los bajos, y cinco dormitorios en los altos.
Exacto -dijo sonriente Andrés-. No es extraño que quieran un hombre casado-. Su sonrisa se trocó en compunción.– Honradamente, Cristina, esto hace que me sienta mal: yo, sin un penique, usando tu precioso amueblado, es como si estuviera explotando, dándolo todo por concedido, arrastrándote hasta acá con un minuto de plazo, dándote apenas tiempo para dejar una reemplazante en la escuela. Soy un asno egoísta. Debí haber venido primero y dejado la casa decentemente lista para ti. – ¡Pobre Andrés Manson si te hubieras atrevido a dejarme allá!
–De todos modos tengo que hacer algo -le dijo con resolución inflexible- Ahora, escucha, Cristina…
Ella lo interrumpió con una sonrisa:
–Estoy pensando, alma mía, en prepararte una tortilla…, según la receta de Madame Poulard. A lo menos, según las normas del libro de cocina.
Interrumpido por el exordio de su declamación, con la boca abierta, se quedó mirándola. Luego su seriedad se desvaneció poco a poco. Sonriendo de nuevo la siguió a la cocina. No podía separarse de ella. Los pasos de ambos hacían resonar la casa vacía como una catedral.
La tortilla -Gwilliam John había sido enviado en busca de huevos antes de que partiera-, salió de la sartén, caliente, sabrosa y de un color amarillo suave. Se la comieron sentados en el borde de la mesa de la cocina. Andrés exclamó enérgicamente:
–Por Dios!…, siento haber olvidado, querida, que yo había reformado mi carácter…, ¡por Júpiter! ¡Cómo cocinas! No está mal en la pared ese calendario que han dejado. La llena muy bien y me gusta el cuadrito que tiene…, esas rosas. ¿Hay algo más de tortilla? ¿ Quién fué Poulard? Suena a gallina. Gracias, querida. ¡Cristina! ¡Tú no sabes cuánto anhelo comenzar a trabajar! Debe haber oportunidades aquí. ¡Grandes oportunidades! – Se interrumpió bruscamente, mientras sus ojos se fijaban en una caja de madera barnizada que se hallaba en un rincón junto al equipaje que traíanDime, Cristina, ¿qué es eso? – jOh, eso! – Le dió a su voz un tono inusitado-o Es un obsequio de bodas…, de Denny. – ¡Denny! – Su rostro se alteró. Felipe había estado frío o indiferente cuando él había ido a darle las gracias por su ayuda para conseguir el puesto y a decirle que se casaba con Cristina. En esta mañana ni siquiera había acudido a despedirse de ellos. Eso había herido a Andrés, le había hecho sentir que Denny era demasiado complejo, demasiado incomprensible para continuar siendo su amigo.
Se adelantó lentamente, más bien con recelo hacia la caja, temiendo que pudiera acaso contener un zapato viejo… tal era la idea del humorismo de Denny. Abrió la caja. Dió un suspiro de pura felicidad.
Dentro estaba el microscopio de Denny, el primoroso Zeiss, y una nota: "Yo realmente. no necesito esto; ya le dije que yo no soy más que un "serrucha-huesos". Buena suerte."
No había nada que decir. Pensativo, casi subyugado, Andrés concluyó la tortilla, con los ojos fijos durante todo el tiempo en el microscopio. Luego lo tomó reverentemente y. acompañado por Cristina, lo llevó a la pieza que estaba detrás del comedor. Lo colocó solemnemente en medio del suelo desnudo.
–Esto no es la biblioteca, Cristina…, ni la pieza de mañana. ni el estudio, ni cosa parecida. Gracias a nuestro buen amigo Felipe Denny, queda bautizada como el Laboratorio.
Acababa de besarla, para hacer realmente impresionante la ceremonia, cuando sonó el teléfono…, un campanilleo persistente que, partiendo del hall vacío, era singularmente alarmante. Se miraron extrañados, nerviosos.
–Tal vez es un llamado. Cristina. ¡Fíjate! Mi primer enfermo en Aberalaw. – Se precipitó al hall.
No era un enfermo, sin embargo, sino el doctor Llewellyn, que le manifestaba su bienvenida desde su casa, en el otro extremo de la ciudad. A través del alambre, su voz llegaba clara y cortés, de modo que Cristina, en punta de pies y apoyada sobre el hombro de Andrés, pudo escuchar perfectamente la conversación. – ¡Hola, Munson! ¿Cómo esta usted? No se inmute, no se trata todavía de trabajo. Sólo quería ser el primero en darle la bienvenida a Aberalaw, a usted y a su esposa.
–Gracias, gracias, doctor Llewellyn. Es usted muy amable.
Aunque no me importaría que se tratara de trabajo.
–No, no! No sueñe con ello hasta que se halle instalado – Llewellyn estaba locuaz-. Y mire, si no tiene que hacer nada esta tarde, véngase a comer con nosotros; ninguna etiqueta, a las siete y media; tendremos el mayor gusto de verlos a ambos. Entonces podremos conversar un poco. Queda arreglado. Hasta luego.
Andrés colgó el receptor con expresión agradecida. – ¿ No es una fina atención de su parte, Oristina? ¡ Invitarnos al momento! El doctor jefe, fíjate. Puedo decirte que es un hombre muy calificado. Lo busqué en el Registro: hospital londinense, M. D., F. R. C.
S. y D. P. H. (1). Son todos grados elevadísimos. Y parecía tan amable. Créame, señora Manson, vamos a hacer aquí algo grande.
Deslizando el brazo en torno de la cintura de su esposa, Andrés comenzó jubilosamente a valsar con ella por el hall.