VII

La Compañía había pagado los honorarios médicos del último semestre, dándole motivo de serias reflexiones a la señorita Page y otro tema de discusión con Aneurin Rees, el administrador del Banco. Por primera vez en dieciocho meses, se advertía un alza en las cifras. Había arriba de setenta hombres más en la "lista del doctor Page", que antes de la llegada del doctor Manson.

Complacida por el aumento de su cheque, Blowden alimentaba, sin embargo, un pensamiento inquietante. Durante las comidas Andrés la sorprendía mirándolo descuidadamente, con tina mirada inquisidora y sospechosa. El miércoles siguiente a la reunión social vespertina de la señora Bramwell, Blowden llegó bulliciosamente al almuerzo, con gran despliegue de alegría.

–Le diré -observó-. Acabo de estar pensando. Hace casi cuatro meses que usted está aquí, doctor. Y no lo ha hecho tan mal. No estoy descontenta.

Fíjese, no es como el mismo doctor Page. jOh, no, amigo mío! El otro día no más me decía el señor Watkins cómo todos esperaban la vuelta del doctor Page.:'El doctor Page es tan hábil", me dijo el señor Watkins, "que nunca soñaríamos en que alguien lo reemplazara".

Se puso a describir, con pintorescos detalles, la extraordinaria pericia y habilidad de su hermano.

–Usted no lo creería -exclamó, dilatando los ojos-. Nada hay que no pueda hacer o no haya hecho. Operaciones! Usted debiera haberlas visto!

Permítame decirle, doctor, que es el hombre más inteligente que se haya conocido en estos valles.

Andrés no contestó, el propósito de Blowden era evidente, y él pensó en la tenaz lealtad de la mujer, trágica y afectuosa a la vez.

Se echaba para atrás en la silla, y lo miraba procurando descifrar el efecto de sus palabras. En seguida, sonrió, confidencialmente.

–Habrá un gran regocijo en Drineffy cuando el doctor Page vuelva al trabajo. Y será muy pronto. En el verano, le dije al señor Watkins, en el verano volverá el doctor Page.

Al regresar de su jira de la tarde, hacia el fin de esa semana, Andrés se sorprendió de ver al doctor Page acomodado en una silla a la entrada, enteramente vestido, con una manta sobre las rodillas y una gorra en la cabeza. Soplaba un fuerte viento áspero y los rayos del sol de abril, que bañaban la trágica figura, eran pálidos y fríos.

–Ahí tiene! – exclamó la señorita Page desde el pórtico, dirigiéndose triunfalmente hacia Manson-. Usted ve! ¿no? El doctor está levantado!

Acabo de telefonear al señor Watkins para decirle que el doctor Page está mejor. Pronto volverá al trabajo. ¿No es así, querido?

Andrés sintió que le afluía la sangre a la cara. – ¿ Quién lo bajó acá?

–Yol -repuso Blowden desafiante- ¿Y por qué no? Es mi hermano. Y está mejor.

–No está en situación de levantarse, lejos de ello- Andrés le lanzó estas palabras en voz baja.Haga lo que le digo. Ayúdeme a llevarlo a la cama al momento.

–Sí, sí -dijo débilmente Eduardo-. Vuélvanme a la cama. Tengo frío.

No me siento bien -y, para angustia de Manson, el enfermo comenzó a sollozar.

Al instante Blowden se deshizo en lágrimas junto a él. Se puso de rodillas, rodeándolo con sus brazos, contrita, exclamando:

–Ahora mismo, querido. Debes volver a la cama. Pobrecito. Blowden se equivocó. Blowden te cuidará. Blowden te ama, querido.

Lo besó en sus rígidas mejillas.

Media hora después, instalado ya Eduardo arriba, con toda comodidad, Andrés bajó a la cocina, iracundo.

Anita era ahora una verdadera amiga; entre ellos habían cambiado más de una confidencia en esta misma cocina, y la sosegada y cuarentona mujer, cuando las raciones eran demasiado exiguas, le había deslizado furtivamente en la despensa a su amigo más de una manzana y de un pastelillo. A veces, es verdad, ella, como recurso extremo, bajaba a la ciudad en demanda de dos raciones de pescado, y se banqueteaban suntuosamente a la luz de una vela, en la mesa de la cocina. Anita había servido en casa de Page cerca de veinte años. Tenía muchas amistades en Drineffy, toda gente decente, y su única razón de permanecer tanto tiempo en el servicio era su afecto al doctor Page.

–Deme aquí mi té, Anita -declaró Andrés-. No puedo soportar a Blowden en este momento.

Estaba en la cocina y no se había dado cuenta de que Anita tenía visitas, su hermana Olwen y el marido de ésta, Emlyn Hughes. Lo había encontrado varias veces antes. Era cartuchera en los High Lewels de Drineffy, un hombre robusto, de buen natural, con facciones pálidas y toscas.

Como Manson vacilara al verlos, 0lwen, una lista mujer, de ojos oscuros, tomó la iniciativa.

–No le importe que estemos nosotros, doctor, si qUiere tomar té. En realidad estábamos hablando de usted cuando entró. – ¿De mí?

–Sí, a la verdad -Olwen le arrojó una mirada a su hermana-. Nada sacas con mirarme de ese modo, Anita; yo diré lo que tengo adentro. Los hombres todos hablan, doctor, de cómo durante muchos años no han tenido un doctor joven tan bueno como usted, de cómo usted se sacrifica para examinarlos, y cosas por el estilo. Puede preguntárselo a Emlyn, si no me lo cree. Y están todos irritados por la forma en que la señorita Page dispone las cosas. Dicen que, en buena ley, el consultorio debía ser suyo. Sin duda, ella adora al viejo y en realidad cree que éste mejorará. Pero alguien tiene que decirle que él no se curará!

En cuanto hubo tomado su té, Andrés se marchó. Las sinceras palabras de Olwen lo habían hecho sentirse incómodo. No obstante, era halagador para él escuchar que la gente de Drineffy lo quería. y consideró un homenaje muy especial el que unos pocos días después viniera a visitarlo con su esposa Juan Morgan, perforador y capataz de la mina de hematites.

Los Morgan eran un matrimonio de mediana edad, no ricos y muy estimados en el distrito, que llevaban cerca de veinte años de casados.

Andrés había oído decir que dentro de poco partirían a Sud Africa, donde a Morgan le ofrecían trabajo en las minas de Johannesburg. No era raro que los perforadores competentes fueran solicitados para las minas de oro del Rand, donde el trabajo de perforación era semejante, pero la remuneración mucho más elevada. Sin embargo; nadie se sorprendió más que Andrés, cuando Morgan, sentado en el pequeño consultorio con su mujer, le explicó orgullosamente el objeto de esta visita.

–Bien, señor, parece que al fin lo hemos conseguido. Mi mujer, aquí presente, va a tener un bebé. Después de diecinueve años, fíjese: Estamos muy contentos, doctor. y hemos decidido aplazar nuestro viaje hasta después del acontecimiento. Porque hemos estado pensando en los doctores y llegamos a la conclusión de que usted es el único a quien podemos recurrir para atender el caso. Representa mucho para nosotros, doctor. Será una tarea muy difícil, a lo que pienso. Mi mujer tiene cuarenta y tres años. Si, a la verdad. Pero ahora creemos que usted nos dará entera satisfacción.

Andrés se hizo cargo del caso, con un cálido sentimiento de haber sido distinguido. Era una emoción extraña, clara y sin origen material, que en su situación actual era doblemente tonificante. Últimamente se había sentido perdido, absolutamente desolado. Dentro de él se agitaban corrientes extraordinarias, inquietantes y penosas. Había momentos en que su corazón sentía una extraña molestia que, como maduro bachiller en medicina, había juzgado hasta ahora imposible.

Antes no había pensado nunca seriamente en el amor. En la universidad había sido demasiado pobre, había estado demasiado modestamente vestido y demasiado preocupado de tener éxito en sus exámenes para hacer muchas amistades con el otro sexo. En San Andrés había que tener sangre azul, como su amigo y compañero de clase Freddie Hamson, para actuar en ese círculo que bailaba, realizaba fiestas y exhibía gracias sociales. Todo esto le había sido negado. El había pertenecido realmente -exceptuada su amistad con Hamson, a esa multitud de advenedizos que se alzaban los cuellos de sus chaquetas, estudiaban, fumaban y celebraban sus expansiones de cuando en cuando, no en la Unión, sino en un modesto salón de billares.

Es verdad que las imágenes románticas inevitables se le habían presentado espontáneamente. Por razón de su pobreza las proyectaba a un medio de dilapidadora riqueza: pero ahora, en Drineffy, miraba por la ventana del ruinoso consultorio, fijos sus ojos sombríos en el montón de escoria de los trabajos mineros, suspirando con todo su corazón por la maestrita de una escuela pública. Semejante paso de lo sublime a lo ridículo le daba deseos de reír.

Siempre se había ufanado de ser práctico, de su fuerte dosis de prudencia vernácula, e intentó, violentamente Y por interés personal, librarse de su sentimiento amoroso a fuerza de argumentos. Fría y lógicamente procuró examinar los defectos de la joven. No era hermosa, su figura era demasiado pequeña y delgada. Tenía ese lunar en la mejilla y una ligera sinuosidad, visible cuando sonreía, en el labio superior. Además de esto, probablemente lo detestaba.

Se dijo a sí mismo, coléricamente, que él era insensato al ceder así a sus sentimientos en forma tan débil. Se había consagrado a su trabajo.

Todavía no era más que un ayudante. ¿Qué clase de doctor era para crearse, en el comienzo de su carrera, un afecto que podía estorbar el futuro de ella y que ya estaba estorbándole seriamente el suyo?

En su esfuerzo para dominarse se creó distracciones. Engañándose a sí mismo en el sentido de que echaba de menos las antiguas relaciones de San 'Andrés, escribió una larga carta a Freddie Hamson, quien últimamente había obtenido un cargo en un hospital de Londres. Frecuentó de nuevo mucho a Denny. Pero Felipe, aunque amistoso a veces, era por lo general frío, suspicaz, con la amargura del hombre que ha sido maltratado por la vida.

Por mucho que hizo Andrés no pudo desalojar de su mente a Cristina, ni de su corazón al atormentador anhelo que le inspiraba. No la había visto desde su desahogo en la puerta del Retiro. ¿Qué pensaba de él? ¿Pensaba alguna vez en él? Había transcurrido mucho tiempo desde que 1a viera por última vez y, no obstante sus escrutadoras miradas al pasar por la calle del Banco, desesperaba de volver a verla.

Mas la tarde del sábado 25 de mayo, cuando casi había perdido toda esperanza, recibió una esquela que decía lo siguiente:

"Apreciado doctor Manson:

"El señor y la señora Watkins vendrán a cenar conmigo mañana domingo. Si usted no tiene nada mejor que hacer, sírvase venir también. A las siete y media.

"Sinceramente,

Cristina Barlow."

Dió un grito que atrajo corriendo a Anita de la cocina.

–Vaya doctor! – dijo Anita como en tono de reproche- Algunas veces usted procede tontamente.

–Ya está hecho, Anita -respondió, todavía emocionado-. Pero yo… me parece que tengo que salir de un apuro. Escucha, querida Anita. ¿Me plancharás los pantalones antes de mañana? Los colgaré del lado de afuera de mi puerta esta noche al acostarme.

La tarde siguiente, que, siendo Domingo, lo dejaba libre de labor vespertina, se presentó trémulo de ansiedad en casa de la señora Herbert, con quien vivía Cristina, cerca del Instituto. Llegaba temprano, y lo sabía, pero no podía esperar más.

Fué la misma Cristina quien le abrió la puerta, con rostro acogedor y sonriente.

Sí, estaba sonriente, realmente sonriente. Y él había creído serle antipático! Estaba tan abrumado que apenas podía hablar.

–Ha sido un día delicioso, ¿no? – balbuceó mientras la seguía al salón.

–Delicioso -asintió ella-. y tuve que caminar mucho esta tarde. Más allá de Pandy. Encontré, efectivamente, algunas celidonias.

Se sentaron. Estuvo a punto de preguntarle nerviosamente si le agradaba caminar, pero reprimió a tiempo la torpe vulgaridad.

–La señora Watkini acaba de enviarme un recado -observó CristinaElla y su marido llegarán algo tarde. El ha tenido que ir a la oficina. ¿No le molesta a usted aguardarlos unos pocos minutos?

Molestarle! Unos pocos minutos! pudiera haberse reído de pura felicidad. Sólo si supiera ella cómo había esperado estos días, cuán maravilloso le era estar aquí en su compañía! Disimuladamente miró a su alrededor. Su saloncito, amueblado con sus propias cosas, era diferente a todas las habitaciones que él había visitado en Drineffy. No tenía ni felpas, ni alfombras de Axminster, ni ninguno de aquellos brillantes cojines de satén que adornaban profusamente el salón de la señora Eramwell. Las tablas del piso estaban bien enceradas y había un sencillo felpudo pardo frente a la chimenea abierta. El amueblado era tan sobrio que apenas lo notó. En el centro de la mesa, preparada para la cena, había una fuente blanca, sencilla, en la que flotaban, como masas de pequeñitos nenúfares, las celidonias que ella había recogido. El efecto era simple y hermoso. En el alféizar de la ventana había una caja de madera para confites, llena ahora de tierra, de la cual brotaban los verdes y delgados tallos de un almácigo.

Encima de la repisa de la chimenea había un cuadro muy especial, que sólo mostraba una pequeña silla infantil de madera, pintada de rojo y, creía él, muy mal dibujada.

Ella debió advertir la sorpresa con que lo miró. Sonrió con una alegría contagiosa.

–Supongo que no piensa que es original.

Confundido, no hallaba qué decir. La revelación de su personalidad a través de la pieza, la convicción de que ella sabia cosas que a él se le escapaban, le tenía perplejo. Sin embargo, se le había despertado de tal modo el interés, que olvidó su timidez, prescindiendo de las vulgaridades estúpidas de observaciones relativas al tiempo. Comenzó a interrogarla sobre sí mismo.

Ella le respondió sencillamente. Era de Yorkshire. Su madre había muerto cuando tenía catorce años El padre era entonces subadministrador de una de las grandes minas de carbón de Bramwell. Su único hermano, Juan, se había adiestrado en la misma como ingeniero de minas. Cinco años después, cuando ella tenia diecinueve años y había terminado su curso en la Escuela Normal, el padre había sido designado administrador en la mina de Porth, veinte millas valle abajo. Ella y su hermano habían venido con él a Gales del Sur, ella para ocuparse de la casa, él para ayudar a su padre. Seis meses después de su llegada había habido una explosión en la mina. Juan había muerto sepultado, instantáneamente. Al tener noticia del desastre, su padre había bajado al momento, sólo para ser sorprendido por una racha de gas grisú. Una semana después eran retirados juntos los cadáveres de ambos.

Cuando ella terminó hubo un silencio.

–Lo siento mucho -dijo Andrés en tono de conmiseración.

–La gente fué bondadosa conmigo -añadió ella sobriamente- El señor Watkins y su esposa, especialmente. Conseguí el trabajo que tengo en esta escuela. – Se detuvo, volviéndosele a iluminar el rostro-. Soy, pues, como usted. Todavía extraña aquí. Cuesta mucho aclimatarse a los valles.

Andrés la miró. buscando algo que siquiera débilmente expresara sus sentimientos respecto de ella, una observación que pudiera liquidar delicadamente el pasado y abrir auspiciosamente el porvenir.

–Es fácil sentirse aislado y solo, aquí. Lo sé. A menudo me ocurre. A menudo siento la necesidad de alguien con quien conversar.

Ella sonrió. – ¿De qué quiere hablar usted?

El se ruborizó, sintiendo que ella lo había acorralado.

–Oh!, de mi trabajo, supongo. – Se detuvo; luego se sintió obligado a explicarse- Paréceme que estoy desorientado, que caigo de un problema a otro. – ¿Quiere decir que le tocan casos difíciles?

–No es eso. – Vacilaba… Prosiguió- Llegué aquí. atiborrado de fórmulas, casos que todos creen, o pretenden creer. Que coyunturas hinchadas significan reumatismo. Que reumatismo significa salicilato. Sabe usted, los conocimientos ortodoxos! Bien, estoy descubriendo que algunos de ellos son enteramente falsos. Lo mismo ocurre con las drogas. Creo que algunas hacen más mal que bien. Es el sistema. Un paciente viene al consultorio. Espera su "frasco de remedio". y lo consigue, aun cuando sólo sea azúcar quemada, bicarbonato de soda y la buena agua natural. Por eso la prescripción se escribe en latín, así no la comprenda. No está bien. No es científico. Y otra cosa. Me parece que muchos doctores tratan las enfermedades empíricamente, es decir, tratan los síntomas individualmente.

No se preocupan de combinar los síntomas en su espíritu y dar con el diagnóstico. Dicen muy rápidamente, porque siempre están apurados: "Ah, dolor de cabeza!… Ensaye éste polvo", o "Usted está anémico, debe tomar algo de hierro". En vez de preguntar cuál es la causa del dolor de cabeza o de la anemia… -De pronto se interrumpió bruscamente- Oh, lo siento! La estoy aburriendo!…

–No, no -:-dijo ella con presteza- Es enormemente interesante.

–Recién estoy comenzando, descubriendo mi camino -prosiguió tempestuosamente, estimulado por el interés de Cristina- Pero juzgo honradamente, aun por lo que he visto, que los libros de texto por los cuales me enseñaron contienen demasiadas ideas conservadoras, anticuadas.

Drogas inútiles, síntomas que fueron descriptos por alguien en la Edad Media. Me dirá usted que ello no importa al médico corriente. ¿Pero por qué no ha de ser éste más que un preparador de emplastos o de drogas? Es hora ya de poner a la ciencia en primer plano. Mucha gente cree que la ciencia yace en el fondo de un tubo de ensayo. Yo no. Creo que la generalidad de los médicos tiene la posibilidad de ver las cosas y una situación más favorable para observar los síntomas de una nueva enfermedad en el ejercicio corriente de la profesión que en cualquier hospital. Cuando un enfermo es llevado al hospital, por lo general ha pasada ya el primer período de su mal.

Cristina iba a responder, cuando sonó la campanilla de la puerta. Se levantó, renunciando a la observación que pensaba hacer, diciendo, en cambio, con su suave sonrisa:

–Espero que no olvide su promesa de hablarme de esto en otra oportunidad.

Entraron Watkins y su esposa, disculpándose por haber llegado tarde.

Inmediatamente se sentaron a la mesa.

El ambiente fué muy distinto de aquella fría reunión en que se encontraron la última vez. Se les sirvió carne de ternera con puré de papas, pastel con crema y, finalmente, queso y café. Aunque sencillos los platos eran abundantes. Después de las míseras comidas que le servía Hlowdell, era una gran cosa para Andrés encontrarse ante un alimento caliente y apetitoso.

–Tiene usted suerte con la patrona, señorita Barlow! Es una excelente cocinera!

Watkins, que con ojos socarrones había estado observando a Andrés manejar el tenedor, de pronto echóse a reír.

–Sí que está bueno. – Volvióse a su mujer- ¿Oíste,.querida? Dice que la anciana señora Herbert es una excelente cocinera.

Cristina se ruborizó ligeramente.

–No le haga caso -le dijo a Andrés-. Es el cumplimiento más amable que me hayan hecho, porque usted no se proponía dirigírmelo. Como a veces ocurre, yo preparé la comida. Estoy a cargo de la cocina de la señora Herbert. Me gusta cocinar. Y estoy habituada a ello.

Esta observación sirvió para que el administrador de mina se pusiera más alegremente bullicioso. Era muy otro del individuo taciturno que había soportado estoicamente la fiesta en casa de la señora Bramwell. Rudo y ordinario, se deleitó con su comida. Se chupó los labios con el pastel, puso los codos sobre la mesa y refirió historias que provocaron hilaridad.

La tertulia transcurrió rápidamente. Cuando Andrés miró su reloj vió, para asombro suyo, que eran casi las doce. Y había prometido hacer una visita a un enfermo en la calle Blaina antes de las diez y media.

Se levantó con gran pesar para despedirse, y Cristina lo acompañó hasta la puerta. En el angosto corredor, su brazo rozó el cuerpo de ella.

Sintió un dulce estremecimiento. Era ella tan diferente a todas las que había visto antes, con su tranquilidad, su fragilidad, sus obscuros ojos inteligentes.

Que el cielo lo perdonara por haberse atrevido a creerla insignificante!

Respirando aceleradamente, tartamudeó:

No puedo agradecerle suficientemente el haberme invitado esta noche. ¿Me permitiría verla de nuevo? No siempre converso de mi oficio. Quisiera usted… Cristina, ¿.quisiera venir conmigo algún día al cine de Toniglan? – Los ojos de Cristina le sonrieron por primera vez en forma delicadamente incitante.

–Espero su invitación.

Hubo un largo minuto silencioso en el peldaño de la puerta de calle bajo las altas estrellas. El aire húmedo y perfumado era frío en las mejillas ardientes de Andrés. El aliento de Cristina le llegaba dulcemente. Anhelaba besarla. Le estrechó cálidamente la mano, dió media vuelta, taconeó calle abajo y regresó a su casa, llena la cabeza de alados pensamientos, recorriendo imaginariamente esa misma senda vertiginosa que han seguido vulgarmente millones, creyéndose, no obstante, unidos, predestinados, eternamente dichosos. jOh, era una muchacha encantadora! iQué bien lo había comprendido cuando le hablaba de los problemas de la profesión! Era inteligente, mucho más inteligente que él. Y además, qué maravil1osa cocinera! jY la había llamado Cristina!