III

Por la mañana, durante el desayuno, Cristina se condujo como si hubiera olvidado todo lo ocurrido. Andrés pudo advertir que procuraba ser lo más amable posible con él. Esto lo halagó y lo puso más satisfecho que nunca. "Una mujer", reflexionó aparentando estar absorto en la lectura del diario, "necesita que de cuando en cuando se le señale su sitio." Pero, después que hubo proferido unas cuantas respuestas impertinentes, Cristina dejó repentinamente de mostrarse amable y se reconcentró en sí misma, manteniéndose sentada allí en la mesa con los labios apretados, sin mirarlo, aguardando que terminara.

"¡Diablillo taimado", pensó al levantarse y salir de la habitación, "yo la enseñaré!"

Lo primero que hizo, llegado al consultorio, fué tomar la Guía Médica. Tenía curiosidad y ansiedad a la vez de poseer informaciones más precisas acerca de sus amigos de la víspera. Dió vuelta rápidamente las páginas, tomando primero a Freddie. Sí, ahí estaba…

Frederick Hamson. Queen Anne Street. M. B. y Ch. B., ayudante de enfermos externos, Walthamwood.

Andrés arrugó perplejo la frente. Freddie había hablado mucho la noche anterior del puesto en el hospital… Nada como un cargo de hospital para ayudar a un muchacho del West End -había dicho-; da confianza a los clientes el saberlo médico visitador. No obstante, ¿no sería ésta una institución de beneficencia… y Walthamwood, uno de los suburbios más nuevos? No podía haber error, sin embargo. La que tenía en sus manos era la guía vigente, la había comprado hacía apenas un mes.

Con menos interés buscó Andrés a Ivory y Deedman, y luego dejó caer sobre sus rodillas el gran libro rojo, quedándose inquieto y extrañamente pensativo. Pablo Deedman era, como Freddltl, un M. B.

Pero sin la distinción de éste. Deedman no tenía puesto alguno de hospital. ¿Y Ivory? Carlos Ivory, de la calle New Cavendish, no tenía otra calificación quirúrgica que la más modesta, el M. R. C. S., y ningún puesto de hospital. Su foja de servicio indicaba cierta experiencia en tiempo de la guerra y en hospitales de emergencia.

Pero, fuera de eso.,.. nada.

Muy pensativo ahora Andrés se levantó y colocó el libro en el armario. Luego apuntó en su rostro una resolución súbita. No había comparación entre sus propias calificaciones y las de los florecientes muchachos con quienes había cenado la noche anterior. Lo que ellos podían hacer lo podría él también. Más aún. A pesar del disgusto de Cristina, estaba más resuelto que nunca a tener éxito. Pero primero era necesario que fuera admitido en un hospital. No en Walthamwood u otro establecimiento de beneficencia por el estilo, sino en uno de los hospitales de Londres. ¡Sí!, un verdadero hospital.., tal debía ser su objetivo inmediato. Mas, ¿cómo?

Lo meditó durante tres días y en seguida se dirigió con cierto recelo a lo de sir Robert Abbey. Lo más dificil del mundo era para él solicitar un favor; y ahora le resultó especialmente arduo, en vista de la calurosa benevolencia con que le acogió Abbey. – ¡Bien! ¿Cómo está nuestro medidor de vendas? ¿No tiene vergüenza de mirarme a los ojos? He oído decir que el doctor Bigsby está con la presión muy alta. ¿Sabe algo al respecto? ¿Qué es lo que desea, conversar conmigo o un puesto en la Junta?

–Bueno, no, sir Robert. Yo me preguntaba…, es decir…, ¿podría usted ayudarme a encontrar un puesto de médico de enfermos externos de hospital? – ¡Hum! Es mucho más difícil que en la Junta. ¿Sabe usted cuántos jóvenes están asediándonos? Todos en espera de nombramientos honorarios. Además, usted debe proseguir su trabajo sobre enfermedades pulmonares;.. lo que restringe su campo de acción.

–Bien…, yo…, yo supongo…

–El Victoria Chest Hospita1. Ese tiene que ser su blanco. Uno de nuestros hospitales más antiguos de Londres. Haré algunos sondeos. ¡Oh!, no prometo nada, pero estaré a la expectativa.

Abbey lo hizo quedarse a tomar el té. A las cuatro, invariablemente, cumplía el ritual de tomarse dos tazas de té chino en su consultorio, sin leche, sin azúcar, ni acompañamiento alguno. Era un té especial que tenía un sabor a flor de naranjo. Abbey mantuvo la conversación sobre los más diversos tópicos, desde las tazas sin platillo de Kíang-Si hasta la reacción cutánea de Von Plrquet, y luego, al acompañar a Andrés hasta la puerta, le dijo: -¿Todavía peleando con los libros de texto? No renuncie a ello. Y aún si lo ubico en el Victoria; por el amor de Galeno, no trate familiarmente a los enfermos. – Le brillaron los ojos. Esto es lo que me ha arruinado.

Andrés se fué a casa lleno de ilusiones. Estaba tan fellz que se olvidó de mantener su dignidad ante Cristina. Se expansionó sencillamente:

–He estado con Abbey. Va a tratar de colocarme en el Victoria Chest. Esto me da prácticamente una situación importante. – La alegría del rostro de Cristina lo hizo sentirse súbitamente pequeño, avergonzado-. Me he portado bastante mal últimamente, Cristina. No nos hemos entendido bien, creo. ¡Pero olvidémoslo, querida!

Cristina corrió hacia él, protestando de que todo había sido por su culpa. En seguida, por alguna extraña razón, le pareció a Andrés que el único culpable era él. Sólo un pequeño segmento de su mente retenía la intención fija de abrumarla con la magnitud de su éxito material.

Se puso a trabajar con nuevo empeño, sintiendo que algo propicio le ocurriría dentro de poco. Entretanto, no cabía duda de que su clientela aumentaba. No era -se decía a sí mismo-, la clase de gente que necesitaba, la de estas consultas de a tres chelines. Sin embargo, era ejercicio auténtico de la profesión. Las personas que venían a verlo o lo llamaban eran demasiado pobres para soñar en importunar al médico a menos que estuvieran realmente enfermas. De este modo descubrió la difteria en singulares alcobas mal ventiladas, sobre establos transformados; el reumatismo agudo en habitaciones subterráneas de criados; la neumonía en buhardillas de casas de pensión. Combatió la enfermedad en aquella pieza, la más trágica de todas: el cuarto redondo en que algún hombre o mujer de edad madura vivía solo, desaseado, desatendido, olvidado de parientes y amigos, preparando pobres alimentos en pico de gas. Había muchos casos semejantes. Le tocó el padre de una actriz muy conocida -cuyo nombre brillaba entre luces relucientes en Shaftesbury Avenue-, un anciano de setenta años, paralítico, que vivía en medio de la inmundicia. Visitó a una anciana, escuálida, ridícula y desfallecida de hambre que pudo mostrarle su propia fotografía con el atavío de su presentación en la Corte y hablarle de los dias en que había recorrido estas mismas calles en su propio carruaje. A medianoche volvió a la vida -después se arrepintió de haberlo hecho-, a una infeliz criatura, pobre y desesperada, que habría preferido la muerte al taller.

Muchos de sus casos eran urgentes, casos de intervención quirúrgica que reclamaban una inmediata atención hospitalaria. Y aquí encontró Andrés su mayor dificultad. Era la cosa más dificil del mundo conseguir la admisión, aun para los enfermos más graves.

Parecía como que estos casos elegían la noche para presentarse. Al regresar, con el saco y el sobretodo sobre su pijama, una bufanda alrededor del cuello, y el sombrero todavía en la cabeza, llamaba por teléfono a un hospital después de otro, rogando, suplicando, amenazando, y encontrándose siempre con el mismo rechazo, el lacónico y a veces insolente: "¿Doctor quién? ¿Quién? No, no lo siento. ¡No tenemos lugar!"

Se iba a ver a Cristina, lívido, blasfemando:

–No es cierto que no tengan lugar. Tienen bastantes camas en St.John para sus propios médicos. Si no lo conocen a uno, lo descartan irremisiblemente. Con gusto le hubiera retorcido el pescuezo a ese mozalbete. ¿No es el infierno, Cristina? Aquí estoy con una hernia estrangulada y no puedo conseguir una cama. ¡Oh, supongo que algunos hospitales están repletos! Y esto es Londres!

Este es el corazón del despreciable Imperio Británico. Este es el sistema de nuestros hospitales gratuitos. Y un bastardo de filántropo se levantó el otro día en un banquete para decir que era el más maravilloso del mundo. Significa el hospicio una vez más para el pobre diablo. Llenando formularios… ¿cuánto gana usted? ¿qué religión tiene? y ¿era legítima su madre?.., ¡y el infeliz con peritonitis! ¡Oh, bien! Sé amable, Cristina, y llámame al teléfono al médico de turno.

Cualesquiera fuesen las dificultades de Andrés, y por más que maldijese contra la sociedad y la pobreza con las que a menudo tenía que habérselas, Cristina tenía siempre la misma respuesta: -De todos modos, éste es el trabajo auténtico. Y para mí en eso estriba toda la diferencia.

–No tanto como para que yo me libre de las chinches – replicó él yendo al baño a sacárselas.

Ella reía, pues había recuperado su antigua felicidad. Aunque la lucha había sido formidable, al fin había sometido la casa. A veces intentaba alzar cabeza y resistírsele, pero en lo esencial estaba limpia, acicalada, sumisa a su voluntad. Tenía una nueva cocina a gas, nuevas pantallas para las lámparas, había limpiado las fundas de las sillas, y las varillas de la escalera brillaban como los botones de un centinela.

Después de semanas de molestias con sirvientes que, en este distrito, preferían trabajar en las casas de pensión a causa de las propinas que allí recibían, Cristina había encontrado a la señora Bennet, viuda de cuarenta años, limpia y trabajadora, que a causa de su hijita de siete años, no habia podido colocarse "con cama". Juntas, la señora Bennet y Cristinas, se habían dedicado al subterráneo. Ahora el antiguo túnel de ferrocarril era un confortable dormitorio-sala, empapelado, con muebles pintados de color crema por Cristina, en que se sentían seguras la señora Bennet y su hijita, la pequeña Florrie, que ahora asistía regularmente a la escuela de Paddington llevando su cartera escolar. A cambio de esta seguridad y comodidad -después de dos meses de angustiada incertidumbre- la señora Bennet no hallaba cómo demostrar su gratitud.

Las primeras flores primaverales que adornaban tan alegremente la sala de espera, reflejaban la felicidad de la casa de Cristina. Las había comprado en la calle por unos cuantos peniques cuando iba a sus compras por la mañana. La conocian mucho los vendedores de la calle Musslebourgh. Allí era posible comprar frutas, verduras y pescado baratos. Ella deberia haber tenido más en cuenta su condición de esposa de un profesional; pero ¡ay! no era así, y a menudo traía sus compras en su limpia bolsita de cuerdas, deteniéndose en su viaje de vuelta en la fiambrería de la señora Schmidt a conversar unos cuantos minutos y llevarle un trozo de ese queso Liptauer que tanto le agradaba a Andrés.

Por las tarrtes recorría a menudo la Serpentine. Los castaños se ponían verdes y las aves acuáticas se deslizaban sobre el agua rizada por el viento. Era un buen sustituto del campo abierto que siempre amara tanto.

A veces, por la noche, Andrés la miraba con esa manera extraña que indicaba que estaba contrariado porque el día habla transcurrido sin haber estado con ella. – ¿A qué te has dedicado todo el día…, mientras yo he estado trabajando? Si alguna vez compro un automóvil tú tendrás que manejarlo. Así te tendré cerca de mí.

Andrés aguardaba aún a esos pacientes acomodados, que no acudían, ansioso de tener noticias de Abbey respecto del puesto, contrariado porque la noche pasada en Queen Anne Street no le había creado ninguna oportunidad posterior. Secretamente estaba desconcertado por no haber tenido noticias desde entonces de Hamson ni de sus amigos.

En esta situación se sentó una tarde en su consultorio a fines de abril. Eran cerca de las nueve y estaba a punto de cerrar, cuando entró una joven. Lo miró algo vacilante.

–No sabía si entrar por aquí o por la puerta del frente.

–Es exactamente lo mismo -replicóle Andrés, sonriendo -Sólo que por aquí vale la mitad. Venga. ¿Qué le ocurre?

–No tengo inconveniente en pagar la tarifa íntegra.

La enfermera avanzó con particular seriedad, y sesentó en una silla enfundada. Tenía unos veintiocho años, calculó él, era fuerte y bien proporcionada; tenía las piernas gruesas y un amplio rostro muy serio, y llevaba un vestido oscuro, verde oliva. Mirarla era pensar instintivamente: ¡nada de bromas con ésta!

Andrés cedió, expresando: -¡No hablemos de dinero! Dígame su mal, de qué padece.

–Bien, doctor -todavía vacilaba, parecía no sentirse segura-. Fué la señora Smith, del pequeño almacén de provisiones, la que me recomendó que viniera a verlo. La conozco desde hace mucho tiempo.

Trabajo en lo de Laurier's, muy cerca. Me llamo Cramb. Pero debo decirle que he consultado a muchos médicos de por aquí. – Se quitó los guantes-. Mis manos.

Andrés le observó las manos, cuyas palmas estaban cubiertas de una dermatitis rojiza, más parecida a una psoriasis. Pero no se trataba de eso, pues los bordes no eran serpiginosos. Con todo interés tomó un lente de aumento y miró más escrupulosamente. Entretanto, ella seguía hablando con su tono ansioso y convincente.

–No puedo explicarle qué dificultad significa esto para mi trabajo. Daría cualquier cosa para mejorar. He ensayado cuanta pomada hay en el mundo. Pero ninguna me ha servido para nada.

–No, no podrían hacer nada. – Dejó el lente, experimentando toda la emoción de un diagnóstico oscuro, pero positivo-. Esta es una cóndición de la piel más bien rara, señorita Cramb. Es inútil el tratamiento local. Se debe a una condición de la sangre y la única manera de librarse de ello es mediante la alimentación. – ¿Ningún remedio? – Su ansiedad anterior dió paso a la duda-.

Nadie me dijo eso antes.

–Yo se lo digo ahora.

Se rió Andrés, y tomando su libreta, anotó una dieta, añadiendo también una lista de alimentos que debía evitar en absoluto.

Ella aceptó escépticamente.

–Bueno. Por supuesto. Lo ensayaré, doctor. Ensayaría cualquier cosa. – Pagó escrupulosamente lo que debía, permaneció un instante como todavía dudosa y en seguida se fué. Andrés la olvidó al momento.

Diez días después regresó, entrando esta vez por la puerta delantera, y pasando a la sala de consultas con tal expresión de fervor contenido, que él apenas pudo reprimir una sonrisa. – ¿ Quiere ver mis manos, doctor?

–Bien. – Ahora sonrió Andrés-. Supongo que no está arrepentida de haber seguido el régimen. – ¡Arrepentida! – Le tendió "las manos en un arranque de emocionada gratitud-. ¡Mire! Enteramente sanas. Ni una sola mancha.

Usted no sabe cuánto significa para mí…, no puedo explicárselo…, tal inteligencia…

–Está bien -dijo Andrés en voz baja-. Es mi oficio saber estas cosas. Váyase tranquila. Absténgase de aquellos alimentos que le señalé y no volverán…

Ella se levantó.

–Y ahora permítame pagarle sus honorarios, doctor.

–Ya me los ha pagado.

Andrés se emocionó ante el hermoso gesto. Con todo gusto le hubiera aceptado otros tres chelines y seis peniques o aun siete, pero no pudo resistir la tentación de dramatizar el triunfo de su habilidad.

–Pero doctor… Contra su voluntad ella se dejó conducir hasta la puerta donde se detuvo para una efusión última-. Acaso pueda mostrarle mi gratitud de alguna otra manera.

Mirándole su cara de luna, un pensamiento lascivo cruzó la mente de Andrés. Pero se limitó a mover la cabeza, y cerró la puerta tras de ella. La olvidó una vez más. Estaba fatigado, ya medio arrepentido de haber rehusado el pago y, en todo caso, no le daba gran importancia a lo que pudiera hacer por él una empleadita de tienda. Pero en esto, por lo menos, no conoció a la señorita Cramb. Más aún, desperdició una de aquellas oportunidades señaladas por Esopo y que, siendo mal filósofo, debió haber recordado.