III

La tarde siguiente el tren que los había conducido llegaba a la estación Paddington. A la ventura, pero conscientes de su inexperiencia en presencia de esta gran ciudad que ninguno de ellos había visto antes, Andrés y Cristina descendieron al andén. – ¿Lo ves? – preguntó Andrés ansiosamente.

–Tal vez esté a la salida -sugirió Cristina.

Buscaban al hombre del catálogo.

Durante la travesía Andrés le había explicado minuciosamente la hermosura, sencillez y extraordinaria previsión de su plan; cómo, aun antes de abandonar Drineffy, se había puesto en contavto con la Regency Plenishing Company and Depositories, de Londres. No era un establecimiento fastuoso -ninguna de sus secciones estaba de más- sino un modesto comercio, manejado por su mismo dueño, que se especializaba en compras a plazo. Tenía en su bolsillo la carta reciente del propietario.

–Ah! – exclamó satisfecho- ¡Allí está!

Un hombrecito lleno de granos, con un reluciente traje azul y sombrero hongo, provisto de un gran catálogo verde parecido a un premio de escuela dominical, parecía, gracias a algún oscuro misterio telepático, singularizarlos en la muchedumbre de viajeros.

Se adelantó a su encuentro. – ¿El doctor Manson, señor? ¿La señora Manson? – Quitándose respetuosamente el sombrero-: Represento al Regency. Recibimos esta mañana su telegrama, señor. El auto nos espera. ¿Puedo ofrecerle un cigarro?

Al recorrer las extrañas calles, atestadas de tráfico, Andrés dejó traslucir, tal vez, una ligerísima vislumbre de inquietud, mientras miraba con el rabo del ojo el cigarro que se le obsequiara, todavía sin encender en su mano. Refunfuñó:

–Hemos tenido que caminar mucho en automóvil estos últimos días. Pero esta vez no puede haber accidentes. Lo garantizan todo. incluso el transporte sin costo desde la estación y el regreso a ella, y también nuestros pasajes de ferrocarril.

Sin embargo, a pesar de esta seguridad, su recorrido a lo largo de calles de un tránsito asombrosamente complicado, fué visiblemente angustioso. Pero al fin llegaron al Regency Emporium.

Se trataba de un establecimiento más espléndido de lo que cualquiera de ellos esperaba y exhibía en sus vitrinas mucha cristalería y artículos de bronce. Bajaron del automóvil y se encontraron en el Regency Emporium.

También eran esperados aquí. Fueron ceremoniosamente saludados por un vendedor de edad, de levita y cuello alto, quien, con su impresionante aire de probidad, tenía alguna semejanza con el difunto príncipe Alberto.

–Por aquí, señor. Por aquí, señora. Muy complacidos de servir a un señor médíco, doctor Manson. Usted quedaría sorprendido del número de especialistas de Harley Street que he tenido el honor de atender. ¡Los testimonios que he recibido de ellos! y ahora. doctor, ¿qué necesita usted?

Comenzó a mostrar les muebles, recorriendo en todos sentidos los departamentos del emporio con majestuoso paso. Señalaba precios que eran intolerablemente elevados. Usaba las palabras Tudor, Jacobino y Looez Sez y lo que les mostraba no eran más que trastos barnizados.

Cristina se mordía los labios mientras se acentuaba su gesto de desagrado. Quería con toda su alma que no fueran a engañar a Andrés. que éste no fuera a llenar su casa con estas espantosas mercaderías.

–Queridito -le susurró suavemente, al darles la espalda el príncipe Alberto-, esto es inservible, completamente inservible.

Un apretar de labios apenas perceptible fué la respuesta que obtuvo. Inspeccionaron unas cuantas piezas más. Luego, con toda tranquilidad, pero con sorprendente rudeza, se dirigió Andrés al vendedor.

–Mire usted. Hemos venido desde lejos a comprar muebles. He dicho muebles. No trastos como éstos. – Con el pulgar oprimió violentamente la puerta de un ropero que, siendo de madera muy tenue. cedió a la opresión con un crujido lamentable El vendedor estuvo a punto de desplomarse. Sencillamente esto no podía ser cierto, decía con la expresión.

–Pero, doctor -dijo sorprendido-, le he estado mostrando a usted y a su señora lo mejor de la casa.

–Entonces muéstrenos lo peor -respondió ásperamente Andres -.

Muéstrenos cosas viejas de segunda mano, con tal de que sirvan para algo.

Pausa. Luego, murmurando por lo bajo: -El jefe me dará mi merecido, si yo no le vendo a usted.

El vendedor se alejó desconsolado. No volvió. Cuatro minutos después se les acercó estrepitosamente un hombre cito pequeño y vulgar de tez rojiza. Los interrogó: -¿ Qué desean?

–Amueblado de segunda mano, bueno… ¡barato!

El hombre pequeño lanzó una mirada dura a Andrés. Sin hablar más, dió media vuelta y los condujo a un ascensor para mercaderías, el que, puesto en movimiento, los depositó en un gran subterráneo helado, atestado hasta el techo de mercaderías de segunda mano.

Durante una hora Cristina hurgó en medio del polvo y las telarañas, encontrando aquí una cómoda sólida, allí una mesa buena y sencilla, un pequeño sillón tapizado, bajo un rimero de arpillera, en tanto que Andrés, marchando a su retaguardia, discutía larga y tercamente los precios con el hombrecito.

Al fin completaron su lista y Cristina, con el rostro tiznado pero feliz, apretó la mano de Andrés con un sentimiento de triunfo mientras subían en el ascensor.

–Exactamente lo que necesitábamos -le susurró.

El hombre de tez rojiza los llevó a la oficina donde, depositando su libreta en el escritorio del propietario, con aire del hombre que ha trabajado lo mejor que ha podido, díjole:

–Estos son los pedidos, señor Isaac.

El señor Isaac se acarició la nariz. Sus ojos, claros en el fondo de su piel cetrina, entristecían mientras estudiaba la libreta de órdenes.

–Temo que no podamos ofrecerle facilidades de pago por estas cosas, doctor Manson. Como usted ve, son todas mercaderías de segunda mano. – Y encogiendo sus hombros humildemente-:

Así no hacemos negocio.

Cristina palideció. Pero Andrés, insistiendo implacablemente, se sentó en una silla como con la intención de quedarse.

–Oh, sí, lo harán, señor Isaac! A lo menos así lo dice su carta.

Está impreso en grandes caracteres en el membrete de su nota.

Muebles nuevos y de segunda mano, con facilidades de pago.

Hubo un si1encio. El hombre de color rojo, inclinado junto a Isaac, le cuchicheaba rápidamente, gesticulando. Cristina cogía al vuelo palabras nada académicas, que daban testimonio de la dureza de la fibra de su marido, del poder de su perseverancia racial.

–Bien, doctor Manson -dijo Isaac, sonriendo algo forzadamente-, saldrá usted con la suya. No diga que el establecimiento ha sido malo con usted. Y no olvide referirlo a sus pacientes. Todo lo concerniente a lo bien que lo tratamos aquí. ¡ Smith! Haga la cuenta en la hoja de "venta a plazo" y vea que mañana a primera hora se le envíe una copia al doctor Manson.

–Gracias, señor Isaac:

Nueva pausa. Manifestó el señor Isaac, como queriendo terminar la entrevista:

–Está bien, entonces, está bien. Las mercaderías le llegarán el viernes.

Cristina hizo ademán de irse. Pero Andrés seguía todavía pegado a su silla. Dijo lentamente: -¿Y ahora, señor Isaac, lo referente a nuestros pasajes por ferrocarril?

Fué como si en la oficina hubiera estallado una bomba. Parecía que se le iban a reventar las venas a Smith, el colorado. – Por Dios, doctor Manson! – exclamó Isaac-. ¿Qué pretende usted? Así no podemos hacer negocio. Lo justo es justo, pero yo no soy un camello. ¡Pasajes de ferrocarril!

Andrés sacó inexorablemente su cartera. Su voz era ponderada, aunque temblaba algo.

–Aquí tengo una carta, señor Isaac, en que usted dice en letras bien claras que pagará los pasajes por ferrocarril de sus clientes de Inglaterra y Gales cuando compren más de cincuenta libras.

–Pero le digo -imploró desesperadamente Isaac- que usted sólo ha comprado mercaderías por valor de cincuenta y cinco libras y todo de segunda mano.

–En su carta, señor Isaac.

–Qué importa mi carta! – exclamó Isaac, alzando las manos- Qué importa nada! ¡ Queda nulo lo pactado! En toda mi vida no tuve jamás un comprador como usted. Estamos habituados a jóvenes casados muy gentiles, con quienes se puede conversar. Usted comenzó por insultar al señor Clapp; luego el señor Smith no pudo hacer nada con usted y, por fin, viene a atormentarme con sus pasajes de ferrocarril. No podemos hacer negocio, doctor Manson. Puede intentar obtener mejores condiciones en otra parte.

Cristina miró asustada a Andrés, con ojos que expresaban una desesperada súplica. Sintió que todo estaba perdido. Este marido terrible había desperdiciado todas las ventajas logradas con tantas dificultades. Pero Andrés, aparentando no verla languidecer, plegaba lentamente la carta y se la metía en el bolsillo.

–Entonces perfectamente, señor Isaac. Le diremos buenas tardes. Pero puedo advertirle que esto no le parecerá muy bien a mis pacientes y amigos. Tengo una vasta clientela. Y esto se va a saber.

Cómo usted nos trajo hasta Londres, prometiendo pagar nuestros pasajes, y cuando nosotros… -¡Basta! ¡Basta! – gimió Isaac en una especie de frenesí. _ ¿Cuánto valen sus pasajes? Páguelos, señor Smith. Páguelos, páguelos, páguelos. Pero no diga que el Regency no cumplió alguna vez lo prometido. ¡Ahí tiene! ¿Está usted satisfecho?

–Gracias, señor Isaac. Estamos muy satisfechos. Esperaremos las cosas el viernes. Buenas tardes, señor Isaac.

Manson le dió gravemente la mano y tomando del brazo a Cristina salió con ella apresuradamente. Afuera los estaba aguardando el antiguo "limousine" que los había traído y, como si hubiera hecho la compra más importante de la historia del Regency, exclamó Andrés:

–Al Musseum Hotel, chofer.

Partieron al instante, sin dilación alguna, dejando rápidamente atrás al East End rumbo a Bloomsbury. Y Cristina, que apretaba fuertemente el brazo de Andrés, lo fué soltando poco a poco.

–Oh, querido! – murmuró-.Te has portado maravillosamente.

Justamente cuando yo creía que…

Andrés movió la cabeza, con la mandíbula tercamente apretada aún.

–No tenían para qué amargarse tanto. Yo poseía su promesa, su promesa escrita… -Se volvió hacia ella, brillándole los ojos- No se trataba de estos míseros pasajes, mi hijita. Eran los principios. La gente debe cumplir su palabra. También me irritó la manera cómo nos esperaban; se podía advertir a la legua: he aquí un par de paletos… dinero fácil. Ah!, Y aquel cigarro que me ofrecieron, todo olía a estafa.

–De todos modos. conseguimos lo que necesitábamos -murmuró ella discretamente.

El asintió. Se hallaba en un estado de demasiada tensión y efervescencia para percibir entonces lo humorístico de lo acontecido.

Pero en su pieza del hotel se le manifestó su lado cómico. Mientras encendía un cigarrillo y se tendía en la cama, mirándola componerse el pelo, de pronto Andrés se echó a reír. Se rió tanto que ella también lo imitó.

–Aquella expresión del rostro del viejo Isaac… -jadeaba, hasta dolerle las costillas- Era estupendamente cómico. – Cuando tú le pediste los pasajes.

–Los negocios, dijo. No podemos hacer negocio. Y lo acometió otro ataque de risa- "Yo no soy un camello, dijo. ¡Oh, Dios mío! Un camell o…

–Sí, querido. – Peine en mano, rodándole las lágrimas por las mejillas, Cristina vo1vióse hacia él pudiendo apenas articu1ar-. Pero lo más divertido fué cómo tú seguías diciendo: "Yo tengo aquí con letras claras", cuando yo… ¡ay, querido!…, cuando yo sabía que habías dejado la carta en casa, sobre la carpeta de la chimenea.

Andrés se incorporó mirándola y luego acostóse de nuevo riendo a más no poder. Se revolvía tapándose la boca con la almohada, sin dominio de sí, mientras ella se aferraba al peinador, sacudiéndose de risa, pidiéndole que se contuviera o moriría.

Después, cuando se hubieron serenado, fueron al teatro. Habiendo dejado él que ella eligiese libremente, Cristina decidió ir a ver Santa Juana. Durante toda su vida, le dijo, había deseado ver representar una obra de Shaw.

Sentado a su lado en la platea repleta, Andrés de dejó dominar menos por la obra -demasiado histórica, le dijo, y, de todos modos, ¿quién se cree que es este señor Shaw? – que por el rostro ligeramente encendido, absorto y extasiado de Cristina.

Era la primera vez que iban juntos al teatro. No sería la última, en cualquier caso. Los ojos de Andrés vagaban por la sala atestada.

Volverían un día, no a la platea, sino a uno de los palcos. El se encargaría de ello. ¡Les mostraría a todos unas cuantas cosas! Cristina llevaría un vestido escotado de fiesta, la gente los miraría, se harían señas: "Ese es Manson, el médico que escribió esa maravillosa obra sobre el pulmón," Se levantó súbitamente, mas bien con timidez, y en el intervalo le compró helados a Cristina.