Cuando la señora Bennet le trajo su exquisito jamón cocido con huevos, no pudo comer, los músculos de la garganta se negaban a funcionar. Bebió una taza de café y luego, en un ímpetu, preparó un vaso bien lleno de whisky con soda y se lo bebió también. Entonces se preparó para hacer frente al día.
Aunque la máquina lo sostenía todavía, sus movimientos eran menos automáticos que antes. Un resplandor débil, un vacilante rayo de luz había comenzado a romper sus tinieblas. Se sabía al borde de un enorme y colosal derrumbe. Sabía también que si algún día caia en ese abismo, no saldria jamás de él. Entrando con precaución, abrió el garage y sacó su auto. El esfuerzo le hizo brotar la transpiración de las palmas de las manos.
Su principal intento en esta mañana, era llegar al Victoria.
Tenía el compromiso de ver a María Boland con Thouroghgood.
Ese, por lo menos, era un compromiso al que no quería faltar. Se fué lentamente al hospital. Realmente se sentía mejor en el auto que cuando caminaba estaba tan habituado que el manejo había llegado a serle automático, mecánico.
Llegó al hospital; arrimó su coche y subió a la sala. Con una señal a la hermana siguió hasta el lecho de María, cogiendo de camino su tarjeta. En seguida se sentó sobre el borde del lecho de cobertores rojos, advirtiendo la sonrisa acogedora de la enferma y el gran ramo de rosas que tenía a su lado, pero todo el tiempo estudiando su tarjeta. Esta no era satisfactoria.
–Buenos días -le dijo la joven-. ¿Hermosas mis flores, no?
Cristina me las trajo ayer.
Andrés la miró. Descolorida, algo más delgada que cuando llegó.
–Sí, son lindas flores. ¿Cómo se siente, María? – ¡Oh… perfectamente! – Sus ojos evitaron por un momento los de él, y luego lo miraron de nuevo llenos de confianza-. De todos modos, sé que no será largo. Usted me mejorará pronto.
La confianza de sus palabras y, sobre todo, de su mirada, le produjeron mucha pena. "Si algo anda mal aquí", pensó, "será el golpe final."
En ese momento llegó el doctor Thoroughgood para hacer la visita de la sala. Vió a Andrés al entrar y se le acercó al instante. – Buenos días, Manson -le dijo amablemente-. ¡Cómo! – ¿Qué le ocurre? ¿Está enfermo?
Andrés se levantó.
–Estoy perfectamente, gracias.
El doctor Thoroughgood le dirigió una mirada extraña y luego se volvió hacia la cama de María.
–Me alegro de que haya querido ver conmigo a esta enferma.
Corra las cortinas, enfermera.
Dedicaron diez minutos a examinar juntos a María, y luego Thofoughgood fué hasta un extremo de la habitación, donde, aunque con toda la sala a la vista al través de la ventana, no podían ser escuchados. – ¿Bien? – dijo aquél. Entre la bruma que lo envolvía, Andrés se oyó hablar:
–No sé lo que opinará, doctor Thoroughgood, pero creo que la evolución de esta enferma no es satísfactoria.
–Hay uno o dos síntomas.., – Thoroughgood se tironeó la barbilla recta y recortada.
–Me parece que hay una ligera extensión.
–No lo creo, Manson.
–La temperatura es más inconstante.
–Es posible…
–Perdóneme que le haga una sugestión. Comprendo perfectamente nuestras respectivas posiciones, pera este caso significa mucho para mí. Dadas las circunstancias, ¿no indicaría usted el neumotórax? Usted recuerda que yo estaba muy empeñado en usarlo con María cuando la enferma llegó al hospital.
Thoroughgood miró de soslayo a Manson. Se le alteró el rostro, adquiriendo un adusto perfil.
–No, Manson No creo que sea éste un caso de inducción. No lo creí entonces tampoco ahora.
Hubo un silencio. Andrés no pudo pronunciar otra palabra.
Conocía a Thoroughgood, su obstinación inflexible. Se sentía gastado, física y moralmente, incapaz de insistir en un argumento que sería estéril. Escuchó con rostro impasible mientras Thoroughgood continuó exponiendo sus propias ideas sobre el caso. Cuando terminó y partió para ver a los demás enfermos, Andrés retornó al lecho de María, le dijo que vendría a verla al día siguiente y dejó la sala. Antes de irse del hospital le dijo al portero que llamara a su casa para avisar que no volveria a almorzar, No era mucho más de la una. Todavía estaba desolado, sumido en una dolorosa introspección y débil por falta de alimento. Cerca del puente de Battersea se detuvo frente a un pequeño y modesto café. Se hizo servir café y algunas tostadas calientes con manteca. Pero sólo pudo tomarse el café, pues su estómago se resistió a las tostadas.
Advirtió que la muchacha que lo atendía lo miraba curiosamente. – ¿No están a su gusto? – le dijo-. Le traeré otras.
Sacudió la cabeza y pidió la cuenta. Mientras ella la escribía, él se sorprendió contando estúpidamente los brillantes botones negros de su vestido. Un día, hacía mucho tiempo, había mirado tres botones color perla en una sala de clase de Drineffy. Sobre el rio, afuera, se proyectaba un resplandor amarillo. Como a lo lejos, recordó que tenía dos enfermos esta tarde en la calle Welbeck. Se dirigió allá lentamente.
L a enfermera Sharp estaba de mal humor, como de costumbre, cuando le pedía que viniera los sábados. Sin embargo, ella también le preguntó si se sentía enfermo. En seguida, en un tono más suave, porque el doctor Hamson era objeto particular de su consideración, le dijo que Freddie lo había llamado dos veces después del almuerzo.
Cuando ella salió de la sala de consultas, Andrés se sentó junto a su escritorio mirando al frente. El primero de sus enfermos llegó a las dos y media, un cardíaco, empleado joven del Departamento de Minas, que había venido por indicación de Gill y padecía verdaderamente de una lesión valvular. Se detuvo largo rato en examinar a este enfermo, con la mayor solicitud, y muy prolijamente le explicó los detalles del tratamiento. Al fin, cuando el otro buscaba afanosamente su escuálida cartera, le dijo rápidamente:
–No me pague ahora, por favor. Espere hasta que le envie la cuenta.
El pensamiento de que nunca se la enviaría, de que había perdido su sed de dinero y podía desdeñarlo otra vez, lo tranquilizaba extrañamente.
Después entró el segundo cliente, una dama de cuarenta y cinco años, la señorita Basden, una de sus más fieles pacientes. El corazón le desfalleció al verla. Rica, egoísta, hipocondríaca, era un remedo, más joven y más egoísta, de aquella señora Raeburn a quien había visto un día con Hamson en la clínica Sherrington.
Escuchó aburrido con la mano en la frente mientras ella, sonriente, se explayaba en una relación de todo cuanto le había acontecido a su constitución desde su última consulta pocos días atrás.
De pronto Andrés levantó la cabeza: -¿Para qué viene aquí, señorita Basden?
Ella se interrumpió en la mitad de una frase, con la parte superior de su cara todavía alegre, pero dejando caer poco a poco la mandíbula inferior. – ¡Oh, sé que soy culpable! – dijo Andrés-. Yo le he dicho que viniese. Pero en realidad, no padece usted mal alguno. – ¡Doctor Manson! – tartamudeó sin poder dar crédito a sus propios oídos.
Era enteramente cierto. Andrés comprendió, con cruel discernimiento, que todos los síntomas de la dama eran debidos al dinero. Ella no había trabajada un día de su vida, su cuerpo estaba fofo, rozagante, sobrealimentado. No dormía porque no ejercitaba los músculos. Ni siquiera ejercitaba el cerebro. No tenía que hacer otra cosa que recortar cupones, pensar en sus dividendos, reñir a su criada y meditar en lo que comerían ella y su Lulú de Pomerania. ¡Sólo si saliera de su pieza e hiciera algo efectivo! ¡Si abandonara todas esas píldoras, sedantes, hipnóticos y colagogas y demás porquerías; diera algo de su dinero a los pobres y ayudara a otros y dejara de pensar en sí misma! Pero jamás, jamás hacía esto, era inútil pedírselo siquiera.
Estaba espiritualmente muerta y también lo estaba él.
Andrés dijo reposadamente:
–Siento no poder seguir siéndole útil, señorita Basden. Es posible que yo me yaya. Pero no dudo de que usted hallará otros médicos por aquí que se sentirán muy felices de servirle de alcahuetes.
La mujer abrió varias veces la boca, como un pescado que se asfixia. Luego se dibuió en su rostro una expresión de auténtico terror.
Estaba segura, absoÍutamente segura, de que Manson había perdido el juicio.
No se detuvo a razonar con Andrés. Se levantó, cogió apresuradamente sus cosas y salió de la pieza.
Andrés se preparaba para irse a su casa, cerrando los cajones del escritorio como en forma definitiva, pero antes de que se levantara, la enfermera Sharp entró sonriendo a la pieza. – ¡El doctor Hamson viene a verlo! Ha venido él mismo en vez de llamarlo por teléfono.
Un minuto después Freddie estaba allí, encendiendo despreocupadamente un cigarrillo, instalándose en una silla como con un propósito determinado. Nunca había sido más amistoso su tono.
–Siento molestarte el sábado, víejo. Pero supe que estabas aquí, de modo que le traje la montaña a Mahoma. Todo lo sé respecto de la operación de ayer y no tengo reparo alguno en decirte que me alegro mucho. Era tiempo de que conocieses por dentro al querido amigo Ivory. – La voz de Hamson adquirió bruscamente un tono de rencor.
Creo que debes saber, viejo, que últimamente me he estado apartando de Ivory y de Deedman. No han estado haciendo el juego conmigo.
Hemos hecho juntos algún camino, y muy provechoso que fué, pero ahora estoy bien seguro de que estos dos me están escamoteando algo de lo que me corresponde. Además de esto, me tiene enfermo la torpeza de Ivory. No es cirujano. Tú tienes toda la razón. No es más que un mísero abortero. No lo sabías, ¿eh? Bueno, créemelo como Evangelio. Hay dos clínicas a no más de cien millas de esta casa, donde no hacen otra cosa, por supuesto, todo muy bien hecho y a la luz del día, e Ivory es el "raspador" jefe. Deedman no es mucho mejor. No es más que un vicioso zalamero interesado, sin la astucia de Ivory. Uno de estos días va a recibir una seria censura de la D. D.
A. Ahora, escúchame, viejo, te estoy hablando por tu bien. Me interesa que conozcas toda la historia íntima.de estos dos sujetos, porque quiero que los dejes y te asocies conmigo. Has sido demasiado inexperto. No has aprovechado lo que te correspondía. ¿No sabes que cuando Ivory saca cien guineas de una operación declara cincuenta? … es así cómo se las procura; ¡tú ves! ¿Y qué te han entregado a ti?.., unas míseras quince o acaso veinte. ¡No es suficiente, Manson! Y después de esta chambonada de ayer yo no lo toleraría. Nada les he dicho todavía, soy demasiado listo para eso, pero he aquí mi plan, viejo. Rompamos del todo con ellos, tú y yo, y comencemos una pequeña sociedad entre nos otros. Después de todo, somos viejos compañeros de colegio, ¿no? te aprecio. Siempre te he apreciado. Y te puedo enseñar muchas cosas. – Freddie se interrumpió para encender otro cigarrillo y luego sonrió amablemente, expansivamente, exhibiendo sus posibilidades como socio virtual-.Tú no creerías la suerte que he tenido. ¿Sabes la última? Tres guineas cada vez por inyecciones… ¡de agua esterilizada! La enferma vino un día para que le pusiera su vacuna. Había olvidado pedirla y, en vez de desanimarme, recurrí al H2o. Volvió al día siguiente para decirme que nunca había experimentado una reacción mejor. Continué, en consecuencia. ¿Y por qué no? Todo está en la fe y en el frasco de agua de color. Piensa que les puedo introducir en el cuerpo toda la farmacopea cuando es necesario. No soy un patán. ¡No, señor! Es precisamente que soy cuerdo, y si tú y yo nos asociamos realmente, Manson, tú con tus grados y yo con mi experiencia, haríamos el gran negocio. Tenemos que ser los dos. Tú siempre necesitas otra opinión.
Y yo he puesto los ojos en un cirujano joven muy hábil, infinitamente mejor que Ivory, a quien podríamos manejar después. Finalmente, podríamos tener nuestra propia clínica. Y entonces estaríamos en Klondyke.
Andrés permaneció inmóvil, rígido. No sentía animosidad contra Ramsoll, sino tan sólo una amarga repugnancia de sí mismo. Nada mejor que esa proposición de Hamson para revelarle más bruscas y violentamente su situación, lo que había hecho, por dónde se encaminaba. Al fin, viendo que se esperaba alguna respuesta suya, murmuró:
–No puedo asociarme contigo, Freddie. De la noche a la mañana me ha asqueado todo eso. Creo que me ausentaré por un tiempo. Hay demasiado chacales en esta milla cuadrada en que vivimos. Hay un grupo de hombres buenos, que procuran hacer un trabajo honrado, ejerciendo su profesión en forma honesta, noble; pero los demás son exactamente chacales. Son chacales los que administran todas estas inyecciones innecesarias, extraen amígdalas y apéndices que no hacen daño alguno, juegan a la pelota entre ellos mismos con sus enfermos, se reparten los honorarios, practican abortos, patrocinan remedios pseudocientíficos, andan todo el tiempo a caza de guineas.
El rostro de Hamson se había ido enrojeciendo lentamente.. – ¡Qué diablos! – exclamó tartamudeante-. ¿Qué es lo que te pasa?
–Lo sé, Freddie-dijo Andrés lenta y tristemente-. Soy culpable de todo eso. No quiero que haya ningún disgusto entre nosotrols. Tú habías sido mi mejor amigo.
Hamson saltó. – ¿No estás en tus cabales, o qué?
–Quizá. Pero voy a hacer la prueba y a dejar de pensar en el dinero y en el éxito material. No es ésa la piedra de toque de un buen médico. Cuando un médico gana cinco mil al año, no es honesto. Y ¿por qué…, por qué trataría un hombre de hacer dinero a costa de la humanidad doliente?
–Tonto de remate -dijo desdeñosamente Hamson. Giró sobre los talones y salió.
De nuevo Andrés se sentó mecánicamente frente a su escritorio, solo, abatido. Al fin se levantó y se fué a su casa. Al aproximarse sintió el latir acelerado del corazón. Eran más de las seis. Todo el curso de su tedioso día parecía acercarse a su culminación. Le tembló violentamente la mano al girar el picaporte.
Cristina estaba en la sala de la calle. La visión de su rostro pálido y tranquilo le produjo un estremecimiento. Andrés ansiaba que ella le preguntara, que mostrara algún interés respecto del modo cómo había pasado estas horas lejos de ella. Pero se limitó a decir, con ese tono reservado y evasivo:
–Tu día ha sido muy largo. ¿Quieres un poco de té antes de las consultas?
–No habrá consultas esta noche. Ella lo miró.
–Pero el sábado… es tu tarde más ocupada.
Su respuesta fué escribir un aviso que informaba que el consultorio estaba cerrado por esa tarde. Recorrió el pasadizo y lo clavó en la puerta del consultorio. El corazón le palpitaba ahora de tal modo, que creyó que le iba a estallar. Cuando regresó por el pasadizo, ella estaba en la sala de consultas, con el rostro más pálido todavía y los ojos turbados. – ¿Qué ocurre? – preguntó con acento extraño.
Andrés la miró. La angustia de su corazón lo venció; se desbordó en una explosión incontenible. – ¡Cristina! – Todo lo que tenía dentro se volcó en esa sola palabra. Se echó a sus pies, arrodillándose, sollozante.