CERRADO EL SÁBADO POR LA

TARDE

Se fué alegremente a su casa.

–Señorita Page. Según lo que yo entiendo de la "Ley de trabajo de los médicos ayudantes", tengo derecho a medio día de descanso al año. Me gustaría que el mío fuera el sábado. Voy a Cardiff.

–Es decir, doctor… -Se erizó al escuchar su petición, pensando que estaba demasiado lleno de sí mismo, engreído; pero después de mirarlo, suspicazmente, declaró regañonamente-: ¡Oh,bien! Usted puede ir, supongo. – Una súbita idea cruzó por su mente. Se le iluminaron los ojos. Se relamió los labios-. En todo caso, me traerá algunos pasteles de Parry. Creo que no hay nada más exquisito que los pasteles de Parry.

El sábado a las cuatro y media Cristina y Andrés tomaban el tren para Cardiff. Andrés estaba optimista, bullanguero, y saludó por sus nombres al mozo de cordel y al boletero. Con una sonrisa miró a Cristina, sentada en el asiento de enfrente. Llevaba ésta una blusa azul marino y pollera que acentuaba su aire habitual de corrección. Sus zapatos negros estaban muy brillantes. Sus ojos, como todo su aspecto, delataban la importancia que le asignaba al paseo. Resplandecían.

Al verla allí, lo invadió una ola de ternura y de deseo. Estaba muy bien, pensaba, esta camaradería que los unía. Pero deseaba más que eso. Deseaba tomarla en brazos, sentirla tibia y anhelante junto a si.

Involuntariamente le dijo:

–Me sentiré perdido sin usted…, cuando se ausente este verano.

Las mejillas de Cristina se ruborizaron ligeramente. Miró a través de la ventana. Andrés preguntó impetuosamente: -¿No debería yo haber dicho eso? _ -En todo, caso, me alegro de que lo haya dicho -:-respondió ella, sin dar vuelta la cara.

Andrés estuvo a punto de decirle que la amaba, de preguntarle, a pesar de la inseguridad ridícula de su situación, si se casaría con él.

Vió, con, intuición lúcida, que ésta era la única, la inevitable solución para ambos. Pero algo, un presentimiento de que el instante no era oportuno, lo refrenó. Decidió hablarle en el tren. de regreso.

Entretanto prosiguió, casi sin aliento:

–Tendremos un rato muy agradable esta tarde. Hamson es un buen muchacho. Era más bien alegre en el Royal. Es un mozo de talento. Recuerdo que una vez -sus ojos se tornaron reminiscentes-, hubo una fiesta de caridad en Dundee para los hospitales. En el liceo se presentaban todas las estrellas, artistas aceptables, como usted lo sabe. Pues bien, Hamson subió al escenario, cantó, bailó y, jcáspita!, echó la casa abajo.

–Parece más un ídolo de teatro que un médico -dijo ella sonriendo.

–No tema. Cristina. Freddie le va a gustar.

El tren llegó a Cardiff a las seis y cuarto y ellos se dirigieron directamente al Palace Hotel. Hamson había prometido encontrarlos allí a las seis y media, pero no había llegado aún cuando ellos entraron en el hall de espera.

Se entretuvieron observando la escena. El local estaba atestado de doctores con sus señoras, que conversaban y reían en medio de la mayor cordialidad. Se cruzaban amistosas invitaciones:

–Doctor, usted y la señora Smith se sentarán junto a nosotros esta noche.

–Ah, doctor! ¿Qué me dice usted de estas entradas para el teatro?

Había un agitado ir y venir, y caballeros con insignias rojas en los ojales transitaban apresuradamente, con aire de importancia, por el pavimento de mosaico, llevando papeles en las manos. En la sala del frente un empleado seguía pregonando monótonamente: "Sección de otología y laringología, por aquí." Sobre un corredor que conducía al anexo estaba el anuncio: "Exposición Médica". También había ramos de palmeras y una orquesta de cuerdas.

–Muy social, ¿no? – observó Andrés sintiendo que ellos estaban más bien aislados dentro de la hilaridad general- Y Freddie, atrasado como de costumbre. Echemos una mirada a la exposición. – La recorrieron con interés.

Pronto Andrés vió sus manos cargadas de elegante literatura, Mostró a Cristina con una sonrisa una de las hojillas: Doctor, ¿está vacío su consultorio? Podemos indicarle cómo llenarlo. Había también diecinueve folletos, todos diferentes, que ofrecían los sedantes y analgésicos más nuevos.

–Parece que la última tendencia en medicina fuera el "doping" – observó disgustada.

En el último puesto, yendo hacia afuera, un joven los atrajo discretamente, mostrándoles un aparatito resplandeciente, semejante a un reloj.

–Doctor, creo que le interesaría nuestro nuevo indexómetro.

Tiene multiplicidad de usos, está absolutamente al día, crea una .. impresión admirable junto al lecho y sólo vale dos guineas. Permítame, doctor. Por delante ve usted un índice de períodos de incubación. Una vuelta del disco y se encuentra el período de infección. Dentro… -abrió el dorso del estuche- hay un excelente índice de color de hemoglobina, mientras que atrás, en forma de tabulador…

–Mi abuelo tenía uno de éstos -lo interrumpió secamente Andrés-, pero lo tiró.

Cristina venía sonriéndose cuando regresaban.

–Pobre hombre -observó-. Antes nadie se atrevía siquiera a reírse de su maravilloso medidor.

En ése momento, cuando ellos entraban al hall, llegaba Freddie Hamson, saltando de su auto y penetrando al hotel con un niño que le llevaba sus palos de golf, detrás de él. Los divisó al momento y avanzó con una amplia sonrisa. – ¡Hola, hola! ¡Aquí están ustedes! Siento haberme atrasado.

Tenía que decidir un empate por la copa Lister. Nunca vi suerte como la de ese muchacho. Bien, bien; me alegro de volver a verte, Andrés. ¡El mismo Manson de siempre! ¡Ah!, ¿por qué no te compras un sombrero nuevo, hijo mío? – Palmeó afectuosa e íntimamente la espalda de Andrés, mientras su sonriente mirada incluía a Cristina- Preséntame, borrico. ¿Estás en la luna?

Se sentaron en una de las mesas redondas. Hamson decidió que deberían beber algo. Con un chasquido de sus dedos, hizo venir corriendo a un mozo. En seguida, entre sorbos de jerez, les refirió todo lo tocante a su match de golf, cómo él estaba absolutamente en situación de ganar cuando su adversario había comenzado a colocar sus tiros en todos los hoyos.

De tez fresca, pelo rubio y engominado, traje de esmerado corte y gemelos de ópalo en sus puños sobresalientes, Freddie tenía aspecto elegante, sin ser buen mozo -sus facciones eran muy ordinarias-,pero siendo, en cambio, de buen carácter e inteligente.

Parecía, tal vez, algo engreído, pero cuando se empeñaba era, sin embargo, atrayente. Se creaba amigos con facilidad, a pesar de lo cual, en la Universidad, el doctor Muir, patólogo y cínico, le había hablado un día, en presencia de la clase, en estos ásperos términos:

"Usted no sabe nada; señor Hamson. Su cabeza de lobo está llena de gas egotista. Pero nunca fracasa. Si usted logra triunfar en los juegos de niños conocidos aquí como exámenes le pronostico un futuro grande y brillante."

Fueron a comer al "grill room", ya que ninguno de ellos estaba vestido de etiqueta, bien que Freddie los informó de que tendría que ponerse frac más tarde. Había un baile, cosa muy desagradable, pero tenía que tomar parte.

Habiendo ordenado fríamente un menú del todo médico caldo Pasteur, lenguado Madame Curíe, tournedos a la Conference Medicale-, comenzó a recordar los antiguos días con dramático ardor.

–Nunca hubiera pensado, entonces -terminó con un movimiento de cabeza- que Manson se enterraría en los valles de Gales del Sur. – ¿Cree usted que está completamente sepultado? – preguntó Cristina, con una sonrisa más bien forzada. Hubo una pausa. Freddie inspeccionaba la atestada sala y le hacía gestos a Andrés. – ¿Qué piensas de la Conferencia?

–Supongo -respondió Andrés dubitativamente-, que es una manera útil de mantenerse al día.

–Al día, por Dios! No he asistido a ninguna de sus reuniones en toda la semana. No, no. Lo que más importa son las relaciones que uno se procura, las personas a quienes se conoce, con quienes se mezcla. No tienes idea de la gente de verdadera influencia con la que he tratado esta semana. Por eso estoy aquí. Cuando regrese a la ciudad, los visitaré, saldré a jugar golf con ellos. Con el tiempo, créeme, eso significa negocio.

–No estoy enteramente de acuerdo contigo, Freddie -dijo Manson.

–Es tan sencillo como dejar caer un pedazo de madera. Tengo un puesto, pero, mientras tanto, he colocado mis ojos en una hermosa piecesita del West End, en la que una plaquita de bronce que dijera Freddie Hamson, M. B., parecería muy bien. Cuando esto sea una realidad, mis compañeros me enviarán enfermos. Tú sabes cómo ocurre. Reciprocidad. Tú me rascas la espalda y yo a tí. – Freddie paladeó un lento sorbo de vino del Rín. Prosiguió-: Y fuera de esto, aprovecha la amistad con los compañeros de las zonas suburbanas. A veces pueden enviamos clientes. Vamos, dentro de un año o dos tú me estarás enviando enfermos a la ciudad desde tu atrasado Drin… o como lo llames.

Cristina miró rápidamente a Hamson, hizo como si fuera a hablar, y luego se reprimió. Mantuvo sus ojos fijos en el plato. _y ahora háblame de ti mismo, viejo Manson -continuó sonriendo Freddie-. ¿Qué te ha ocurrido? – ¡Oh!, nada fuera de lo corriente. Atiendo en un consultorio de madera, treinta visitas diarias por término medio…, en su mayor parte mineros con sus familias.

–Eso no me parece tan bien. – Freddie movió de nuevo la cabeza, compasivamente.

–A mí me gusta -dijo suavemente Andrés. Cristina intervino:

–Y realiza usted algún trabajo efectivo.

–Sí, últimamente tuve un caso muy interesante -manifestó Andrés meditativamente-. En verdad, he enviado una nota sobre el mismo al Journal.

Le dió a Hamson una relación sumaria del caso de Emlyn Hughes. Aunque Freddie afectó escuchar con gran interés, sus ojos seguían vagando en torno del salón.

–Eso fué magnífico -observó cuando Andrés hubo terminadoCreía que sólo en Suiza o en alguna otra parte determinada se producían paperas. En todo caso, supongo que tú habrás percibido una buena cuenta. Yeso me recuerda otra cosa. Un compañero me decía hoy que la mejor manera de abordar este asunto de los honorarios… – Se puso de nuevo a disertar, imbu'ido en un plan que alguien le había metido en la cabeza, para el pago al contado de todos los honorarios.

Llegaron al final de la comida antes de que él terminara su disertación.

Se levantó tirando su servilleta.

–Tomemos fuera el café. Terminaremos nuestra charla en el hall.

A las diez menos cuarto, terminado su puro, agotado por el momento su repertorio de historias, Freddie bostezó ligeramente y miró su reloj pulsera de platino.

Pero Cristina estaba frente a él. Esta miró a Andrés vivamente, se enderezó y dijo: -¿No es casi la hora de nuestro tren?

Manson estaba a punto de protestar de que disponían de otra media hora, cuando manifestó Freddie:

–Y tendré que pensar en ese maldito baile. No puedo dejar al grupo con el cual estoy ahora.

Los acompañó hasta la puerta giratoria, despidiéndose prolongada y afectuosamente de ellos.

–Bien, viejo -murmuró con un apretón de manos final y el familiar golpe en la espalda- Cuando yo ponga la plaquita en el Wcst End, no olvidaré enviarte una tarjeta.

Afuera, en el aire tibio de la noche, Andrés y Cristina caminaron a lo largo de Park Street silenciosos. Vagamente, tenía conciencia de que la reunión no había sido el éxito que él había anticipado; de que, a lo menos, había estado muy por debajo de las expectativas de Cristina. Esperó a que hablara ella, pero no lo hacia. Por fin dijo con recelo: -¿Fué algo tonto para usted, a lo que me temo, el haber escuchado todas estas viejas historias de hospital?

–No -respondió- No lo encontré tonto en absoluto. Hubo una pausa. Andrés interrogó: -¿No le agradó Hamson?

–No mucho. – Ella se volvió, perdiendo su etiqueta, mientras sus ojos centelleaban de sincera indignación- La idea de Hamson, sentado allí toda la tarde, con su pelo engominado y su sonrisa barata, tratándolo a usted como a un inferior… -¿Tratándome como a inferior? – repitió Andrés, sorprendido.

Ella asintió cálidamente:

–Era intolerable. "Un compañero me hablaba de la mejor manera de abordar el asunto de los honorarios." Precisamente cuando acababa de referirle usted su maravilloso caso. Llamándolo paperas, además. Hasta yo sé que era todo lo contrario. Y esa observación relativa a que le enviara enfermos… -se le arqueó el labio-, fué sencillamente grosera. – Concluyó con altivez-: ¡Oh, apenas pude soportar esa manera cómo se colocó por encima de usted!

–No creo que se haya colocado por encima de mi -:arguyó Andrés, desconcertado. Se detuvo- Admito que parecía lleno de si mismo esta noche. Puede haber sido una modalidad suya. Es el muchacho de mejor carácter que usted pudiera esperar hallar. Eramos grandes amigos en la Universidad. Consultábamos libros juntos. _Probablemente le halló a usted útil para él -dijo Cristina con inusitada amargura- Consiguió que usted lo ayudara en su trabajo.

Andrés protestó en forma lamentable: -Vamos, no sea mal pensada, Cristina. – ¿Qué dice? – exclamó ella, saltándosele las lágrimas por la ofensa recibida- Usted debe ser ciego para no ver la clase de persona que es su amigo. Ha echado a perder nuestro paseo. Fué delicioso hasta que llegó él y se puso a hablar de sí mismo. ¡Y pensar que había un concierto maravilloso en el Victoria Hall, al cual pudimos haber ido! Pero lo hemos perdido, ya es demasiado tarde para cualquier cosa… aunque él llegará a tiempo a su estúpido baile.

Se encaminaron trabajosamente hacia la estación, que estaba a alguna distancia. Era la primera vez que habia visto enojada a Cristina. Y él también estaba irritado.. " irritado consigo mismo, con Hamson y con Cristina.

Sin. embargo, ella tenia razón al decir que la tarde no había sido un éxito. Ahora, al observar secretamente su pálido rostro contraido, sintió que había sido un espantoso fracaso.

Entraron en la estación. De pronto, mientras se abrían camino al andén superior, Andrés divisó a dos personas al otro lado. Los recordó al instante: la señora Bramwell y el doctor Gabell. En ese momento llegó el tren de abajo, uno local que iba a la costa de Porthcawl. Gabell y la' señora Bramwell entraron juntos al tren de Porthcawl, sonriéndose mutuamente. Sonó el silbato. El tren partió, Andrés experimentó una repentina sensación de angustia.

Miró rápidamente a Cristllla, esperando que no hubiera observado el incidente. Esa mañana había encontrado a Bramwell, quien comentando la hermosura del día, se había restregado las manos satisfecho, manifestandp que su esposa iría a pasar el fin de semana con su madre en Shresbury.

Andrés estaba con la cabeza caída, silencioso. Se hallaba tan enamorado, que la ticena que acababa de presenciar, con todas sus consecuencias, lo afectaba como un dolor físico. Se sintió ligeramente enfermo. Sólo faltaba este remate para hacer completamente aplastador el día. Su humor parecía sufrir un' completo trastorno. Una sombra había caído sobre su alegría. Ansiaba con toda su alma tener una conversación larga y tranquila,.. con Cristína, abrirle su corazón, desvanecer esa estúpida, insignil'icante, desinteligencia producida entre ellos. Ansiaba, sobre todo, estar completamente solo con ella.

Tuvieron quc contentarse con un compartimiento lleno de mineros que discutían en voz alta sobre un match de football.

Era tarde cuando llegaron a Drineffy, y Cristina parecía muy cansada. El estaba convencido de que Cristina había visto a la señora Bramwell y a Gabell: Probablemente no podría hahlarle ahora. No quedaba otra cosa que conducirla a la casa dc la señora Herbert y darle tristemente las buenas noches. x Aunque era cerca de la medianoche cuando Andrés llegó a Bryngower, encontró a Joe Morgan que lo esperaba, recorriendo a pasos cortos el espacio entre el cerrado consultorio y la puerta de la casa. Al verlo, la cara del robusto perforador. expresó alivio. – :-iAh, doctor, me alegro de verlo! aquí he estado yendo y viniendo una hora. Mi mujer lo necesita, antes de que sea tarde.

Andrés, bruscamente apartado de la consideración de sus propios asuntos, le dijo a Morgan que esperara. Entró a la casa en busca de su maletín y en seguida ambos partieron al NQ 12 de Blaina Terrace. El aire de la noche estaba frío y henchido de misterio. Tan listo habitualmente, Andrés se sentía ahora embotado y torpe. No preveía que este llamado nocturno resultaría extraordinario, menos todavía que influiría en todo su futuro en Drineffy. Ambos hombres caminaron silenciosos hasta que llegaron a la puerta NQ 12, donde Joe se detuvo.

–Yo no entraré -dijo, y su voz revelaba signos de tensión.. Pero, doctor, espero que usted nos prestará un gran servicio.

Dentro, una angosta escalera conducía a un pequeño dormitorio, limpio, aunque pobremente amueblado y sólo alumbrado con una lámpara de aceite. Aquí la madre de la señora Morgan, una mujer alta, de cabello gris, de unos setenta años, y la robusta partera de edad madura, esperaban junto a la paciente, observando la expresión de Andrés, mientras se movía por la habitación.

–Déjeme prepararle una taza de té, dador -dijo rápidamente, al cabo de unos instantes.

Andrés sonrió débilmente. Vió que la anciana, de gran experiencia, comprendía que debería haber un período de espera, que temía que él abandonara a la enferma, diciendo que volvería más tarde.

–No tema abuelita, no me iré.

Abajo, en la cocina, bebió el té que se le ofreció. Cansado com estaba, sabía que no podría dormir ni siquiera una hora si fuera a su casa. Sabía también que el caso exigiría toda su atención. Cayó sobre él un intenso letargo. Decidió quedarse hasta que todo hubiera terminado.

Una hora después volvió a subir; observó los progresos operados y volvió de nuevo junto al fuego de la cocina. Había quietud, escuchándose sólo, el chisporroteo del carbón y el lento tic-tac del reloj de pared. No, había otro sonido…, el golpe de las pisadas de Morgan que se paseaba en la calle. Frente a él, la anciana vestida de negro estaba sentada, inmóvil, con sus ojos extrañamente vivos y alertas, escrutando la cara de Andrés incesantemente.

Los pensamientos de éste eran pesados, confusos. El episodio que había presenciado en la estación de Cardiff todavía lo obsesionaba morbosamente. Pensaba en Bramwell, consagrado por entero a una mujer que lo engañaba miserablemente; en Denny, que vivía infelizmente, separado de su mujer. Su corazón le decía que todos estos matrimonios eran espantosos fracasos. Era una conclusión que, en su situación presente, lo hizo retroceder. Deseaba considerar el matrimonio como un estado idílico; sí, no podía considerarlo de otra manera con la imagen de Cristina ante su vista. Los ojos de Cristina, vivamente fijos en él, no admitían otra conclusión. Era el conflicto entre su mente equilibrada, dudosa, y su corazón apasionado lo que lo ponía confuso y triste. Dejó caer el mentón sobre el pecho, extendió las piernas, miró pensativamente el fuego.

Se quedó así tanto tiempo, y sus pensamientos estaban tan henchidos de Cristina, que se estremeció cuando la anciana del frente le habló sorpresivamente. La meditación de ella había seguido un curso diferente.

–Dijo Susana que no le administraran cloroformo si dañaba a la criatura. Está horriblemente preocupada por este bebé. – Sus fatigados ojos se iluminaron con un pensamiento súbito. Añadió en voz baja-:

Todos lo estamos, me imagino.

Andrés se recobró con un esfuerzo.

–El anestésico no le hará daño alguno -dijo Andrés bondadosamente.

Aquí se escuchó la voz de la enfermera que llamaba desde el descanso superior. Andrés miró el reloj, que ahora señalaba las tres y media. Se levantó y subió al dormitorio. Advirtió que ahora podía comenzar su trabajo.

Pasó una hora. Fué una lucha prolongada y dura. Lnego, mientras los primeros albores del día cruzaban las roturas de la persiana, nacía el niño, sin vida.

Al mirar el cuerpecito inmóvil, Andrés se estremeció de horror. ¡Después de todo lo que había prometido! Su rostro. congestionado con sus propios esfuerzos. se le heló rápidamente. Dudó entre su deseo de intentar volver a la vida a la criatura, y su obligación para con la madre que se hallaba, por su parte, en estado desesperante. El dilema era de tanto apremio que no lo resolvió a conciencia. Ciega, instintivamente. entregó la criatura a la enfermera y volvió su atención a Susana Morgan, que ahora yacía, desvanecida, de costado, casi sin pulso, sin volver todavía del éter. La prisa de Andrés era desesperada, una carrera frenética con las fuerzas de la enferma que sucumbían. Sólo tardó un instante en romper una ampolleta e inyectar una dosis de pituitrina. En seguida, dejó la jeringa y trabajó empeñosamente para reponer a la desmayada mujer. Después de algunos minutos de esfuerzo febril, vió que se le robustecía el corazón y que podía dejarla sin peligro. Buscó en torno suyo, en mangas de camisa, con el pelo adherido a su frente empapada. – ¿Dónde está el niño?

La partera hizo un gesto de espanto. Lo había colocado debajo de la cama.

Andrés se arrodilló en un instante. Hurgando. entre los diarios empapados, sacó al niño de debajo de la cama. Un varoncito, perfectamente formado. El cuerpo débil y tibio estaba albo y blando como grasa. El cordón umbilical, cortado apresuradamente, parecía un tallo quebrado. La piel era de tejido encantador, suave y tierna.

La cabecita se doblaba sobre el delgado cuello. Las extremidades parecían sin huesos.

Todavía de rodillas, Andrés miró al niño con expresión de espanto. La blancura significaba una sola cosa: asfixia, y su mente, en extraordinaria tensión, recordó un caso que había presenciado en la Samaritana, el tratamiento que se había empleado. En un instante estuvo de píe.

–Denme agua fría y agua caliente -le gritó a la enfermera-. Y también palanganas. ¡Pronto, pronto!

–Pero, doctor;.. – balbuceó ésta, fijos los ojos en el pálida cuerpo del niño. – ¡Pronto!– grító él.

Tomando rápidamente un pañal, colocó encima al niño y comenzó el método especial de respiración artificial. Llegaron las palanganas,! el jarro, la tetera grande de barro. Echó precipitadamente agua fría en una; en la otra agua tan caliente como su mano podía soportar. En seguida, como un prestidigitador, comenzó a meter al niño alternativamente en cada uno de los recipientes, ya en el agua fría, ya en la caliente.

Pasaron quince minutos. La transpiración caía sobre los ojos de Andrés, impidiéndole ver. Una de sus mangas colgaba chorreando.

Respiraba jadeante. Pero en el fláccido cuerpo del niño, no había el menor síntoma de aliento.

Lo oprimió un desesperado sentimiento de derrota, de rabiosa desesperanza. Sentía a la matrona observándolo consternada. mientras que más allá, apoyada contra la pared, donde había permanecido todo el tiempo, con la mano presionando su cuello, muda, los ojos fijos en él, estaba la anciana. El recordó el anhelo de un nieto, tan grande como había sido el de su hija por este niño. Todo fracasaba, era inútil, sin remedío.

El piso estaba convertido en una inmundicia. Resbalando sobre una toalla empapada, Andrés casi dejó caer al niño, que se hallaba mojado y resbaladizo en sus manos, como un extraño pez blanco.

–Por piedad, doctor -lloriqueó la partera- Ha nacido muerto.

Andrés no le hizo caso. Derrotado; desesperado, habiendo trabajado en vano media hora, insistió todavía en un último esfuerzo restregando al niño con una toalla áspera, oprimiendo y soltando el pechito con sus dos manos, procurando infundir aliento al débil cuerpecito.

Y entonces, como por un milagro, el pecho que oprimían sus manos exhaló un pequeño aliento convulsivo. Otro.. Y otro.

Andrés se quedó lelo. El sentimiento de la vida, que brotaba de debajo de sus dedos al cabo de todo aquel bregar, aparentemente inútil era tan delicioso que casi lo hizo desvanecer. Redobló febrilmente sus esfuerzos. La criatura respiraba más profundamente ahora. Una burbuja de mucus salió de una de las ventanillas de la nariz. una burbuja irisada. Las extremidades ya no estaban sin huesos; la cabeza ya no colgaba. La piel alba se tornaba poco a poco rosada. Después, deliciosamente, llegó el lloriqueo del niño.

–Dios del cielo -suspiró la enfermera histéricamente-. Ha llegado vivo.

Andrés le entregó el niño. Se sentía débil y agotado. En torno suyo la habitación estaba en completo desorden: sábanas, toallas, palanganas, instrumentos sucios, la jeringa hipodérmica clavada en el linóleo. el jarro volcado, la tetera a su lado en un charco de agua.

Sobre la revuelta cama, la madre dormía aún plácidamente el sueño del anestésico. La anciana todavía permanecía de pie, apoyada contra la pared. Pero sus manos estaban juntas y sus labios se movían sin emitir sonido alguno. Rezaba.

Mecánicamente, Andrés se desdobló las mangas y se puso la chaqueta.

–Vendré luego a buscar mi maleta, enfermera.

Bajó al fregadero, pasando por la cocina. Sus labios estaban secos. Bebió un largo sorbo de agua. Buscó su sobretodo y su sombrero.

Afuera encontró a Joe de pie en la vereda, con cara de espectación.

–Perfectamente, Joe -le dijo-. Ambos perfectamente. Había aclarado mucho. Eran cerca de las cinco. En la calle había ya unos pocos mineros; el primer turno de la noche, que salía. Mientras Andrés caminaba con ellos, cansado y lento, haciendo resonar sus pisadas, cuyo eco se mezclaba con el de las de los mineros, bajo el cielo matinal, seguía pensando ciegamente, olvidado de todo lo demás que había realizado en Drineffy:

"He hecho algo, ¡oh, Dios!, he hecho algo efectivo al fin".