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A comienzos de las vacaciones de Pascua, Andrés recibió una nota de la señora Thornton en que le pedía acudiera al Brown's Hotel para ver a su hija. En la carta le decía brevemente que el pie de Sybil no había mejorado, y ya que ella había quedado muy complacída por el interés que Andrés le había demostrado en casa de la señora Lawrence, deseaba que le diese su parecer. Halagado con este homenaje a su personalidad, Manson realizó al momento la visita.

El examen le reveló en la enferma algo muy sencillo. Sin embargo, exigía una pronta operacíón. Se enderezó sonriéndole a la robusta Sybil, que estaba sentada con las piernas desnudas en el borde de la cama, colocándose sus largas medias negras, y le explicó a la señora Thornton:

–El hueso ha engrosado. Si no se lo trata puede formar una protuberancia. Aconsejo que se la opere al momento.

–Es lo que decía el doctor de la escuela. – La señora Thornton no se sorprendió-. Estamos preparados, en realidad. Sybil puede, ingresar aquí a una clínica… Pero… Bueno… tengo confianza en usted, doctor.

Y quiero que se encargue usted de todo lo necesario. ¿Quién sugiere usted que debería hacerla?

La pregunta directa colocaba a Andrés en un dilema: Siendo su trabajo casi únicamente médico, se había encontrado con muchos de los clínicos más eminentes, pero no conocía a ninguno de los cirujanos de Londres. De pronto pensó en Ivory. Dijo amablemente:

–El doctor Ivory podría hacerla…, si él no tiene inconveniente.

La señora Thornton habia oído hablar de Ivory. ¡Por supuesto! ¿No era el cirujano que había figurado en todos los diarios el mes anterior en ocasión de haber ido en vuelo al Cairo para atender un caso de insolación? Un hombre sumamente conocido. La dama juzgó admirablemente la idea de que se hiciera cargo de su hija. Su única condición consistía en que su hija fuese a la clínica de la señora Sherrington. Tantas amigas suyas habían estado allí, que ella no le podía permitir que fuera a otra parte.

Andrés fué a su casa y telefoneó a Ivory, con toda la vacilación del hombre que efectúa un tanteo preliminar. Pero la manera de Ivory, amistosa, de confianza, amable, lo tranquilizó. Convinieron en ver juntos el caso al día siguiente, e Ivory manifestó que aunque sabía que Ida no tenía lugar disponible, la peduadiría, para que de algún modo le diese una habitación a la señorita Thornton, en caso de ser necesario.

A la mañana siguiente, cuando lvory había concordado pomposamente, en presencia de la señora Thornton con todo lo dicho por Andrés -añadiendo que se imponía la operación inmediata-, Sybil fué trasladada a la clínica de la señora Sherrington y dos días después se ejecutó la operación.

Andrés estuvo presente. Ivory insistió en ello de la manera más sincera y amistosa imaginable.

La operación no era difícil -en realidad, en sus días de Drinefy, Andrés la habría realizado él mismo- y aunque no parecía agradarle mucho la celeridad, la efectuó con destreza sorprendente. Tenía un aspecto de serenidad y fuerza con el delantal blanco, por sobre el cual emergía el rostro firme, sólido, de poderosa mandíbula. Nadie respondía mejor a la imagen popular del gran cirujano que Carlos Ivory. Tenía las manos finas y flexibles con que la ficción popular adorna siempre al héroe de la sala operatoria. En su seguridad y arrogancia resultaba dramáticamente impresionante. Andrés, que también se había metido dentro de un delantal, lo observaba desde el otro lado de la mesa con profundo respeto.

Quince días después, cuando Sybil Thornton había abandonado la clinica, Ivory lo invitó a almorzar al Sackville Club. Fué muy agradable. Ivory era un conversador perfecto, llano y entretenido, con un caudal de chismes al día, que en cierto modo colocaba a su compañero en idéntico pie de intimidad con el gran mundo, que él. El comedor alto del Sackville, con su cielorraso pintado por Adam, y sus candelabros de cristal de roca, estaba lleno de nombres famosos, según los llamaba irónicamente Ivory. Andrés encontró halagadora la experiencia, como no cabía duda de que Ivory trató que resultara.

–Usted me permitirá que inscriba su nombre en la próxima reunión -le expresó el cirujano-. Encontrará aquí buen número de amigos, Freddie, Pablo, yo mismo; de paso, Jackie Lawrence es miembro. Interesante ese matrimonio: son perfectos amigos y cada cual anda por su cuenta. Verdaderamente, quisiera hacerlo admitir a usted. Me ha parecido que abrigaba algún recelo a mi respecto, amigo mío. ¿Su prudencia escocesa, no? Como usted sabe, no visito ninguno de los hospitales. Es porque prefiero mi libertad. Además, querido amigo, estoy demasiado ocupado. Algunos de estos vejestorios de hospitales no tienen un caso privado por mes. ¡Yo tengo diez por semana, término medio! A propósito, no nos desentederemos de los Thornton, por ahora. Déjemelo todo a mí. Son gente "muy bien". Y a propósito, ya que hablo de ello, ¿no cree que también se le debería extraer las amígdalas a Sybil? ¿Se las miró usted?

–No… no lo hice.

–Oh, debiera haberlo hecho, hijo mío! Enteramente obstruidas.

No hay límite a la infección. Me tomé la libertad… espero que no le parezca mal, de decir que se las deberíamos sacar cuando llegue el buen tiempo.

Mientras regresaba a su casa no pudo menos de pensar qué muchacho tan agradable había resultado ese Ivory; realmente, debería estarle agradecido a Hamson por la presentación. Esto había sido soberbio. Los Thornton estaban especialmente contentos. No podía haber prueba mejor.

Tres semanas después, mientras tomaba el té con Cristina, el correo de la tarde le trajo una carta de Ivory.

La señora Thornton acaba de venir gentilmente a cancelar la cuenta. Tal como le envío su parte al anestesista, le remito a usted la suya… por haberme ayudado tan espléndidamente en la operación.

Sybil irá a verlo cuando se reponga totalmente de la operación.

Recuerde lo de las amígdalas de que le he hablado. La señora Thornton está encantada.

Siempre cordialmente suyo.

Había dentro un cheque por veinte guineas.

Andrés miró el cheque estupefacto. No había hecho nada en ayuda de Ivory en la operación. Y luego le invadió el corazón el cálido sentimiento que siempre le producía el dinero. Con sonrisa complaciente le pasó la carta y el cheque a Cristina para que los viera.

–Se ha portado bien ese diablo de Ivory, Cristina, ¿no?

Apuesto a que este mes batiremos nuestro "récord" de ingresos.

–Pero no comprendo. – La expresión de Cristina era de perplejidad-. ¿Es ésta tu cuenta a la señora Thornton?

–No, tonta. Es una pequeña extra…, sólo por el rato que le consagré a la operación.

–Quieres decir que Ivory te ha dado parte de sus honorarios.

Andrés se sonrojó súbitamente indignado. – ¡Por Dios, no! Eso es absolutamente vedado. No soñaríamos en eso. ¿No ves que he ganado esto por asistir, por estar allí, tal como el anestesista ganó su honorario por aplicar el anestésico? Ivory lo cobra todo con su cuenta. Y apuesto que fué una enormidad.

Cristina dejó el cheque sobre la mesa, abrumada, triste.

–Parece mucho dinero.

–Bien, ¿por qué no? – Andrés cerró su argumento con un relámpago de indignación-o Los Thornton son enormemente ricos.

Para ellos probablemente esto no es más de lo que son tres chelines y seis peniques para uno de nuestros enfermos del consultorio Cuando Andrés se hubo ido, los ojos de Cristina quedaron fijos sobre el cheque con angustiosa inquietud. No se había dado cuenta de que aquél se había asociado profesionrolmente con Ivory. De pronto cayó sobre ella todo su malestar anterior. Nunca debería haberse realizado esa reunión con Denny y Hope, por todos sus efectos sobre Andrés. ¡Cuán ávido, cuán terriblemente avido de dinero estaba ahora! Su trabajo en el Victoria parecía no importarle al lado de esta sed devoradora de éxito material. Aun en el consultorio habla observado ella que empleaba más y más drogas, recetándoselas a personas que no tenían nada y obligándolas a volver una y otra vez.

Sentada allí, frente al cheque de Ivory, se le acentuaba a Cristina el aspecto atormentado do su rostro, que parecia comprimido y pequeño.

Las lágrimas le viníeron lentamente a los ojos. Debía hablarle, debía, debía.

Por la noche, después de la consulta, se le acercó recelosa. – ¿Andrés, querrías hacer algo para complacerme? ¿Me llevarías al campo en auto el domingo próximo? Me prometiste cuando lo compraste. Y por supuesto, durante todo el invierno no hemos podido hacerlo.

Andrés la miró desconfiadamente. – ¡Bueno…! ¡Perfectamente!

Llegó el domingo, suave, hermoso, primaveral, como ella habla deseado que fuese. A las once él había hecho sus visitas indispensables y pudieron partir llevando un mantel y un canasto de provisiones en la parte posterior del coche. El ánimo de Cristina se rejuvenecía mientras corrían atravesando el puente de Hammersmith y tomaban el Kingston By-Pass en dirección a Surrey.

Pronto estuvieron en Dorking y tomaron a la derecha por el camino a Shere. Hacía tanto tiempo que no estaban juntos en el campo, que su dulzura, el verde intenso y brillante de los prados, la púrpura de los olmos en gemación, el polvo dorado de los amentos colgantes, el amarillo pálido de las primaveras agrupadas a la orilla, inundaron su ser, embriagándola.

–No vayas tan rápido. querido -le murmuró en un tono más suave que el que usara desde hacía semanas-. ¡Es tan delicioso aquí!

Andrés parecía decidido a dejar atrás a todos los autos que encontraban.

Como a la una llegaron a Shere. La aldea, con sus pocas casas de techo rojo y su arroyo que se deslizaba mansamente por entre los lechos de berros, no había sido perturbada todavía por el bullicio de los turistas veraniegos. Llegaron a la colina boscosa que estaba más allá y colocaron el auto cerca de una de las sendas cubiertas de césped. Allí, en un pequeño claro sobre el que extendieron el mantel, había una soledad melodiosa que sólo les pertenecía a ellos y a los pájaros.

Comieron sus sandwiches, al sol, y bebieron el café que traían en un termo. En torno a ellos, en los grupos de alisos, crecían las primaveras en gran profusión. Cristina ansiaba cogerlas, hundir el rostro en su fresca blandura. Andrés estaba tendido con los ojos medio cerrados y la cabeza cerca de ella. Una dulce tranquilidad había caído sobre la oscura angustia del alma de Cristina. Si la vida de ambos pudiera ser siempre así!

La mirada soñolienta de Andrés había estado fija algunos momentos en el coche y dijo de pronto: – ¿No es malo, Cristina, no?.., quiero decir, para lo que nos costó. Pero compraremos otro nuevo en la exposición.

Ella se estremeció, renovada su inquietud con este nuevo ejemplo de la incansable ambición de Andrés.

–Pero lo acabamos de comprar. Me parece que constituye todo lo que pudiéramos desear. – ¡Humm! Es lento. ¿No te fijaste cómo nos pasó aquel Buick?

Quiero uno de estos nuevos coches lujosos de gran velocidad. – ¿Pero por qué? – ¿Por qué no? Puedo comprarlo. Sabes que nos está yendo bien, Cristina. Sí! – Encendió un cigarrillo y se volvió hacia ella lleno de satisfacción-. Por si acaso no lo has advertido, mi querida maestrita de Drineffy, he de decirte que nos estamos enriqueciendo rápidamente.

Cristina no respondió a su sonrisa. Sintió que su cuerpo, tibio y calmo bajo la caricia del sol, se le afiebraba de repente.. Comenzó a recoger un manojo de hierba y a enroscarlo tontamente en un extremo del mantel. Dijo lentamente:

–Pero querido, ¿necesitamos ser ricos? Yo no. ¿Por qué toda esta conversación sobre dinero? Cuando apenas si teniamos con qué vivir, éramos… ¡oh, éramos infinitamente felices! Nunca hablábamos de él entonces. Pero ahora no hablamos de otra cosa.

Andrés sonrió otra vez con superioridad.

–Después de años de chapalear en el fango, de comer arenques en escabeche y salchichas, de ser victima de los abusos de un comité testarudo, y atender a las mujeres de los mineros en alcobas sucias, propongo a cambio de todo eso que mejoremos nuestra suerte. ¿Qué tienes que objetar?

–No lo tomes a broma, querido. No acostumbrabas hablar así. ¡Oh! ¿no ves, no ves que te estás convirtiendo en victima del mismo sistema que solías condenar, de todas las cosas que aborrecías? – Presa de gran agitación, el rostro de Cristina tenia un aspecto lamentable-.¿No recuerdas ya cómo concebías la vida, como un salto en lo desconocido, como un ataque cuesta arriba, como si hubieras de tomar algún castillo que sabías estaba allá, en la cima, pero que no podías ver?

Andrés, incómodo, rezongó:

–Oh!, entonces era joven…, tonto. Charlas románticas. Si miras alrededor, verás que todos hacen lo mismo… ¡Juntar lo que pueden!

Es lo único que hay que hacer.

Ella suspiró fatigosamente. Comprendía que debía hablar ahora o nunca. – ¡Amor mío! No es lo único. Escúchame, por favor. ¡Por favor!

He sido tan desgraciada con esto… con tu cambio. Denny lo advirtió también. Nos está alejando al uno del otro. Tu no eres el Andrés Manson con quien me casé. ¡Oh, si sólo fueras como eras antes! – ¿Qué he hecho? – preguntó irritado-. ¿Te pego, me embriago, asesino? Dame un solo ejemplo de mis crímenes.

Cristina replicó desesperada:

–No se trata de cosas concretas, querido; es toda tu actitud. Por ejemplo, ese cheque que te envió Ivory. Es algo insignificante a primera vista, pero en el fondo… ¡oh, si lo consideras en el fondo, es mezquino, codicioso y deshonesto!

Cristina lo vió erguirse, ponerse luego de pie, mlrándola iracundo. – iPor amor de Dios! ¿Por qué sacar a relucir eso de nuevo? ¿Qué tiene de malo que lo haya aceptado? – ¿No lo puedes ver? – Toda la emoción acumulada en los ultimos meses la abrumó, ahogando sus argumentos y haciéndola estallar en llanto. Gritó histéricamente-: ¡Por amor de Dios, querido! ¡No te vendas, no te conviertas en mercenario!

Andrés apretó los dientes, furioso. Habló lentamente, con frialdad cortante: -iPor última vez! Te advierto que debes dejar de convertirte en una tonta neurótica. ¿No puedes tratar de ser una ayuda para mí, en vez de un obstáculo, reprochándome todos los instantes del día?

–No te he reprochado… -sollozó-. Había querido hablar antes, pero no lo hice.

–Entonces no lo hagas -perdió el dominio de sí mismo y gritó de repente-: ¿Me oyes? ¡No! Es algún complejo que se te ha metido.

Hablas como sí yo fuera un estafador inmundo. Sólo quiero ganar. Y si quiero dinero es sólo como medio para un fin. La gente nos juzga por lo que somos, por lo que tenemos. Si somos unos pordioseros, nos dominan. Bueno, en mi tiempo fuí bastante de aquéllo. En adelante seré de los que mandan. Ahora me comprendes. En lo sucesivo, no menciones siquiera este maldito absurdo.

–Perfectamente, perfectamente -repuso ella, llorando-. No lo haré. Pero te lo advierto… algún día te arrepentirás.

La excursión se había malogrado, sobre todo para ella. Aunque secó sus ojos y cogió un gran ramo de primaveras, aunque pasaron otra hora en la asoleada falda y se detuvieron de regreso en lo de Lavender Lady a tomar té, aun cuando conversaron, con aparente armonía, de cosas triviales, todo el encanto del día estaba muerto. El rostro de Cristina, mientras corrían en medio de las primeras sombras crepusculares, estaba pálido y rígido.

La irritación de Andrés se trocó en indignación. ¿Por qué sería Cristina la única en hacerle reproches? otras mujeres y mujeres encantadoras además, se entusiasmaban con su rápido triunfo.

Pocos días después lo llamó al teléfono Francisca Lawrence.

Había estado ausente, pasando el invierno en Jamaica -en los dos últimos meses Andrés había recibido varias cartas desde el Myrtle Bank Hotel-, pero ahora estaba de vuelta, ansiosa de ver a sus amigos, irradiando el sol que había absorbido. Le dijo a Andrés que deseaba que la viera antes de perder la tostadura de su piel.

Andrés concurrió a su té. Como ella se lo había anunciado, estaba hermosamente quemada, sus manos, sus frágiles muñecas y su rostro delgado e interrogativo, estaban oscurecidos como los de un fauno. La satisfacción de verla de nuevo fué extraordinariamente acentuada por el placer que leyó en los ojos de la dama, esos ojos indiferentes para con tantas personas y que tan dulces eran para él.

Se hablaron como viejos amigos. Ella le habló de su viaje, de los campos de coral, de los peces vistos a través de botes con fondo de vidrio, del clima celestial. Andrés le relató en cambio, la historia de sus progresos. Tal vez en sus palabras asomó algo de sus pensamientos, porque ella replicó rápidamente:

–Usted está sumamente solemne y lamentablemente prosaico.

Eso es lo que le acontece cuando me ausento. ¡No! Francamente creo que es porque trabaja demasiado. ¿Tiene que continuar con ese trabajo del consultorio? Por mi parte, creo que ha llegado el momento oportuno para que tome un departamento en West, calle Wimpole o Welbeck, por ejemplo, e instale allí su consultorio.

En este momento entró su marido, alto, de ademanes lánguidos.

Saludó a Andrés, al que conocía muy bien ahora- habían jugado bridge una o dos veces en el Sackville Club-, y aceptó de buen grado una taza de té.

Aun cuando protestó alegremente de que no los interrumpiría, su llegada desvió el giro serio de la conversación. Comenzaron a recordar, en forma muy divertida, la última tiesta de Rumbold Blane.

Pero, media hora después, al regresar a Chesborough Terrace, el consejo de la señora Lawrenee le atenaceaba el espíritu. ¿Por qué no habría de alquilar un departamento para sus consultas en la calle Welbeck? Habla llegado el momento de hacerlo. No renunciaría a nada de su trabajo en Paddington.., el consultorio era demasiado productivo para abandonarlo a la ligera. Pero podía combinarlo fácilmente con un consultorio en el West End, usar esa dirección para su correspondencia, poner el membrete en sus esquelas, en sus cuentas.

El pensamiento centelleaba dentro de él, lo incitaba a mayores conquistas. Que suerte tan grande era Francisca para él, tan servicial como la señorita Everett, pero infinitamente más encantadora, más excitante! Sin embargo, mantenía excelentes relaciones con su marido. No tenía para qué salir a hurtadillas de la casa, como algún vil sabueso de boudoir. ¡Oh, la amistad era una gran cosa!

Sin decirIe nada a Cristina, comenzó a buscar un departamento adecuado, en el West. Y cuando lo encontró, como un mes después, declaró, afectando indiferencia, mientras leía el diario de la mañana:

–De paso… puede interesarte saber…, he alquilado un departamento en la calle Welbeck. Lo utilizaré para sala de consultas de mi clientela más acomodada.